En una deslucida e hipervigilada ceremonia en la sede de la Asamblea Nacional en Caracas, Nicolás Maduró juró para un tercer mandato como presidente de Venezuela. Al hacerlo, cerró el capítulo iniciado con las elecciones del 28 de julio de 2024, cuando el chavismo anunció unos resultados que no pudo demostrar, frente a una oposición que, a pesar de haber ganado, no logró reunir los recursos movilizatorios ni diplomáticos suficientes para «cobrar» su victoria con la candidatura de Edmundo González Urrutia, hoy exiliado en España. Pero si con la jura del 10 de enero Maduro consiguió salirse con la suya, también inició una etapa nueva en la historia política de la Revolución bolivariana: la ceremonia, desprovista de movilizaciones de apoyo y casi sin presencia internacional, dejó en evidencia su debilidad respecto de su base popular y el carácter de autoritarismo abierto de su gobierno.
RÉGIMEN CÍVICO-MILITAR
¿Cómo hizo Maduro para lograr sus objetivos? ¿Cómo consiguió llegar al 10 de enero liderando el proceso político, luego de haber cometido el que quizás fue el fraude más desprolijo de la historia latinoamericana? En primer lugar, mantuvo la unidad de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana. En los días previos a la jura, tanto la líder opositora María Corina Machado como Edmundo González repitieron los llamados a los militares a «respetar la Constitución» y «hacer cumplir la voluntad popular», con la expectativa de que los oficiales encargados del Plan República de organización y logística electoral, que habían visto con sus propios ojos la derrota del chavismo, se rebelaran contra las órdenes de sus superiores.
Sin embargo, los militares se mantuvieron leales. Desde su llegada al poder, en 1999, y en particular desde el golpe de Estado de 2002, Hugo Chávez entendió que el apoyo de las Fuerzas Armadas era imprescindible para su continuidad y se dio a la tarea de repolitizar las instituciones castrenses devolviéndoles el derecho al voto, premiando a los leales con ascensos hasta generar un estructura absurdamente macrocefálica (Venezuela tiene más generales que los países de la OTAN sumados) y obligándolos a adoptar una nueva fórmula de juramento, «Patria, socialismo o muerte», que cuatro años más tarde, ya enfermo y luego de su primera operación en Cuba, fue cambiada por Chávez por la menos funeraria «¡Patria socialista y victoria! ¡Viviremos y venceremos!».
Pero fue Maduro, un exdirigente sindical que carecía del influjo natural sobre la tropa del que siempre dispuso Chávez, quien terminó de construir el modelo actual, bajo el cual los militares no son un aliado, un socio o un apoyo del gobierno, sino que están integrados a él: constituyen un mismo dispositivo político, como en Cuba, justamente un país que Maduro estudió y conoció de joven. Por eso, cuando Maduro habla de «unión cívico-militar-policial perfecta», no está expresando un deseo, sino hablando de algo que existe y que conoce bien, porque él mismo lo creó.
¿Cómo se construyó este sistema? Por arriba, generales y almirantes controlan buena parte de los resortes básicos del Estado: la provisión de alimentos, la energía, el metro de Caracas, la minería (a través del holding de la Corporación Venezolana de Guayana), la producción de aluminio, acero y hierro, los puertos, las aduanas y el transporte de carga aéreo, y son dueños directos de un centenar de empresas bajo la órbita del Ministerio de Defensa. También, por supuesto, manejan la seguridad: tanto la Policía como los servicios de inteligencia están comandados por militares.
Por abajo, la lealtad se asegura mediante mecanismos también
muy concretos. Por decisión de Maduro, el transporte de gasolina y la venta minorista en las estaciones de servicio («bombonas») están a cargo de efectivos militares. En Venezuela, un tanque a precio subsidiado –habilitado a través del QR del Carnet de la Patria según el número de placa– ronda los cinco dólares, lo que crea filas eternas frente a los puntos de carga. Para evitar la fila, en la mayoría de las estaciones de servicio se crean colas paralelas, más rápidas, mediante el pago de un «peaje» (una coima) al oficial a cargo, tenientes o capitanes que de este modo logran triplicar o cuadriplicar su salario. Por supuesto que ningún motivo de seguridad hace necesario que los militares se ocupen de esta cuestión, pero este tipo de microprebendas, presentes en muchos otros aspectos de la vida cotidiana de los venezolanos, tienen un objetivo muy claro: elevar el costo que supondría un cambio de régimen para los militares, sean estos generales a cargo de ministerios o capitanes que reciben unos dólares en la aduana, cobran por protección en una mina de oro del Orinoco u organizan las filas para la carga de combustible.
