Para quienes nuestra niñez y adolescencia transcurrió en esa década oscura del país que llamamos dictadura, las tapas de la revista argentina Humor Registrado (1978-1999), que llegaban como a hurtadillas de la vecina orilla, fueron algo así como el destape español tras la caída del franquismo, pero concentrado. Nos abrieron las ventanas a un universo que creíamos imposible. Vislumbramos lo que podía significar la sátira política. Intuimos el poder corrosivo del humor. Y supimos del arte de excelencia llevado al consumo popular. Carlos Nine (Haedo, 21 de febrero de 1944 – Olivos, 16 de julio de 2016) dominaba la ilusión del volumen como Maradona la pelota de fútbol, seducía con las tintas y acuarelas de nacarados brillos y transparencias como un firulete de bailarín de tango, y se atrevía al desparpajo formal de estrujar las figuras sin perder la fuerza y la contención expresiva como… en fin, significaba todo lo que algunos adolescentes soñábamos con hacer: dibujar y pintar bien, conmover con imágenes, lograr el color de la piel con la gracia de aquellos rostros hinchados y decadentes. Todo allí, en la tapa de una revista. Lo seguimos después en la también legendaria revista Fierro y en las poderosas ilustraciones de las Crónicas del Ángel Gris de Alejandro Dolina. Nine marcó época.
Había forjado su camino marchando en sentido contrario a la mayoría de sus colegas porteños: sólidamente formado en la academia transitó por la caricatura (en la ya mencionada Humor) y la historieta (Keko el Mago, el Patito Saubón) para, finalmente, conquistar un sitial artístico que no renegaba de la primera ni desconocía la importancia de las creaciones populares. Poseía una cultura vasta y socarrona que le permitía hilvanar en la misma conversación (lo entrevistamos en el año 2003 con motivo de una muestra en Montevideo) a Pugliese y el Cubismo (“a mí el tango me sirvió y me sirve para iluminar algún oscuro suburbio de la historia del arte. Sin ir más lejos, pude captar la idea básica del cubismo escuchando atentamente el tango ‘Arrabal’ de José Pascual, obviamente en la versión de Osvaldo Pugliese (…) en realidad, casi todo Pugliese consiste en desarmar un tema para armarlo nuevamente desde varios ángulos, tal como hicieron los cubistas con la perspectiva”), mencionando al pasar algún personaje entrañable de la infancia (“Olivia era deseada por Popeye, Wimpy, Bruto, e incluso era disputada por el propio padre de Popeye, un viejo totalmente carente de escrúpulos. Y lo más genial es que ella no desdeñaba ninguna posibilidad, ¡era fantásticamente promiscua dentro de un ámbito familiar!”). Fue un artista dúctil, virtuoso en técnicas como la acuarela, el pastel, la tinta, el óleo y la escultura, con las que fue construyendo algunos personajes que perdurarán por su espesor literario como lo mejor de la historieta moderna. Publicó libros infantiles en China y Estados Unidos y sus habituales colaboraciones en la prensa internacional (Clarín, Le Monde, The New York Times) le permitieron llevar adelante proyectos editoriales de inclasificable impronta autoral, como los libros Gesta Dei (Amok, París, 2000) y Fantagas (Sinsentido, Madrid, 2002). No le creímos entonces cuando dijo que sonaba soberbio: “Aunque suene soberbio debo decir que generalmente trabajo cuando tengo ganas. No es lo mismo, y el ojo avezado lo puede detectar, cuando algo se hace por encargo y con piloto automático que cuando a uno le viene la locura”. Y menos le creímos cuando afirmó: “Creo ser un atorrante que finge academia para neutralizar a la gilada”. No le creímos quizás porque formamos parte de la gilada o simplemente porque era trabajador e imaginativo como pocos y depurado en la técnica como ninguno. Donde quiera que esté, seguro continúa dibujando. Pues es la imaginación de sus miles de seguidores quienes le van detrás de la pisada o, mejor dicho, del trazo.