Los hijos de Dios (Anglo, sala 2), de Agustín Urrutia, dirigida por Emilio Gallardo, trae consigo la curiosidad de reunir a dos conocidas figuras del deporte, Enrique Peña y Obdulio Trasante, animando una velada a lo largo de la cual dialogan, se toman un poco el pelo y hasta se atreven a componer siluetas adicionales, sin perder de vista a una platea cómplice que invocan cada pocos minutos sin trabas a la vista. A pesar de que ya se ha dicho que el teatro y el fútbol comparten el rasgo de ser ocupaciones que sin duda demandan una labor de equipo, sorprende ver a los mencionados colegas –y ex rivales– empeñados en medirse sobre un escenario, desafío que llevan adelante –habida cuenta de que a uno de ellos se le escape más de una vez un “hayamos” mal acentuado– con la debida armonía e inesperada comodidad, más allá del escaso ingenio de un texto que incorpora al propio joven director en el papel de –nada más ni nada menos– Dios. Modestamente, agregaría Vittorio Gassman.
Adorables criaturas (La Candela), del venezolano José Gabriel Núñez, con dirección de Marcelino Duffau, presenta a los muy bien entrenados Carlos Sorriba y César Díaz transformados en mujeres que, en un comienzo, utilizan las técnicas del unipersonal y luego se reúnen en un contrapunto a propósito de dos señoras maduras y al parecer muy respetables que observan a un grupo de atractivos deportistas que terminan por turbar su conversación. Por cierto que el mencionado dúo y las demás caracterizaciones femeninas que le anteceden rivalizan en simulaciones, pacatería y otros signos de falso puritanismo que encubren razonamientos y ocurrencias bastante menos inocentes, que el autor de Barro negro explora con la impiedad del caso. El egoísmo, la envidia, el encubrimiento y las malas intenciones se dan entonces cita en un conjunto de siluetas que Sorriba y Díaz dibujan con precisión y Duffau pone en movimiento buscando disimular la fragmentación de una serie de secuencias de tono más bien independiente. Las risas obtenidas, más que a los trazos del propio Núñez, pueden así atribuirse a las graciosas composiciones de los actores y a la mano de un Duffau que sabe qué hacer con ellos.