Más orgánicamente, Maduro fortaleció los dos cuerpos que le responden directamente –la Guardia Nacional y la Guardia de Honor Presidencial– y designó en las posiciones estratégicas, aquellas de las que dependen directamente la tropa y el armamento –los «fierros»–, a efectivos de confianza. Paralelamente, fue desplegando un esfuerzo de vigilancia constante de los diferentes escalafones y un sostenido trabajo de inteligencia, que se ha ido perfeccionando mediante sucesivas purgas: de los 250 presos políticos que había antes del 28 de julio, se calculaba que la mitad eran militares. Las decisiones de sostener en el cargo a Vladimir Padrino López, que lo acompaña como ministro de Defensa desde 2014 y es el comandante real de las Fuerzas Armadas, y de renovar las cúpulas en octubre pasado buscaron reforzar este dispositivo.
LA OLA QUE NO FUE
La movilización popular poselectoral fue importante pero insuficiente. La hipótesis de una serie de marchas y protestas que, siguiendo el modelo de las «revoluciones de colores» ocurridas en algunos países del antiguo espacio soviético, alcanzaran una magnitud tal que forzara a un sector de los militares a romper con el gobierno no se verificó. No es la primera vez que esta idea fracasa. El frustrado plan La Salida, liderado por Machado y Leopoldo López en 2014, después de la primera elección de Maduro, buscaba este mismo objetivo, con la diferencia de que en aquel momento el chavismo había ganado, aunque por poco, las elecciones presidenciales (el Consejo Nacional Electoral comunicó los resultados desglosados por centro y mesa de votación y el Partido Socialista Unido de Venezuela publicó en su web las famosas actas). El intento volvió a repetirse, en un contexto mucho más violento, en 2017, luego de que el gobierno desconociera en los hechos el resultado de las legislativas de 2015, que le dieron la mayoría parlamentaria a la oposición, relegara al Poder Legislativo y bloqueara la convocatoria a un referéndum revocatorio. Si en aquellos dos ciclos efectivamente pareció que por momentos Maduro estaba perdiendo el control de la situación, esta vez las movilizaciones fueron menos masivas.
El aparato represivo bolivariano se desplegó preventivamente y con su habitual eficacia. Sucede que Venezuela no es, como se dice a veces, un «Estado fallido», como Haití o Siria. Por supuesto que el Estado venezolano es incapaz de prestar servicios públicos de calidad y aun de ejercer funciones más básicas: por ejemplo, no puede garantizar la estabilidad de la moneda (por eso la dolarización sui géneris implementada por Maduro) ni asegurar el monopolio de la coerción en todo su territorio (por eso hay zonas enteras bajo dominio de algún tipo de organización criminal). Pero al mismo tiempo, y producto de su necesidad de supervivencia, es un Estado fuerte a la hora de desplegar mecanismos de vigilancia social, con servicios de inteligencia muy entrenados para detectar y neutralizar la disidencia.
En los días previos a la juramentación de Maduro, Diosdado Cabello, representante del ala dura, se hizo filmar disparando una escopeta en la inauguración de un complejo militar y patrullando las calles de Caracas, mientras que Alexander Granko Arteaga, el temible coronel a cargo de la Dirección General de Contrainteligencia Militar, denunciado por torturas y violaciones a los derechos humanos, difundió imágenes en las que se lo veía rodeado de un escuadrón de robocops provistos de armas de última generación en la base aérea La Carlota. Para el 9 y el 10 de enero, el chavismo convocó a sus seguidores a concentrarse en los mismos puntos que la oposición, como forma de disuadir cualquier intento de movilización masiva.
Pero la debilidad de las marchas opositoras se explica por motivos que van más allá del mero amedrentamiento. Como señalamos, las protestas del 9 de enero, al igual que las realizadas en julio del año pasado, después de las elecciones, fueron menos importantes –y más pacíficas– que las de 2014 y 2017. El sueño de una rebelión popular incontenible, una ola imparable, se desvaneció. Y en este sentido resulta curioso que la explicación más básica se suela pasar por alto, pese a que las ciencias sociales la conceptualizaron hace más de medio siglo. Simplemente sucedió que, privados de «voz», 7 millones y medio de venezolanos eligieron lo que el economista y ensayista alemán Albert O. Hirschman denominaba salida, y al emigrar le quitaron a la oposición parte de la masa crítica necesaria para saturar las calles.
