El magnicidio de su presidente y el más reciente sismo despiertan, una vez más, los prejuicios internacionales sobre Haití. La prensa, los políticos, incluso los supuestos especialistas reiteran la perorata: la maldición de un país y de un pueblo punido por Dios por sus reiterados pecados. Nada más lejos de la realidad.
Haití no es el país más pobre de las Américas. Es su país más empobrecido. Todo comienza con su triple revolución independentista, calificada por Alejo Carpentier de «milagro» hecho realidad gracias a la creencia «en los poderes licantrópicos de Mackandal» (prólogo de El reino de este mundo).
La revolución haitiana fue percibida por Occidente como absurda e inaceptable. El hecho de que un grupo de negros esclavos y analfabetos infligieran una derrota al ejército considerado como el mejor entrenado y equipado de la época confronta y choca con el espíritu del tiempo.
Comandada por Charles Victoire Emmanuel Leclerc, cuñado de Napoleón Bonaparte, cuando ancla en el Cabo Francés, la Armée du Rhin exhala aún el olor a pólvora de múltiples victorias conquistadas en los campos de batalla europeos. Estamos frente a un hecho pionero: por primera vez en la historia, un ejército blanco es derrotado por Fuerzas Armadas de otra raza.
Los vencidos intentarán borrar de la memoria colectiva cualquier resquicio del desastre. Los vencedores sublimarán el heroico hecho transformándolo en partida de nacimiento de una nación y ejemplo a ser seguido por los pueblos entonces colonizados.
Luego de más de dos décadas, en 1826, se firma un tratado por el cual Francia reconoce la independencia y obtiene una compensación financiera equivalente a 27.000 millones de dólares actuales. Se abre así un ciclo de dependencia y endeudamiento que compromete el desarrollo económico e hipoteca el futuro de Haití hasta el pago total en 1947.
Estados Unidos acompaña a Francia en su estrategia de denegación de la existencia de Haití. El presidente Jefferson declara en 1801 que, en el supuesto de que la isla alcance la independencia, ella debería permanecer bajo control: «En tanto impidamos a los negros a que posean barcos, podremos dejarlos existir y seguir manteniendo contactos comerciales muy lucrativos entre ellos».
La estrategia de mantener a los haitianos prisioneros en su propia isla, haciendo que el mar del Caribe se transformase en una barrera insuperable, ha impedido que Haití dispusiese hasta hoy de una marina mercante. Más que un instrumento indispensable para integrarse a los flujos del comercio mundial, el barco significa intercambio de ideas y experiencias. Venidas de Haití, ambas son peligrosas.
La postura de Estados Unidos frente a la eventualidad de una Saint-Domingue independiente no deja lugar a la menor duda: «Haití puede existir como una gran aldea de cimarrones, un quilombo o un palenque. Pero ello no implica aceptarlo en el concierto de las naciones».
Los libertadores procederían de manera similar. Acorralado, deprimido y al borde del suicidio, un desesperado Simón Bolívar encuentra refugio en Jamaica en diciembre de 1815. Luego va a Les Cayes con lo que queda de su flota, recibe el apoyo haitiano y conduce, en mayo de 1816, una expedición a la costa este de Venezuela. Bolívar es derrotado y retorna a Haití buscando otra vez refugio y auxilio.
Una vez más, los arsenales haitianos proveen con fusiles y municiones a Bolívar, y 300 hombres adhieren a la empresa. Al comando de una flota de ocho barcos, el futuro libertador zarpa hacia Venezuela el 28 de diciembre de 1816 para, finalmente, ir al encuentro de su tan soñada victoria.
Sin el apoyo haitiano hubiese sido imposible la victoria bolivariana, como reconoció el mismo Bolívar al consultar a Alexandre Pétion acerca de la conveniencia de considerarlo «el autor de la liberación americana». El presidente haitiano jamás contestó. Había exigido una única condición, consistente en que, una vez lograda la soñada independencia, los libertadores se comprometiesen a abolir la esclavitud.
Promesa hecha. Promesa no cumplida. Los libertadores temían el posible contagio de las ideas y la violencia imperante en Santo Domingo. La victoria de los affranchis y de los esclavos constituyó una señal de alerta para los esclavistas de las Américas y una advertencia sobre las temibles consecuencias de la propagación de las ideas liberales de igualdad racial y derechos humanos universales.
Cuando se convoca al Congreso de Panamá, en 1826, con el objetivo de luchar contra la dispersión y en favor de la integración de América Latina, sorprendentemente Simón Bolívar invita a Estados Unidos, que, de plano, declina la comparecencia.
La invitación a Haití para formar parte del evento ni siquiera es considerada. El episodio marca la definitiva marginación del país en los asuntos continentales. Así se completa el círculo en torno a la turbulenta república negra y se inician los 200 años de la soledad haitiana en las relaciones internacionales.
Además de estas raíces históricas hay raíces contemporáneas. La flamante Constitución de 1987, la más democrática en la historia haitiana, indica la voluntad de los legisladores de hacer que el Poder Legislativo ejerza el control del Poder Ejecutivo. Obsesionados por la maldición del Palacio Nacional, según la cual los jefes de Estado, incluso aquellos electos por vías democráticas, se transforman en autócratas apenas instalados en el poder, los constituyentes deciden atarles sus manos obligando al primer ministro y a su gabinete a obtener mayoría parlamentaria.
En este régimen, el jefe del Poder Ejecutivo propone y el Parlamento dispone. Se trata, por tanto, de un régimen híbrido, puerta abierta a la crisis. El modelo constitucional prevé incompatibilidades entre el presidente de la república y el primer ministro. Algunos analistas llegan a ver en este un contrapoder de aquel. La bicefalia del Poder Ejecutivo haitiano constituye su tendón de Aquiles. Tal sistema electoral no satisface los fines previstos en los sistemas democráticos modernos. En estos, las elecciones ponen coto a la inestabilidad y a la ilegitimidad. Como ninguno de los 264 partidos que pierden la votación reconoce sus resultados, las elecciones se transforman en factores adicionales que atizan las crisis y provocan violencia.
De todas las experiencias recientes de transición política de dictaduras a democracias, la larga, caótica y siempre postergada democratización haitiana es la única que todavía no logra definir las reglas de juego adecuadas para la disputa por el poder y las alternancias necesarias. Los ejemplos de éxito apuntan en la misma dirección: los actores políticos deben, por un lado, curar las heridas del pasado y, por otro, establecer reglas de funcionamiento para el futuro.
Las transiciones políticas latinoamericanas que reimplantaron la democracia representativa sufrieron tensiones que, incluso, provocaron conflictos armados. Pero el común denominador fue la firma de un pacto de gobernabilidad por el cual las partes se obligaban a respetar las reglas del juego democrático, propiciando la convivencia pacífica entre las fuerzas políticas.
La transición haitiana no ha conocido hasta el momento semejante evolución. Los derrotados tienden tradicionalmente a contestar la legitimidad del pleito y el vencedor abusa de su poder intentando subyugar a la oposición. Ausente la firma de un pacto de libertades y garantías democráticas, es imposible la salvación.
* Profesor universitario y representante especial del secretario general de la Organización de los Estados Americanos en Haití (2009-2011) y en Nicaragua (2011-2013).) Autor entre otros libros de Les Nations Unies et le choléra en Haïti : coupables mais non responsables? y de L’échec de l’aide internationale à Haïti : dilemmes et égarements, ambos publicados por C3 Éditions en Puerto Príncipe. Estos libros están disponibles aún en español, inglés y portugués.