«El sionismo siempre ha sido un proyecto colonial» - Semanario Brecha
Con el historiador Rashid Khalidi, de la Universidad de Columbia

«El sionismo siempre ha sido un proyecto colonial»

Niños en el este de Rafah, al sur de la Franja de Gaza, el 13 de mayo. AFP

Uno de los más destacados historiadores del siglo XX en Oriente Medio, Khalidi habló con Brecha sobre la definición de sionismo, la creación de Israel, la Nakba, los mitos que rodean este proceso histórico, el papel de las grandes potencias y el rol de las universidades, y las libertades de expresión y de cátedra en estos momentos.

Historiador y escritor estadounidense de origen palestino-libanés, Rashid Khalidi, graduado en Yale y Oxford, ha impartido clases en la Universidad Americana de Beirut, en la Universidad Libanesa, en la de Chicago, en la de Georgetown y desde 2003 en la de Columbia, donde actualmente dirige la cátedra Edward Said de Estudios Árabes. Fue asesor de la delegación palestina en las negociaciones de paz de Madrid y de Washington entre 1991 y 1993, es fundador del Centro para el Estudio de Palestina y coeditor del Journal of Palestine Studies. Entre sus varios libros, destacan La identidad palestina: la construcción de una conciencia nacional moderna, The Iron Cage: The Story of the Palestinian Struggle for Statehood y The Hundred Years’ War on Palestine: A History of Settler Colonialism and Resistance, 1917-2017, de reciente edición en español con el título de Palestina: cien años de colonialismo y resistencia (Capitán Swing, 2023).

—Recientemente se ha dicho que la palabra sionista no debe ser vista como un insulto. Lo dijo hace poco Justin Trudeau, el primer ministro de Canadá; se lo ha dicho por estos días en los medios uruguayos. Se dice que ser sionista es apenas estar de acuerdo con la autodeterminación del pueblo judío y que eso no tiene nada que ver con la posición que uno tenga hacia los palestinos, y que estar contra el sionismo es ser antisemita. ¿Qué puede decir de esta definición?

—El sionismo tiene muchas definiciones y muchos significados. El que mucha gente le atribuye es simplemente la idea de la autodeterminación del pueblo judío en la tierra de Israel. Desafortunadamente, esa no es una definición suficiente, porque el sionismo tiene múltiples aspectos. Es un movimiento nacional. Es un proyecto nacionalista, que culminó en un Estado nación. Es una respuesta a la histórica persecución cristiana europea contra los judíos. Está vinculado a una narrativa bíblica. Pero también está –y siempre ha estado– dedicado al colonialismo de asentamiento y al reemplazo de la población indígena de Palestina. Y en ese aspecto, que es central en el sionismo, es un proyecto muy problemático.

Al principio de mi último libro, cito una carta que un antepasado mío envió en 1899 al propio Theodor Herzl, el fundador del sionismo político moderno, en la que dice: «Entendemos la conexión del pueblo judío con la Tierra Santa. Por supuesto, la entendemos y la aceptamos. Entendemos la persecución de los judíos en Europa». La persona que escribía esto era una persona estudiosa y cosmopolita que había vivido en Viena y enseñado en la universidad de allí, y que, además de árabe, hablaba alemán, francés e inglés, y sabía lo que defendía el sionismo en la década del 90 del siglo XIX. Sabía que defendía un Estado judío en Palestina. Y por eso agregaba en su carta a Herzl, «pero aquí ya hay un pueblo que no será suplantado. Por el amor de Dios, deje en paz a Palestina». Ese es el problema que los sionistas nunca quieren enfrentar. El principio de la conexión entre el pueblo judío y la tierra de Israel es incuestionable. El principio de la necesidad de un refugio para los judíos perseguidos, expulsados de Europa por un odio milenario, es comprensible. La conexión con la narrativa bíblica es perfectamente clara para cualquiera, cualquier monoteísta, cualquier judío, cristiano o musulmán sabe qué es eso. Pero la práctica del sionismo, desde Herzl hasta hoy, consiste en sustituir Palestina por Israel –de hecho, el [histórico líder del sionismo revisionista] Ze’ev Jabotinsky hablaba de «la transformación de “Palestina” en la “Tierra de Israel”», en su famoso ensayo de 1923, El Muro de Hierro–, y eso es reprobable. Y debería serlo para cualquier persona con un mínimo de conciencia moral. Porque, si bien la noción de un pueblo judío con los derechos inherentes de cualquier pueblo no tiene por qué ser un problema en sí mismo, la idea de un refugio contra la persecución, por supuesto, tampoco lo es y la idea de una conexión entre el pueblo judío y Palestina, con lo que ellos entienden como la Tierra de Israel, es perfectamente aceptable, expulsar a todo un pueblo para crear un Estado de mayoría judía no es solo un problema, es moralmente repudiable.

