También es conocida como “Iron Maggie”, apodo que se ganó durante su época al frente de la Secretaría de Inmigración, cuando las concesiones de asilo se redujeron casi a la mitad y se aceleraron los trámites para expulsar de su país tanto a refugiados de países en guerra como a pacientes enfermos de Vih. Pero no es exactamente política (o sí, definitivamente lo es) la polémica disparada en las redes sociales debido a su designación para ese cargo en el país flamenco. El asunto se reduce a que Maggie de Block, de 52 años y médica de profesión, pesa 127 quilos, algo que la medicina define como un caso de obesidad mórbida. Pese a sus pestilentes concepciones inmigratorias –o precisamente gracias a ellas– la nueva ministra cuenta con gran popularidad en Bélgica, y no fueron pocas las veces en que se la postuló para ocupar el cargo de primera ministra.
Y sin embargo un mero twit del periodista Tom van de Weghe consiguió alertar a todos los medios belgas, inaugurando una polémica que no parece hilar sus hebras con demasiada fineza. Van de Weghe desacredita la idoneidad (la “credibilidad”) de De Block para asumir un cargo en la salud pública y combatir la obesidad en un país en el que, según datos de 2008 de la Oms, el 47 por ciento de la población adulta sufre de sobrepeso. Lo cierto es que las caricaturas mediáticas se han encarnizado con ella y que las argumentaciones que suscriben la posición de De Wehge se han vuelto cada vez más agresivas, para caer definitivamente en el insulto, y en uno no exento de ribetes gruesamente machistas. Instigada a responder por el asunto, la flamante ministra se defiende alegando su idoneidad y preparación para el cargo, y anteponiendo a su imagen física el hecho de que “un médico es una persona de carne y hueso. Mis pacientes no se fijan en mis medidas, sino en la calidad de mis cuidados”.
El episodio parece oportuno para pensar algunas cosas y preguntarse por otras. Para empezar, se desconocen las razones privadas de la obesidad de esta mujer, y parece estar bien que así sea. No parece pertinente pedírselas, como no se exige tampoco conocer los motivos de la delgadez extrema de algunos políticos del mundo: se trata de asuntos concernientes a la irrestricta privacidad de las personas. En cuanto al atajo de la “credibilidad” y la representación –una médica obesa al comando de la salud–, todo parece tratarse de un porfiado ardid hipócrita que se desarma por un lado para volver a armarse por otro. ¿O es que no nos pondríamos al cuidado de quien consideremos sea el mejor oncólogo a nuestro alcance para frenar un cáncer de pulmón por el hecho de que el señor médico pita como un desquiciado?
Y luego: ¿cambiaría en algo que la obesidad de esa ministra fuera fruto de una exactísima adicción a los alimentos y no respondiera a otras variables posibles, entre ellas las multifactoriales? Sí, cambiaría. Para el caso de los gordos, parecen resultar civilizadamente disculpables los desarreglos hormonales y otras patologías de base, pero la adicción (como se sabe también una patología, pero que no logra deshacerse de los estigmas del “vicio”) resulta definitivamente odiosa. “Manga de gordos voraces…”: más o menos así la versión menos violenta con que es formulado el asco al que a no poca gente le despierta la obesidad. Una fobia que generalmente va a esconderse tras la coartada de la salud y sus predicamentos libres de pecado y controversia. La fobia a la gordura, como sucede con tantas cosas, tiende a ser irracional. ¿Pero acaso no sería bueno que quienes se patrocinan a sí mismas como personas racionales se dieran el permiso de revisarla y combatirla dentro del propio “contorno”?