El último de los más grandes - Semanario Brecha

El último de los más grandes

Ya no podremos decir “el más grande bandoneonista vivo es Leopoldo Federico” (1927-2014). Tampoco “qué bien que se mantiene”, porque a sus 87 años el maravilloso músico conservaba su estampa de porteño elegante, robusto y de aspecto invariablemente joven.

Tampoco podremos sorprendernos con sus nuevos trabajos, que llegaban una y otra vez, y con las distinciones merecidísimas que recibió, como los dos Grammy Latino y el título de ciudadano ilustre de la ciudad de Buenos Aires.

Federico se sentía un laburante, y como tal defendía los derechos de los ejecutantes presidiendo, aún a sus 87 años, la Asociación Argentina de Intérpretes. También se sentía afortunado por la vida que tuvo, diciendo “me saqué la lotería”, y asegurando que si pudiese volver atrás viviría exactamente la misma existencia de músico unánimemente admirado por colegas, público y críticos.

Su trayectoria es casi un diccionario del “quién es quién” del tango: arrancó cuando adolescente en 1944 en la orquesta de Juan Carlos Cobián y luego integró las orquestas de Alfredo Gobbi, Osmar Maderna, Héctor Stamponi, Mariano Mores, Carlos di Sarli y Horacio Salgán. Fue llamado en 1955 por Astor Piazzolla para integrar el legendario Octeto Buenos Aires, hecho que Leopoldo Federico catalogó recientemente en una entrevista como “una culminación”.

En 1959 grabó su primer disco al frente de su orquesta. Acompañó luego al notable cantante Alberto Marino, y entre 1959 y 1964 grabó 64 temas con su orquesta junto a Julio Sosa para el sello Cbs, entre los que aparecen joyas como “El firulete”, “Nada”, “Rencor” y una insólita y exitosísima versión de “La Cumparsita” con un impagable recitado a cargo de Sosa que quedó como un clásico. La muerte del gran cantor de Las Piedras afectó profundamente a Federico, quien además de la relación laboral mantenía con él una amistad estrechísima, al punto que luego de esa muerte le llevó años reinsertarse en el más alto nivel del tango, donde su fueye volvería a unir tradición con vanguardia como tal vez nadie más pudo hacerlo.

Lo vimos en el año 2004, todavía erguido, sonriente y, por supuesto, maravilloso en el fueye, en el notable documental Café de los maestros, una producción de Gustavo Santaolalla donde de algún modo se emulaba lo hecho por Ry Cooder con los viejos músicos cubanos en Buena Vista Social Club, ya que además de Federico aparecen glorias como Mariano Mores, Horacio Salgán, Ubaldo de Lío, Virginia Luque y la uruguaya Lágrima Ríos.
Federico no tuvo el fraseo canyengue lerdo y mágico del gordo Troilo ni el endemoniado fraseo vanguardista de Piazzolla, pero fue un virtuoso impresionante, dueño de una técnica perfecta y un sonido enorme, apabullante, que no era otra cosa que el reflejo exacto de la grandiosidad de la Buenos Aires que lo vio nacer y morir y convertirse en un pedazo inmenso de la historia del tango.

Es difícil concebir al tango porteño sin el bandoneón. Pero más difícil aun sin el bandoneón de Leopoldo Federico.

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