Y eso es lo que necesitaba el sionismo. En eso se basó. Eso es lo que ha hecho. Y cualquiera que afirme que criticar la limpieza étnica, criticar la expulsión de tres cuartos de millón de personas en 1948 es antisemitismo, está distorsionando el significado de la palabra antisemitismo. Si un grupo perseguido de cristianos daneses apegados a la Biblia hubiera ido a Palestina a crear un Estado propio y hubiera expulsado a la población palestina, la resistencia a ese proceso, y a esa ideología, no habría sido anticristiana. Habría sido simplemente resistencia al colonialismo y al despojo. Y eso es lo que es el antisionismo, en esencia. Es la resistencia al proceso político, a los medios por los cuales se estableció el proyecto sionista en Palestina.

—Hay quienes afirman que el sionismo en sí no implica necesariamente la expulsión de los palestinos, que ha habido un sionismo de izquierda o democrático que en su momento intentó unir a ambos pueblos en esa tierra. ¿Cree que eso es históricamente correcto?

—Sí, es objetivamente correcto para una minúscula minoría de «sionistas culturales» y para muy pocos «sionistas binacionales», que constituyeron una proporción políticamente casi irrelevante del movimiento sionista desde la época de Herzl hasta el presente. Ninguna facción política importante, ningún líder sionista de importancia, ni [el fundador] Herzl, ni [el primer presidente de la Organización Sionista y del Estado de Israel Chaim] Weizmann, ni Jabotinsky, ni [el primer primer ministro de Israel y líder del sionismo socialista David] Ben-Gurión, ni ningún otro primer ministro de Israel, ni ningún líder político importante jamás adhirió a esas ideas. Sí lo hizo Albert Einstein. Él era un sionista que creía en esa posibilidad. Algunos intelectuales, entre ellos el primer rector de la Universidad Hebrea y muchos otros, formaron parte de esta pequeñísima tendencia minoritaria, que todavía existe hasta el día de hoy.

Pero el proyecto sionista tal como lo inauguró Herzl y lo llevaron a cabo sus sucesores, implicaba un Estado exclusivamente judío en el que los no-judíos serían una minoría con derechos muy limitados, si acaso se les permitía quedarse. De hecho, hay que leer los escritos de figuras como Ben-Gurión, Jabotinsky y Herzl. Herzl escribió: «Haremos que esa población se esfume a través de las fronteras». Su intención era deshacerse de los palestinos, en lo que esperaba se diera de forma pacífica. Ben-Gurión optó por hablar de «transferencias», que es un término orwelliano para expulsión. Podrías seguir. Cuando leés a los fundadores y líderes históricos del sionismo, de las distintas corrientes, ves en cada uno de ellos su versión de esta misma idea. Los sionistas afirmaban, por un lado, que venían a Palestina a vivir en paz, pero su intención confesa siempre fue crear –en un país que hasta 1948 era de mayoría árabe– un Estado de mayoría judía. No podés hacer eso sin una limpieza étnica. El pueblo que vive ahí no va a desaparecer. La gente no se va a ir por voluntad propia. Hay que obligarlos a abandonar su tierra ancestral, sus hogares y propiedades. Desafío a cualquiera a explicar cómo un país que era 65 por ciento árabe pudo convertirse en un país que era 80 por ciento judío sin una limpieza étnica. Es físicamente imposible.