Es un juego ambiguo el que juega el chavismo. En las semanas anteriores a la jura, el gobierno aceptó el regreso del equipo del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, que había sido expulsado luego de las protestas de julio, y liberó a algunos de los detenidos políticos, incluidos casi todos los adolescentes (según estimaciones del Foro Penal, aún quedan unos 1.200 presos políticos). Pero en los días previos a la jura aumentó la presión represiva y se detuvo al yerno de González Urrutia en una escena espantosa (se lo llevaron cuando estaba acompañando a sus hijos a la escuela), al excandidato presidencial Enrique Márquez, un dirigente de perfil moderado con vínculos con el chavismo y apoyado en las últimas elecciones por el Partido Comunista, y al conocido activista Carlos Correa. La confusión y la ambigüedad son partes esenciales del funcionamiento del «autoritarismo caótico» bolivariano. En los días previos a la jura, Cabello se negó a explicar si había una orden de captura vigente contra Machado, que el 9 de enero salió de la «clandestinidad» y apareció en una manifestación en Chacao, en el este rico de Caracas, y protagonizó un episodio confuso: fue detenida mientras abandonaba el acto, retenida durante un rato y luego liberada, probablemente como consecuencia de disidencias dentro del chavismo.
Un último factor explica el fracaso de la movilización opositora: después de casi una década de crisis, hiperinflación y conflicto político, la sociedad venezolana claramente no quiere la continuidad del chavismo, pero tampoco parece tener muchas ganas de volver a la época de cuasi guerra civil de 2014-2020. La estabilidad lograda gracias a la dolarización y el crecimiento por rebote de los últimos tres años (12 por ciento en 2022, 5 por ciento en 2023 y 9 por ciento en 2024) son valorados, más allá de la posición crítica frente al gobierno. La «perestroika tropical» concretada por Maduro en los últimos años, que incluyó un severo ajuste fiscal, la liberalización de muchas actividades e incluso la silenciosa reprivatización de algunas empresas, posibilitó una alianza, implícita pero real, con parte de las élites económicas. En paralelo, se va instalando resignadamente la idea de que el país ya no es –ni volverá a ser– el paraíso petrolero de vida fácil que muchos recuerdan. El reflejo de todo esto es la despolitización de amplios sectores sociales, el vuelco a los emprendimientos privados (hay un boom de emprendedurismo) y un auge del evangelismo y las religiones alternativas, todas formas de darle un sentido a la vida para quienes decidieron quedarse en Venezuela.
Así como no es verdad que el Estado venezolano sea un Estado fallido, tampoco es cierto que Maduro esté totalmente aislado. Cuenta con el apoyo de China, que aunque interrumpió el flujo de créditos mantiene la relación comercial, las inversiones directas en infraestructura y la asistencia política; de Rusia, que le provee armas, apoyo logístico para la industria hidrocarburífera y respaldo financiero, y de potencias intermedias como Irán, Turquía y la India (la vicepresidenta Delcy Rodríguez estuvo en Nueva Delhi un mes atrás). No se trata de relaciones de simple amistad, sino de vínculos que implican apoyo financiero, respaldo militar, mercados para la venta de minerales, proveedores de repuestos y piezas de recambio para la industria petrolera, provisión de alimentos y asistencia para burlar las sanciones económicas, por ejemplo, triangulando petróleo en altamar. Recordemos que unos años atrás, cuando el gobierno de Maduro atravesaba su momento más difícil, Irán fue clave para asegurar un mínimo de gasolina en Caracas y Turquía envió toneladas de alimentos (en 2020, las importaciones turcas llegaron a cubrir 70 por ciento de los productos de los Comités Locales de Abastecimiento y Producción, las cajas de asistencia del Estado, que Venezuela pagaba con oro para procesar en la refinería turca de Corum).
(Publicado originalmente en Nueva Sociedad. Brecha reproduce fragmentos.)
* José Natanson es periodista, politólogo, director de Le Monde Diplomatique edición Cono Sur y de la editorial Clave Intelectual. Su último libro es Venezuela: ensayo sobre la descomposición (Debate, Buenos Aires, 2024).