Jorge Barreiro (Montevideo, 1955) es periodista. Escribió en varios medios uruguayos (Cuadernos de Marcha, La República, Brecha, entre otros) y del extranjero (El Viejo Topo, Monthly Review). Desde hace años mantiene el blog “Dudas razonables” y antes compartió otro con Miguel Peirano, “Criticar es fácil”. Había publicado Lo real y lo imaginario del socialismo (1988), libro con el cual dice tener ya serias discrepancias, y El transporte no camina (2002). H Editores publica ahora este volumen, que recoge 48 ensayos breves –editados y expurgados de sus facetas más coyunturales– de los aproximadamente 120 que publicó en sus blogs desde 2005 a la fecha.
Este libro es, en su conjunto, un elogio de la política, que es también un elogio de lo público, de lo universal y de lo fundado en razones (en argumentos), por oposición a lo privado, a lo puramente particular y a lo fundado en rasgos identitarios, ya sean personales o colectivos.
Barreiro escribe en el contexto de la creciente legitimidad que han conquistado en las sociedades modernas y en la política democrática las reivindicaciones identitarias en sus más variadas formas y manifestaciones. Escribe, pues, contra la corriente. Contra la corriente mayoritaria de una cultura que ha decidido celebrar las diferencias y los particularismos en detrimento (como es inevitable) de lo común. La reivindicación identitaria hace valer “lo propio” y busca o demanda el reconocimiento ajeno. La política (al menos la política cuyo elogio emprende Barreiro) se interesa en cambio por el bien común y por la justicia.
Contra la celebración de las diferencias y de las particularidades, Barreiro celebra la que considera una de las mayores conquistas de la modernidad: la emancipación del individuo de su grupo de pertenencia, de su “tribu”, del ámbito reducido en que se codea con sus iguales en un sentido restringido, es decir, aquellos otros individuos que comparten con él una diferencia específica que los agrupa y los separa del resto. La gran conquista de la modernidad que Barreiro no sólo celebra sino que defiende con argumentos es, pues, la de haber construido un sentido de la igualdad no restringido ni particularista; un sentido de la igualdad que alcanza a todos los hombres. Esto es: un sentido universalista de la igualdad. Se trata de la construcción histórica de la idea según la cual los individuos tienen derechos al margen de su religión, su raza, su etnia, su nación y su clase social. Es decir que tienen derechos universales. La construcción de la universalidad de los derechos por oposición a los particularismos de la identidad es la gran contribución de la modernidad filosófica a la política.
Lo que Barreiro viene a decirnos, a fin de cuentas, es que una política de la identidad, del reconocimiento, de la celebración de las particularidades y de las diferencias, es una contradicción en los términos, toda vez que esas identidades que se reivindican sean pensadas como construcciones anteriores a la política, esenciales o inmutables (es decir: toda vez que sean pensadas como algo que no se elige, sino que a uno le cae encima, como algo que le viene dado desde los orígenes). Ese tipo de identidades tradicionales (raciales, étnicas, nacionales, religiosas) representan en la escena política más bien un freno atávico antes que un lugar legítimo desde el cual discutir los problemas y los asuntos públicos. Desde luego que nadie debería renunciar a su identidad personal para ingresar al debate político, pero ser lo que se es –ser hombre o mujer, ser blanco o negro, ser católico, protestante o ateo, o no ser ninguna de esas cosas– no representa una virtud ni un elemento que deba ser tomado ni a favor ni en contra. La política no es un asunto de identidades sino de argumentos, de dar y recibir razones (algunas mejores y otras peores) para la acción. Si estuviéramos abocados a vivir nuestra identidad y nuestra condición social como un destino irrevocable, la política estaría de más, sobraría, o simplemente sería una actividad imposible.
Lo que Barreiro cuestiona no es, desde luego, el derecho de cada cual a tener “su propia identidad”, sino la relación de esas identidades personales o grupales con la política. La pregunta que su libro aborda a todo lo largo (y que los numerosos ensayos que lo componen responden negativamente una y otra vez) es si la política debe ser una esfera en la que esas identidades particulares y pre políticas estén representadas como tales a los efectos de defender lo que es suyo, propio y específico, o si, por el contrario, debe ser un ámbito en el que esas diferencias estén sometidas a ciertas regulaciones universales que vienen dadas por los derechos y los deberes de los individuos.
No se trata, entonces, de negar las diferencias que existen entre las personas, ni de forzar una homogeneización tan imposible como indeseable, sino de reivindicar, como hizo en una época la izquierda, la igualdad fundamental de los individuos por encima de sus diferencias particulares de sexo, costumbres, religión, razas, etnias y otras. En este sentido, entonces, las reflexiones de Barreiro entroncan con los puntos de vista de la “vieja izquierda” por oposición a esa “nueva izquierda” culturalista y “posmoderna” que surgió en Europa y Estados Unidos en los años setenta del siglo pasado y cuyos ecos se extienden hasta el presente. Esa “nueva izquierda” asumió la defensa del derecho de los individuos a ser lo que son. Todo proyecto emancipatorio se redujo así a una u otra forma de lucha por el reconocimiento. El centro de las preocupaciones de la “vieja izquierda” estaba, en cambio, no en lo que somos, sino en lo que debemos ser. El problema de la utopía identitaria de que nos dejen ser lo que ya somos (o lo que nos gustaría llegar a ser) es el hecho de que la identidad es algo pleno, acabado, completo y que no está sometido a debate o a discusión: una alternativa entre muchas otras que exigimos nos sea respetada sin enjuiciamientos críticos, sin censuras, sin argumentos en contra ni objeciones de ninguna clase. En suma: sin discusión, sin crítica y, podría decirse, sin pensamiento.
En este sentido, las reflexiones de Barreiro, con ese aire “anticuado”, “chapado a la antigua” o “contra la corriente”, conectan en algún punto con otras reflexiones recientes, en este caso las de Sandino Núñez y el grupo que lo acompaña. Una diferencia importante es que los trabajos de Sandino Núñez parecen reivindicar la vieja idea de revolución como un corte abrupto, un acto o acontecimiento no político que resulta ser la condición de posibilidad para una nueva política, esto es, como una interrupción radical del orden histórico que inaugura un tiempo enteramente nuevo, mientras que Barreiro claramente reflexiona desde otro lugar, desde otros presupuestos teóricos y desde otra evaluación y balance de lo que fueron las experiencias revolucionarias de la izquierda de los siglos XIX y XX.
Barreiro militó en la izquierda revolucionaria en Uruguay (en el Fer 68, en el Movimiento 26 de Marzo y en el Mln Tupamaros) y siguió haciéndolo más tarde (en grupos de tendencia trotskista) en su exilio argentino y europeo hasta 1985. Sin embargo, ya no cree en la revolución. Algunos ensayos de este libro están dedicados precisamente a ajustar cuentas con la izquierda revolucionaria. Podría decirse que otra de las nociones que aparecen como trasfondo de este libro de Barreiro, no tematizada específicamente en ninguno de los ensayos, pero que flota en varios de ellos, es la idea de que no deberíamos confiar en que la violencia prepolítica generará las condiciones adecuadas para la política. En ese sentido, el mensaje de Ba-rreiro parece ser el siguiente: la política es una construcción trabajosa para la que no hay atajos ni salvoconductos.