La corrección política es un lujo. Apenas la gente empieza a pasar hambre, el concepto se escapa por la puerta de atrás y busca asilo en los pupitres de alguna cátedra. El sábado pasado, durante su performance en Cosquín Rock, Dillom hizo una versión de «Sr. Cobranza» y actualizó la letra con algunos enroques por aquí y allá. Como tenía un nombre arrobado, la mayor parte de la atención se la llevó la primera estrofa: «A Caputo en la plaza lo tienen que matar». Sin embargo, casi nadie se detuvo en el desplazamiento del final. Así, en el preciso momento en el que se transaban los alcances de la ley ómnibus y el gas lacrimógeno tenía más salida que la nafta súper, un pibe de 23 años ponía una bomba de sentido en el Valle de Punilla: «En el Congreso/ se escuchan tiros/ son las armas de los pobres/ son los gritos argentinos». ¿Estuvo un poco zarpado? La respuesta está flotando en el viento: tiene que ser zarpado.
La canción de Las Manos de Filippi, popularizada por Bersuit, llevaba unos 25 años en el cajón de las herramientas. Debido a la respuesta inmediata, podemos inferir un par de cosas. La primera y la más importante: no es que la canción haya conservado su filo, sino que la piedra para afilarla reapareció en la Argentina como si fuera el monolito de 2001: Odisea del espacio. «Sr. Cobranza» sigue funcionando porque no es un manifiesto: es el monólogo enredado y a los tumbos de un desesperado. A Dillom, que trabaja con la impostura del border, le quedó como un traje a medida. La neurosis, el inventario, las teorías de boliche, la presión, las boqueadas, el delirio, las puteadas, la explosión. Cuando el protagonista finalmente grita «¡váyanse todos a la concha de su madre!», libera más energía que la bomba atómica, porque esa reacción en cadena arrancó mucho tiempo antes. Muchas canciones antes.
Casi al mismo tiempo, en un boliche de Buenos Aires, Ana Patané estaba presentando su disco Ajeno al tiempo: una relectura milonguera y camarística del repertorio de Hermética. Acompañada por dos cracs del circuito como Pablo Chihade y Julián Hermida, la cantante se viene metiendo con ese songbook del heavy metal criollo usando toda la libertad que le otorga su visa como fan y como artista. Su foja de servicios, en ese sentido, es reveladora: locutora, doblajista, música y guardaparques. Ahora la escuchamos cantando «Gil trabajador», pero hasta hace no mucho era la voz del canal Disney Junior y sigue siendo la encargada de los trabajos de conservación forestal en El Talar. Las canciones de Ricardo Iorio, qué duda cabe, son otra especie nativa.
Grabada originalmente en 1991, «Gil trabajador» es el punctum de Ácido argentino. La acción transcurre en la frontera entre la ciudad de Buenos Aires y los diferentes cordones del conurbano. Sitios de tránsito. Puentes. Estaciones de tren, paradas de colectivos. Todas esas esquinas donde los chicos de los tempranos noventa, conservados en «las bajas temperaturas del inconsciente» (Casas dixit), todavía escuchan rock pesado en casetes marca BASF. Toman vino Toro y venden ristras de ajo en el mercado central. Ya no es la tierra baldía de T. S. Eliot, es la tierra estomacal de Iorio.
Hay arcaísmos imposibles (heredad, por ejemplo) y algunos versos expresionistas marcados con clavos: «El tormento del vino artificial/ y su atmósfera parrillera». No es país para débiles: solo Osvaldo Lamborghini se sentiría a sus anchas. Como el Dios del Antiguo Testamento, la canción es impiadosa. Sin embargo, a pesar de que el trash suena como una sierra eléctrica, nunca hace leña del árbol caído. El sujeto lírico entra y sale: es el trabajador («prisionero estoy en mi ciudad natal»), pero puede verlo desde afuera («bestia humana que duermes aún»). Por eso toma conciencia. Por eso la canción nunca se agota, porque no tiene una sola dimensión. Porque señala la contradicción, pero ofrece el consuelo del abrazo: «De Pacheco a La Paternal/ de Dock Sud a Tres de Febrero/ mil amigos con el corazón/ esperan esta canción/ para atravesar/ el trago amargo de este mal momento/ mientras el mundo, policía y ladrón/ me bautiza sonriendo: gil trabajador».
