Días atrás, el Ministerio del Interior (MI) presentó dos investigaciones sobre temas de violencia y seguridad. Con la presencia de los propios académicos, las autoridades ministeriales resaltaron en conferencia de prensa el valor de los estudios en el contexto de la política actual. En un momento delicado en materia de criminalidad, las autoridades proyectan ahora un perfil más abierto al diálogo con la evidencia académica, lo que le da al discurso una impronta más racional y menos voluntarista. Como hemos señalado más de una vez, se trata de un intento muy tardío y poco convincente para un gobierno que ha desplegado acciones sin datos ni argumentos. Sin embargo, estos estudios fueron financiados por el propio MI en 2020 a través del Fondo Sectorial de Seguridad Ciudadana que impulsa la Agencia Nacional de Investigación e Innovación (ANII). Si bien el espíritu de esta convocatoria promueve investigaciones aplicadas que puedan servir de insumos a la política, siempre queda formulada la pregunta: ¿qué tipo de estudios se presentan a estos llamados y cuáles finalmente el MI decide financiar? Algunos académicos proponen cosas que consideran útiles e interesantes, y el ministerio selecciona aquello que, a priori, es más afín a su perspectiva última sobre los problemas de fondo. Es en ese contexto –restringido y controlado– que opera el diálogo entre la política y la ciencia.
En esta oportunidad queremos detenernos en el trabajo «Diagnóstico de los homicidios en Uruguay (2012-2022)», escrito por Emiliano Rojido, Ignacio Cano y Doriam Borges. El texto parte de una pretensión clara y compartible: evaluar las oportunidades de intervención para desplegar acciones preventivas en lo relativo a homicidios. Dada la intensidad del fenómeno en el país, el ejercicio es más que bienvenido. El estudio tiene una primera parte dedicada a reseñar las fuentes de información disponibles para extraer evidencias sobre los homicidios en Uruguay y a evaluar la calidad de los datos. Si bien la mirada sobre la información que se produce en el país es relativamente positiva, al punto que en los últimos años hay una saludable convergencia entre los datos que genera el MI y los que surgen de las estadísticas vitales del Ministerio de Salud Pública, hay una lista de problemas que merecen atención: no hay una desagregación precisa sobre los distintos tipos de muertes por agresión (más allá del homicidio intencional), no hay un registro sistemático sobre las personas abatidas por la propia Policía, hay una contabilidad de las muertes violentas por legítima defensa que nunca se conoce, hay una cantidad elevada de casos que quedan comprendidos en el renglón de «muertes dudosas», no hay posibilidad de acceder a microdatos sobre los homicidios para fines de investigación, y los registros de eventos deberían ser capaces de ampliar las variables analíticas para obtener estudios más afinados. Si bien la calidad de la información sobre los homicidios en Uruguay ha tenido avances en la última década, hay un cierto efecto de estancamiento y de rutina que no ha permitido acompasar el crecimiento y la relevancia que el fenómeno ha adquirido como preocupación central.
La segunda parte del estudio aborda el «diagnóstico objetivo» de los homicidios en Uruguay. A partir de los datos producidos por el Observatorio Nacional sobre Violencia y Criminalidad del MI, se construye una serie que abarca el período 2012-2022. Nada de lo que revela el diagnóstico se sale de lo que ya se conoce, de lo que viene circulando en el debate público y de lo que se desprende de los informes semestrales y anuales del propio observatorio: las víctimas son mayoritariamente hombres, jóvenes, con alta concentración en Montevideo y, dependiendo del tipo de homicidio, en los territorios con mayores niveles de vulnerabilidad socioeconómica. Un 63 por ciento de los homicidios ocurridos durante el período se concretó por armas de fuego, al tiempo que el porcentaje de esclarecimiento de los hechos varía según la modalidad de los homicidios. Un 34,1 por ciento de los casos no tiene un motivo asignado o conocido, asunto que dificulta cualquier análisis preciso sobre la composición y la heterogeneidad del fenómeno. El diagnóstico parte de la clasificación de motivos que realiza el observatorio (una clasificación muy discutible y que, además, no siempre coincide con las clasificaciones que se usan en los informes públicos) y la simplifica en cinco motivos principales. De allí se realiza un análisis de conglomerados que arroja una distribución más o menos esperable y, de nuevo, muy discutible en cuanto a los criterios y los nombres de la clasificación: primero aparecen los homicidios por «venganza y tráfico de drogas», luego lo que ocurre en el contexto de delitos «contra la propiedad» (robos, hurtos), más tarde los que se derivan de «discusiones», y, por último, las muertes violentas producidas en el contexto de las «relaciones sexuales o emocionales». Para ser justos y no abrir juicios definitivos, el informe anuncia una segunda parte dedicada a estudiar en profundidad la «etiología» de los homicidios y a revisar a fondo los propios criterios de clasificación del observatorio.