—¿Por qué cree que, estando bien documentado y expuesto lo que pasó en la Nakba, sigue siendo un tema polémico en Occidente? Se dice que los palestinos nunca fueron expulsados, que en 1948 se fueron por voluntad propia, o incluso que nunca existió una nación palestina y, por lo tanto, no tienen ninguna legitimidad para reclamar derechos sobre esa tierra. ¿A qué se debe la omnipresencia de estos discursos?

—Con la Nakba, sucede algo similar al negacionismo turco del genocidio armenio, del que Turquía dice cosas parecidas: ¡nunca sucedió, pero fue culpa de los armenios!. Esto nunca pasó, pero los palestinos se fueron por su propia voluntad. En otras palabras, no hay tal Nakba, pero, si se fueron, fue porque quisieron o porque sus líderes se lo dijeron. Hoy ya ningún historiador respetable, israelí, árabe o de otra procedencia, sostiene este negacionismo. La pervivencia de ese discurso es el resultado de la propagación enormemente exitosa de la narrativa de los israelíes, y antes de 1948, de los primeros sionistas, que esencialmente dominaron la forma en que se entendía la historia de Palestina.

Esto se remonta a los inicios del sionismo político moderno. Se remonta al fracaso de árabes y palestinos a la hora de establecer su narrativa en Occidente y está relacionado con muchos factores. Pero todavía hoy hay políticos destacados en los principales medios de comunicación que repiten mentiras y fantasías que han sido completamente refutadas por todos los historiadores acreditados durante las últimas décadas. Desde que se abrieron los archivos israelíes de la época, lo que los historiadores palestinos siempre habían afirmado sobre la Nakba fue corroborado por los documentos militares israelíes. La inmensa mayoría del pueblo fue expulsado por la fuerza o huyó aterrorizado, no se fueron porque sus líderes se lo ordenaran, o porque no les preocupara esa tierra porque no tenían una verdadera conexión con ella, que es otro horrible tropo racista que se repite hasta hoy. Ningún historiador acreditado sostiene esa versión. Incluso los historiadores sionistas israelíes ahora aceptan como verdadera la misma narrativa que los palestinos han estado defendiendo desde la Nakba, es decir, que los palestinos fueron expulsados. Que aquellas mentiras aún se repitan es una muestra de la corrupción de los grandes medios, de la ignorancia de la mayoría de los políticos occidentales y de la prevalencia de una narrativa falsa, que se ha establecido durante más de 100 años, una narrativa sionista que todavía es dominante.

—Existe también el tópico recurrente de que los palestinos y los árabes nunca han estado dispuestos a aceptar ningún acuerdo, ninguna oferta de paz, de todas las que les habrían ofrecido Israel y Estados Unidos.

—Comencemos con los árabes. La mayoría de los Estados árabes tienen excelentes relaciones con Israel. Incluso aquellos que no tienen tratados de paz con Israel, así que eso es falso. Y si nos fijamos en las memorias del negociador israelí con Siria, el embajador Itamar Rabinovich, Siria estuvo muy cerca de firmar la paz con Israel. La incompetencia de la diplomacia estadounidense y los problemas internos tanto del lado israelí como del sirio impidieron dos intentos muy, muy cercanos de lograr paz con Siria en los años noventa. Durante 20 años, los países árabes han dicho: firmaremos la paz con Israel siempre que Israel acepte un Estado palestino. Los israelíes pueden mentir todo lo que quieran. Decir que los árabes no están dispuestos a hacer la paz con Israel es una completa tontería.

