En las últimas semanas se conocieron algunos estudios de opinión pública que indican que la seguridad es el principal problema de los uruguayos. Para la encuesta de Equipos, el resultado es bastante contundente: el 43 por ciento consideró que la seguridad es el principal problema, el 29 por ciento, el empleo y el 23 por ciento, la situación económica. Una distribución esperable, aunque lejos de los valores registrados en 2019, cuando el 74 por ciento consideró la seguridad como principal preocupación. Por su parte, el estudio de la Usina de Percepción Ciudadana ofrece una evidencia más cerrada: el 20 por ciento ubica a la seguridad como el principal problema, el 17 por ciento, al trabajo y el 16 por ciento, a la economía, aunque hay un 58 por ciento que considera que la seguridad debe ingresar como tema de campaña electoral. Sin embargo, sacar conclusiones a partir de este indicador tiene sus riesgos, ya que todas las preocupaciones son relativas y la forma en que se ordenan los asuntos depende mucho tanto de un sentido común generalizado como de las coyunturas de las discusiones públicas. Estos datos de encuesta no indican nada sobre el alcance del problema en sí, ni siquiera sobre el deterioro real de la situación. La seguridad se vuelve preocupación prioritaria por la existencia de una sensibilidad de época, modelada desde hace mucho tiempo por distintos intereses institucionales y políticos, a tal punto que hoy en día sirve como escenario para tramitar disputas político-electorales. La seguridad ha sufrido un proceso de cosificación política y ha devenido en un conjunto de reacciones automáticas en contextos concretos. La intensidad noticiosa y las controversias políticas de alta visibilidad hacen que el asunto escale en los sondeos de opinión, y a partir de ese dato los actores políticos lo incorporan como estrategia decisiva para obtener atención y adhesiones. Nadie quiere quedar fuera de una conversación que supuestamente interesa a todo el mundo.
En este punto, podemos ser más precisos. En rigor, las representaciones sociales sobre la inseguridad (que lejos están de ser homogéneas) varían de acuerdo al comportamiento de tres factores fundamentales. En primer lugar, por el peso de la propia victimización, es decir, por las experiencias directas o cercanas con el delito. En segundo lugar, por la incidencia que tienen los medios de comunicación como productores y reproductores de eventos y narrativas sobre la violencia y el delito, que priorizan qué relatos tendrán visibilidad y cuáles no. En tercer lugar, por el grado de confianza que las personas tienen en los soportes institucionales para enfrentar situaciones de inseguridad o vulnerabilidad, en particular las instituciones que conforman el sistema de control del delito (en este rubro, la geografía de la desconfianza también es muy heterogénea). En definitiva, no negamos que puedan existir otros factores que incidan sobre las representaciones y los sentimientos de inseguridad, y mucho menos que estos tres que hemos mencionado se combinen de formas muy variadas. Sin embargo, en este artículo queremos detenernos en el primer asunto, el que hace a la producción de delitos y victimización en nuestra sociedad.
A riesgo de reiterarnos, identificamos cuatro aspectos decisivos que hacen a la criminalidad del presente. El primero se vincula con la prevalencia y la significación de las muertes violentas, en especial los homicidios. Desde hace más de una década este asunto ha adquirido dimensiones difíciles de disimular. A partir de 2012 se produjo un quiebre en la tasa de homicidios en el país, con un proceso ascendente y consolidado hasta hoy (en ese proceso, algunos años recientes tuvieron tasas más o menos semejantes a las de ciertos años de la década del 90, asunto que ha sido poco señalado). Aun con la incidencia de la pandemia, tendencialmente los homicidios no tuvieron retrocesos. En efecto, durante 2023, además del incremento en la cantidad de tentativas de homicidios, sus rasgos más salientes se mantuvieron reforzados: los que mueren son mayoritariamente jóvenes varones, concentrados en espacios territoriales del alta precariedad socioeconómica, ultimados por armas de fuego y sometidos a interacciones cotidianas de violencia de alta complejidad (en las que la violencia instrumental y la violencia expresiva se funden). Estamos ante un problema cristalizado, que constituye un desafío mayor para cualquier estrategia de respuesta, sobre todo porque hay una total ausencia de reflexión sobre las graves consecuencias que ha ocasionado la aplicación de estrategias policiales y penales en los últimos lustros.