Leído el diagnóstico, las dudas y los vacíos persisten: las hipótesis son poco reveladoras, no hay estimaciones que permitan reconstruir ese 34 por ciento de homicidios sin «motivo», las explicaciones sobre el crecimiento de las «muertes dudosas» entre 2020 y 2022 suenan poco convincentes, no hay una focalización precisa en 2012 (año de quiebre de la serie) ni en 2018 (el año con mayor tasa de homicidios), y tampoco en la incidencia que la pandemia pudo tener sobre estos fenómenos. El «análisis objetivo» no registra movimiento alguno de procesos o dinámicas (incluidas las propias políticas de seguridad y de segregación punitiva aplicadas durante este tiempo) que den cuenta de los cambios y las inercias en la configuración de los homicidios. A la luz del alcance de este diagnóstico, hay otra conclusión más reveladora: luego de más de una década con crecimiento de los homicidios, es el propio observatorio el que debió producir estos insumos para el análisis y la discusión y promover abordajes más focalizados y completos capaces de tener una traducción en materia de política pública. Aquí hay una deficiencia radical de la gestión política del conocimiento sectorial, que este estudio no resuelve y que el supuesto diálogo actual entre la ciencia y la política está lejos de asumir.
A la larga, esto trae consecuencias sobre las partes siguientes del estudio que estamos reseñando. En efecto, el trabajo enumera los distintos programas que se han aplicado para la reducción de homicidios, una enumeración conocida y que los autores han realizado en trabajos anteriores. Soluciones a corto plazo, trabajar con «evidencias» y controlar las lecturas que hablan de «problemas estructurales» son los recursos discursivos a los que apelan los autores, llaves mágicas para captar la atención de autoridades y financiadores. Pero hay más: se habla de información científica, de conocer con precisión lo que funciona y lo que no, de reducir la influencia de los sesgos ideológicos, los intereses corporativos y las opiniones subjetivas, y se termina asegurando que el verdadero conocimiento sobre la violencia se produce en los países industrializados. Todo lo que el informe señala sobre programas y estrategias (focalizadas o no) para la reducción del homicidio tiene un valor indiscutible. Incluso el ensayo de propuestas para poder ejecutarlos en Uruguay abre posibilidades y escenarios que no deben desestimarse. Sin embargo, este discurso tecnocrático, que navega deliberadamente por fuera de razones fenomenológicas e institucionales, hace del conocimiento un calculado instrumento de servicios.
¿Estamos sosteniendo que estos aportes y perspectivas deben ser desestimados? De ninguna manera, todo lo contrario. Lo que queremos decir es otra cosa. Hay una debilidad política indisimulable a la hora de crear instrumentos sólidos de conocimiento y evaluación de las políticas de seguridad. En 12 años Uruguay ha visto duplicar sus tasas de homicidios, y no hemos contado con informes y estudios concluyentes. El diagnóstico que hemos comentado tampoco avanza en materia de conocimiento. Y, además, se obturan los diálogos y las síntesis con otras perspectivas de producción científica y conocimiento social que dan cuenta de la múltiple incidencia de los factores estructurales que mueven los hilos de la violencia y la criminalidad. Mientras la política y la ciencia se busquen esporádica y selectivamente, en lo relativo a seguridad seguiremos clavados en el mismo punto.