En lo que respecta a los palestinos, en 1988 la OLP [Organización para la Liberación de Palestina] cambió su Carta Nacional, renunció a la violencia, aceptó el principio de partición de Palestina, renunció a la idea de liberar toda Palestina, aceptó la resolución 242 del Consejo de Seguridad como base para la negociación [las fronteras de 1967] -aunque era una plataforma injusta, diseñada por estadounidenses e israelíes-, y acordó reconocer a Israel. Fue hace 36 años. Esa oferta nunca fue tomada en serio por Israel, con el debido respeto a todos los que afirman que hubo una posición supuestamente generosa de ese Estado.

Fui asesor de la delegación que a principios de los noventa negoció en Madrid y en Washington. Nunca se nos ofreció la condición de Estado, la soberanía, la autodeterminación y la independencia de Palestina. Nos dijeron que todas las cuestiones importantes debían dejarse para una negociación sobre el estatus final que tendría lugar en algún momento en el futuro. Nunca tuvo lugar. Y de lo único que se nos permitió hablar fue de autonomía bajo ocupación continua y con la expansión continua de los asentamientos. Yo estuve en esa mesa. Lo que se ofreció en Oslo por [el primer ministro israelí Yitzhak] Rabin no fue diferente a eso. Los palestinos no tendrían soberanía y permanecerían bajo el control de seguridad israelí. Significó la prohibición de hablar de un Estado palestino y la creación de bantustanes. Argumentar que eso es generoso es una distorsión del lenguaje. Ningún líder israelí fue mucho más allá de eso, ni [Ehud] Barak ni [Ehud] Ólmert. Generosa podría considerarse la igualdad absoluta de soberanía para dos Estados independientes, uno al lado del otro. Y recordemos que estamos hablando de una solución de dos Estados en la que Israel obtiene el 78 por ciento de la Palestina del Mandato y los palestinos, para su Estado, el 22 por ciento. Incluso la partición decidida por la ONU era mejor que eso, cuando se propuso dejar una minoría judía, un tercio de la población, con el 55 por ciento del territorio de Palestina.

Según la Carta de las Naciones Unidas, Palestina debería haber tenido autodeterminación cuando se fueron los británicos. La mayoría de su población, árabe, habría determinado el futuro de ese territorio. Eso habría sido justo y habría estado en consonancia con el derecho internacional. Lo que decidió la Asamblea General de la ONU en 1948 no fue ni generoso ni justo y fue contra su propia Carta. Y lo que ofrecieron los líderes israelíes en los noventa y en los dos mil ni siquiera era un Estado palestino independiente y soberano en el 22 por ciento del territorio. Era, como dijo honestamente Rabin, «menos que un Estado».

Los palestinos se consideran un pueblo con derecho a la soberanía y a un Estado en su tierra ancestral. Y darles menos que eso no puede describirse como generoso. Es una distorsión orwelliana del lenguaje construida sobre la premisa de la primacía de los derechos israelíes y el estatus inferior del pueblo palestino, premisa esencialmente racista.

—¿Cuál es el papel que han jugado las potencias occidentales en este proceso histórico?

—En el libro sostengo que este conflicto en su forma actual comenzó en 1917 [el año de la Declaración Balfour], porque considero que el papel de los británicos es central en la creación de este problema, que no se habría desarrollado de la forma en que lo hizo sin la intervención directa hasta la Segunda Guerra Mundial de las potencias europeas en general, Reino Unido en particular, y sin la participación directa desde entonces de Estados Unidos.

También hay otro fenómeno paralelo, que es el desarrollo del nacionalismo en el mundo árabe y el desarrollo de un movimiento nacional sionista. Y el choque entre ellos es, por supuesto, la otra parte central del problema. Pero, sin la implicación directa de Reino Unido y de Estados Unidos, el proyecto sionista no podría haber tenido el éxito que tuvo. Fueron Estados Unidos y la Unión Soviética los que impulsaron la resolución en la Asamblea General en los cuarenta. Fueron los británicos quienes aplastaron con sus armas al movimiento palestino en la década del 30 y permitieron la creación de un Estado judío unos años más tarde.