El segundo aspecto se relaciona con un mundo amplio de violencias y delitos que las estadísticas oficiales reducen a cuatro tipos delictivos (hurtos, rapiñas, abigeato y violencia doméstica). Incluso podría decirse que las formas más relevantes de violencias no delictivas (como los suicidios y los accidentes de tránsito) han quedado hace años desacopladas de las cifras oficiales y de la necesidad de tener lecturas integrales de los distintos fenómenos. Pero cuando hablamos de delitos masivos y generalizados, los que supuestamente condicionan el sentimiento de inseguridad de la población, nos estamos refiriendo a los delitos contra la propiedad (reducidos, también oficialmente, a hurtos y rapiñas). Según el punto de vista de las actuales autoridades, estos delitos han descendido en los últimos años, al punto de afirmar que la situación de seguridad es mejor que en 2019. Además de reduccionista y unilateral, ese razonamiento es temerario. Ya hemos señalado, una y otra vez, los problemas que surgen de tomar como tendencias reales del delito las que se dibujan a partir de los datos de denuncias policiales. Pero hay otras evidencias que deben incorporarse al debate, como, por ejemplo, las que surgen de la medición de victimización a partir de encuestas. En otro artículo1 hemos comentado cómo las encuestas del Latinobarómetro mostraban para Uruguay un crecimiento de la victimización (individual y del hogar) en 2020 en comparación con la registrada en 2018. Ahora disponemos de una nueva encuesta que señala, para la primera mitad de 2023, dos asuntos importantes: la victimización delictiva en Uruguay es casi idéntica al promedio latinoamericano (siempre estuvo por debajo hasta la medición de 2020) y la victimización para los últimos dos años se mantiene incambiada, con un valor cercano al 30 por ciento. No empeoró, pero tampoco retrocedió, como se quiere hacer creer desde ciertos espacios institucionales.
El tercer punto toma en cuenta las variadas formas de victimización por violencia de género, las que también parecen quedar fuera de las tendencias a la hora de discutir sobre seguridad a pesar de su alta prevalencia e impacto. Aun con mayor visibilidad de estos asuntos, las evidencias consolidadas sobre la violencia de género y los distintos tipos de delitos sexuales permanecen fragmentadas, dispersas y sin un criterio de construcción metodológica que permita estimar y monitorear la magnitud de estos fenómenos. Tenemos emergentes claros, casos resonantes, sin embargo, estas realidades no logran una traducción política generalizable que le otorgue a las respuestas institucionales el nivel de prioridad que requieren. En la última encuesta del Latinobarómetro, ante la pregunta de cuáles eran las manifestaciones de violencia más frecuentes en la zonas donde se vive, la distribución de las respuestas fue la siguiente: violencia en las calles, 51 por ciento; violencia verbal, 39,2 por ciento; violencia intrafamiliar hacia las mujeres, 27,8 por ciento; violencia intrafamiliar hacia niños y niñas, 25,2 por ciento.
Por fin, en el último tiempo hay una percepción extendida sobre el incremento de la actividad del crimen organizado en nuestro país. Indicios, preocupaciones y reacciones se han acumulado ante una dinámica delictiva que tiene conexiones globales y un largo trayecto de consolidación en el país. En general, se señalan tres cosas básicas: 1) desde hace mucho, nuestro país ha sido un escenario de tránsito para el gran narcotráfico y eso ha requerido redes internas para la logística y la distribución que parecen haberse afianzado en los últimos años; 2) no son pocas las voces que afirman que la organización y el poder de fuego de los grupos delictivos pueden llegar a ser mayores que los de la Policía; 3) la focalización en el microtráfico, y sobre todo en los territorios más vulnerables, lo que ha dado como resultado operativos, allanamientos, demoliciones, encierro. En términos discursivos, primero fue el «flagelo de las drogas» y el consumo de pasta base, más tarde, se habló de procesos de «favelización» y de la multiplicación de «lúmpenes-consumidores» que eran funcionales a los intereses de organizaciones locales y, ahora, esta idea de «crimen organizado», que ha adquirido cierta centralidad política y con ello se construye una categoría vacía y totalizadora que opera como un recurso autosuficiente para explicar todo lo que ocurre.
Aun en su formulación simplificada y segmentada, estos cuatro puntos son especialmente elocuentes sobre la situación de violencia y criminalidad en el país. Su simple enunciación nos muestra lo lejos que estamos de formular diagnósticos completos y de producir evidencia más robusta, y lo cerca que sí estamos de una agenda política sobredeterminada por una conversación interesada y selectiva. Aquí hay una distancia apreciable que es imprescindible comenzar a reducir. Si miramos con atención, lo que tenemos en el menú es una política expresiva (ahora la moda es acercarse a las soluciones estilo Bukele) o bien ciertos reflejos tecnocráticos que consideran que los problemas de la seguridad se pilotean como si fueran variables macroeconómicas o epidemiológicas (regulación, control, inteligencia policial, nueva racionalidad de gestión). En esas aguas navegamos, entre la promesa de la severidad y la promesa del control, ambas pensadas y diseñadas para dejar los problemas estructurales tal como están.
- Véase «Recalculando», Brecha, 1-IX-23.