Siguiendo la pista de la música urbana, Ana Patané y Pablo Chihade se lanzaron hacia el fondo ético de la canción y salieron con un arreglo de milonga. El aleteo zitarroseano de las guitarras establece un diálogo nuevo con esa voz femenina. A veces, lírica y precisa. A veces, ahuecada como si fuera un artefacto fantasma del folclore vikingo. La ecuación, aplicada a esta milonga proletaria, suena a la Patagonia que no sale en los carteles. Al cordón mugriento y suburbano de Bariloche. A los perros de Neuquén. A todos esos caminos de ripio que se pierden entre los tambores de la YPF y el viento de la estepa. En la voz de Patané, la canción trasciende el radio del pogo. Ahora el trabajador no solo es el arquetípico changarín. El metalúrgico, el frigorífico. Ahora también es la mucama y el chofer de Uber. La pupila de burdel. Los chicos de Rappi que votaron a Milei y ahora no tienen plata para ponerle nafta a la moto.
A todo esto, ¿qué diría Iorio? No lo sé. Musicalmente, nunca fue un reaccionario. Si bien su irrupción en el rock argentino está asociada a la confrontación con el jipismo tardío, apenas editó el disco Ayer deseo, hoy realidad (2008) quedó clarísimo por dónde andaba su formación afectiva: Pappo’s Blues y Vox Dei, obvio, pero también Spinetta, Roque Narvaja y hasta Miguel Abuelo. Por otro lado, el tipo siempre dialogó con otras tradiciones musicales. Todo el mundo conoce su devoción por José Larralde y la versión de «Desencuentro» que tocaba Almafuerte desde la época de Mundo guanaco (1995). Tal vez no todo el mundo recuerde los gatos, huaynos, loncomeos y rasguidos dobles que grabó con Flavio Cianciarulo en el disco Peso argento (1997). Iorio era un bravucón, pero la verdad es que hablaba con todos. Era, como decía Gombrowicz de sí mismo, la negación de su «aterrorizado interlocutor».
Así, durante la era dorada de la corrección política, Iorio se dedicó a escandalizar desprevenidos y se alineó con algunos personajes atroces. De la misma manera, en los tempranos noventa, cuando la mayoría estaba buscando estudios en Los Ángeles o mirando la isla de Caras con sus binoculares, Iorio escribió el repertorio completo de Ácido argentino. La mera tapa parece un mural de Berni: los jubilados, las vías del tren abandonadas, los indios (entonces no decíamos «pueblos originarios»), las Madres de Plaza de Mayo. Todos y cada uno de los arrojados al vacío por la mano invisible del mercado. ¿Y el resto qué carajos estaba haciendo?
En el otoño de 2017, el Chango Spasiuk se presentó en el Festival Nuestro de Tecnópolis junto a su septeto acústico. Entre las lecturas de Tránsito Cocomarola y su propio chamamé de cámara, Spasiuk hizo un alto para llamar al invitado central de la noche. Era una jugada audaz. De pronto, sobre el escenario clave del progresismo, se paró ese tipo que buena parte del público reconocía por sus intervenciones en el programa de Beto Casella. Vestía un sobretodo negro, llevaba el pecho en alto. «¿Cómo despreciar esta invitación de un grande?», se preguntó Iorio, con su voz final de toro herido. «Hablaría mal de mí. Ustedes saben que soy un metalero. No me da la oreja… pero sobra el corazón. Y el corazón se vende por quilo.»
Es inútil que lo busquen: no está en Wall Street. Cotiza en otra parte.
Futuro en pasado
El trago amargo de este mal momento
En unos meses, volvieron al ruedo dos temas centrales del cancionero social y argentino de los noventa. Ana Patané grabó «Gil trabajador» y Dillom tocó «Sr. Cobranza» en el Cosquín Rock. No hay que ser un genio para entender por qué.
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