Esos factores externos, y la participación directa en las guerras del lado de Israel, han sido una característica desde 1917 y lo vemos en Gaza hoy. Cada uno de los aviones que bombardean Gaza es estadounidense. La mayoría de las bombas lanzadas sobre Gaza son estadounidenses. El dinero que financia al Ejército israelí es estadounidense. La inversión que mantiene a flote a Israel, el apoyo político que mantiene a flote a Israel, los vetos que evitan que Israel se convierta en un paria internacional total son de Estados Unidos.

Esta guerra contra los palestinos es una guerra israeloestadounidense. Y el establecimiento del proyecto sionista, tal como se estableció en los años veinte y treinta, fue un proyecto británico-sionista, liderado por los británicos. Los sionistas tenían sus objetivos estratégicos, y Reino Unido tenía los suyos, que eran coincidentes. Si uno no entiende eso, no entiende nada sobre este conflicto. Las declaraciones de guerra contra el pueblo palestino han venido de las potencias internacionales, ya sea el Mandato Británico para Palestina, la Declaración Balfour, la resolución de partición de 1947, la resolución 242 del Consejo de Seguridad de la ONU. Podría seguir. Esas no fueron decisiones del gobierno israelí, fueron decisiones de los gobiernos occidentales. Son participantes activos, y esa es una de las razones por las que se esfuerzan tan intensamente por controlar la narrativa en los medios. Occidente es la metrópoli de este proyecto colonial. Sí, Israel es un Estado independiente. Sí, es un proyecto nacional. Pero también es un proyecto colonial de asentamiento, cuya metrópoli es Occidente.

—Usted enseña en Columbia, la universidad en la que comenzaron las actuales protestas contra lo que sucede en Gaza. En ese marco, hay un ataque en el Congreso a esas protestas y a las universidades. Incluso la Policía ingresó a los campus. ¿Qué opina de estas protestas y de las acusaciones de antisemitismo que se les ha hecho?

—Todas las encuestas recientes coinciden en que una abrumadora mayoría de los jóvenes estadounidenses desaprueba la conducta de Israel en Gaza. Los que están en los campus han hecho algo al respecto. Se manifestaron y acamparon en los campus. Al hacerlo, representan la opinión mayoritaria de su generación. Cualquiera que ignore este aspecto está tratando de ocultar la verdad.

Y no solo los jóvenes. Los principales segmentos de la opinión pública estadounidense están cambiando su visión de Palestina, de Israel y de la guerra. Muchas minorías, incluso mucha gente de clase trabajadora, de los sindicatos ferroviarios, de la industria automotriz, de las enfermeras y de los trabajadores postales lo está haciendo. Sus sindicatos han votado a favor de un alto el fuego permanente y se oponen a la política de [Joe] Biden. Esa también es la opinión de un número abrumador de líderes de iglesias.

Lo que se les opone en el Congreso es una acusación de wokeismo, de que la diversidad y la inclusión en la educación son algo pernicioso. Es esencialmente un ataque del Partido Republicano a las universidades liberales de élite con el fin de agitar a la base republicana y vencer en las elecciones nacionales. No tiene nada que ver con el antisemitismo ni con los judíos, ni con lo que específicamente está sucediendo en los campus. Tiene que ver con la campaña que ha estado llevando a cabo el Partido Republicano, cuyos líderes, en muchos casos, han respaldado el antisemitismo y cuyo dirigente principal, cuando era presidente, dijo que los nazis con antorchas que marcharon en 2017 hacia la Universidad de Virginia cantando «judíos, no nos reemplazarán» son buenas personas. Que estas personas ahora se atrevan a hablar de antisemitismo es obsceno.

