La dictadura de Pinochet, hace muy poco inaugurada, parece ocurrir lejos, en las ciudades cuyo perfil ni siquiera llega a percibirse desde los lugares donde transcurre esta película.1 Es 1974, y las tres mujeres, pastoras de cabras y ovejas, que prácticamente permanecen solas en pantalla de principio a fin –con excepción de dos visitantes pasajeros, un mercader y un hombre que busca huir atravesando la cordillera–, sólo saben de sus animales y de una vida austera y restringida a sus asuntos básicos: trabajo, alimento, descanso, y vuelta a empezar. Pero por esos pasajeros las tres hermanas se enteran del peligro ya no tan lejano, de un futuro incierto para sus rebaños y sus vidas, y quién sabe con la presencia de qué extraños autoritarios invadiendo su entorno. Es así que las tres resuelven un final por sí mismas, antes de que se lo impongan los demás.
El realizador chileno Sebastián Sepúlveda basó su película en la obra teatral Las brutas, de Juan Radrigán, que se inspiró a su vez en un hecho real cuyas características impactaron por la extraña mezcla de tragedia y de misterio que encerraba.
Misterio es la palabra que parece rondar el asunto y su representación cinematográfica, en casi todos sus aspectos. La naturaleza del Altiplano donde transcurre la película es de una belleza impresionante pero sobrecogedora, a propósito de la cual podrían derramarse todos los adjetivos que tienen que ver a la vez con lo espectacular y con una sensación de extrañeza y de vacío tan atractiva como desoladora, y el trabajo de fotografía de Inti Briones –premio a su labor en este filme en el Festival de Venecia– es fundamental en cómo logró retratar un entorno del que parece emanar todo lo que le sucede a los humanos. Ese receptáculo de sombría hermosura incorpora a las tres hermanas como una parte más de sí mismo; al contrario de lo que ocurre en los paisajes más intervenidos por la mano del hombre, ni las siluetas de las mujeres ni la choza en que viven ni los animales de los que viven parecen algo ajeno al paisaje sino una parte más de él. Este punto es a la vez un acierto expresivo de la película de Sepúlveda y un problema a la hora de comunicar lo que viven y sienten las niñas Quispe. Para empezar, cuesta identificar como niñas –se supone que es una manera de hablar– a tres mujeres que lucen como de generaciones diferentes, lo que se hace muy notorio con respecto a la mayor –encarnada por Digna Quispe, actriz no profesional y al parecer pariente de las protagonistas que realmente vivieron–, que parece la madre de la hermana intermedia y aun la abuela de la más joven, actuadas por Francisca Gavilán y Catalina Saavedra. Pese a la dignidad y entrega del trabajo de las tres, pese a la contundencia de esa atmósfera a la vez abierta y opresiva, cuesta “entrar” en la esencia dramática de lo que en la pantalla se está viviendo, y se tiene la sensación de estar asistiendo a un registro antropológico de formas de vida ancestrales y lejanas, a las que podemos mirar pero difícilmente involucrarnos en sus razones y sentimientos. Eso es, misterio. Los Andes siguen callados ante nosotros.
1. Chile/Francia, 2013.