Ahora bien, ¿hay algo de antisemitismo en los campus? Sin lugar a dudas, lo hay. ¿Existe antisemitismo en la sociedad estadounidense? Sin duda. Algunas de las manifestaciones fuera de los muros de los campus, por ejemplo, en la calle, han incluido cánticos que pueden haber sido antisemitas. Pero no suelen ser los casos señalados por los republicanos. Intifada, por ejemplo, no es un eslogan antisemita. La palabra significa «levantamiento». Es un llamado a levantarse contra una ocupación militar ilegal y violenta, que ya lleva 56 años. La ocupación produce resistencia. La ocupación napoleónica de España durante las guerras napoleónicas, la ocupación alemana de Europa occidental, todas las ocupaciones, produjeron resistencia. A veces es violenta, a veces son formas de resistencia repudiables. Eso no significa que haya antisemitismo en ellas. Si el pueblo que vino a Palestina para desposeer a sus habitantes nativos y crear su propio Estado fuera un grupo cristiano perseguido que creyera que su misión fue ordenada por Dios, ¿la resistencia a ellos o a su ideología sería anticristiana? No, sería una oposición a un proyecto colonial de asentamiento destinado a desposeer a los nativos. El hecho de que fueran cristianos, hindúes o budistas sería completamente irrelevante.

El hecho de que Israel sea un autoproclamado Estado judío no cambia esta cuestión. Se trata de un proyecto violento y la resistencia a él es inevitable. El propio Jabotinsky habló de eso. Lo cito extensamente en mi libro, porque, a diferencia de los líderes israelíes actuales y sus partidarios en Estados Unidos, él era muy franco: «Este es un proyecto colonial, la población nativa resistirá, tenemos que ganarles de mano». Eso es lo que ha estado sucediendo durante los últimos 100 años. No hay nada antisemita en la demanda de derechos palestinos o en la crítica al proyecto colonial sionista.

—Los estudiantes están pidiendo que se corten los vínculos entre las universidades y algunos proyectos militares en Israel. Algunos estudiantes piden, incluso, que se corten los vínculos con la academia israelí. ¿Cuál es su opinión al respecto?

—Las demandas estudiantiles varían de un lugar a otro. En algunos lugares de Europa y de Estados Unidos, las demandas son de desinversión de las empresas que apoyan la ocupación israelí. En algunos lugares, piden la desinversión de todos los fabricantes de armas, incluidos los que suministran armas a Israel. En otros campus, hay demandas de cortar los vínculos con las universidades israelíes. Hay más de 200 acampadas, 200 grupos de estudiantes, y cada uno tiene una posición diferente sobre estos temas.

Personalmente, creo que una de las armas más poderosas que se esgrimieron contra el apartheid en Sudáfrica es la del boicot, las desinversiones y las sanciones. Sudáfrica nos proporciona un modelo de resistencia. El llamado BDS es uno de los pocos medios pacíficos y efectivos para tratar de lograr el cambio. El boicot es una táctica bien establecida desde que los irlandeses la inventaron en el siglo XIX contra la ocupación inglesa. Se adoptó en Sudáfrica, en India, en el sur de Estados Unidos como una táctica exitosa contra la opresión, una táctica no violenta. Oponerse a ella significa que o querés que la gente sea violenta, o que acepten la opresión.

—En Estados Unidos hay investigaciones en curso de las autoridades universitarias para separar de sus cargos a algunos profesores bajo el entendido de que han dicho algo favorable a Hamás o a lo ocurrido el 7 de octubre. Se podría señalar también a un profesor y decir que no es idóneo para enseñar bajo el argumento de que es sionista y el sionismo es racista, por ejemplo. ¿Cuál es su punto de vista sobre la libertad académica en este clima tan conflictivo?

—Hay dos problemas aquí. Uno es la libertad de expresión, que está protegida constitucionalmente en Estados Unidos y que está amenazada en Europa. En particular, el gobierno no puede restringir ningún discurso según la primera enmienda a la Constitución de los Estados Unidos. Creo que esta libertad de expresión está siendo amenazada en los campus universitarios por el Partido Republicano y por algunos demócratas, con su intento de impedir que se hable en nombre de los palestinos, con la acusación, en la mayoría de los casos falsa, de que este discurso es antisemita.

La libertad académica es otra cosa. Es una forma de autorregulación de las universidades destinada a proteger a los profesores contra la presión externa. Los administradores autoritarios de las universidades, incluida la mía, se han doblegado ante estas presiones externas y están restringiendo la libertad académica o intentándolo. Los profesores se opondrán a ellos y veremos cuál es el resultado. Creo que tratar de impedir que alguien enseñe porque es propalestino o proisraelí es reprobable. Los estudiantes pueden decidir que no quieren ir a esas clases, pueden oponerse, claro.

Por otro lado, que la administración actúe ante la presión de fuerzas externas equivale a ceder el control de la universidad a actores políticos. Ese proceso está destruyendo la base de la autonomía de las universidades y está dañando la academia estadounidense. En algunos casos, me temo que tal vez el daño sea irreparable por una generación o más. Columbia ha resultado gravemente dañada por las acciones imprudentes de nuestra administración. El hecho de que muchas otras universidades hayan llegado a un acuerdo con los manifestantes muestra que la represión no es el único camino ni el correcto. Los dirigentes universitarios que participaron en esta represión han perjudicado a sus instituciones; pasarán a la posteridad por haber estado en el lado equivocado de la historia.

Archivos confiscados e historia oral

-Hace algunos años la prensa israelí informó que partes importantes de los archivos israelíes de los años de la Nakba, que historiadores israelíes y palestinos consultaban y que permitieron documentar la catástrofe, ya no son accesibles a los investigadores por decisiones del gobierno de Israel. En su libro usted habla también de documentos palestinos del período del Mandato británico que fueron confiscados por Israel, que los considera “propiedad abandonada”, un eufemismo para ocultar que se los robó a sus propietarios. ¿Cuáles son hoy las condiciones para que los historiadores puedan realizar investigaciones sobre la Nakba?

-La profesión histórica ha llegado a depender cada vez más, en lo que concierne a la historia moderna, de la historia oral. Tenemos una generación de supervivientes que, como ha sido el caso del genocidio armenio, como es el caso del Holocausto, ha podido complementar los registros de archivo con sus propias experiencias. Ahora bien, la historia oral tiene muchos desafíos. La memoria es falible después de un período largo de tiempo y es necesario cotejar los relatos con la documentación que se pueda encontrar. Hay muchos otros desafíos, pero la historia oral se ha llegado a considerar una fuente confiable para muchos eventos dramáticos, donde no existe documentación, o donde la documentación representa solo un lado de la historia, o donde ha sido destruida u ocultada.

Es cierto que luego de que los llamados “nuevos historiadores” en Israel comenzaron su trabajo, y básicamente demostraron que la Nakba ocurrió exactamente como decían los palestinos, a través de un proceso de digitalización y reclasificación una gran cantidad de documentos pasó a ya no estar disponible. Hay archivos importantes de la OLP, los Archivos del Centro de Investigación o los Archivos de la Sociedad de Estudios de Arte en Jerusalén y otros archivos y colecciones documentales o bibliotecas -como aquellas robadas a las familias que fueron expulsadas de Palestina-, que fueron depositados en la Biblioteca Nacional de Israel y solo pueden ser consultados por los investigadores que tienen acceso. Ahora bien, la mayoría de los investigadores no israelíes no tienen acceso. E incluso algunos investigadores israelíes que no son judío israelíes tampoco tienen acceso. Por eso la gente tiene que recurrir a otros métodos, como contratar asistentes de investigación que tengan las credenciales adecuadas para ayudarles. Usando esos métodos se pueden encontrar algunos de estos documentos. Otros, por supuesto, son simplemente inaccesibles debido a una política de ocultar la verdad.

La negación de la Nakba depende, en parte, de la retención de archivos. Por eso es que el gobierno turco dice carecer de archivos militares de la Primera Guerra Mundial. Pero ya sabemos y seguiremos sabiendo muchísimo sobre la Nakba. Como sabremos mucho sobre las atrocidades que ocurren hoy en Gaza, porque incluso si sus bibliotecas han sido destruidas, incluso si sus colecciones de documentos y archivos han sido eliminadas, como está sucediendo hoy, tendremos la historia oral, tendremos documentación.

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