Patrick Modiano, Nobel 2014
El escritor francés no figuraba ni a placé en el sitio de apuestas Ladbrokes para el Nobel, donde hace semanas estaba instalado como inamovible favorito el keniano Ngugi wa Thiong’o, y tallaban la bielorrusa Svetlana Alexievich, Haruki Murakami, Joyce Carol Oates y Philip Roth en opción estadounidense, o el poeta sirio Adonais (mi candidato posible, dado que en mi corazón persiste el portugués Lobo Antunes).
Aunque imprevisto, Patrick Modiano no es un Nobel exótico por el que habrá que esperar que lleguen las traducciones en sellos heroicos de la industria editorial española. Premio Goncourt en 1978, Modiano estaba algo lejos de los reflectores, menos comentado quizá que Pascal Quignard, su compañero de generación y según versiones olvidado en Suecia, donde hace años que no era traducido al idioma de premiación. En Montevideo, en cambio, sus libros están disponibles en la colección Narrativas de Anagrama, y la página de Gussi, su distribuidor, muestra nueve títulos del francés entre los que destaca su Trilogía de la ocupación, las clásicas Calle de las tiendas oscuras (que le dio el Goncourt) y En el café de la juventud perdida y la más reciente La hierba de las noches (2012).
Los caminos del Nobel no son insondables. Se me hace que este premio, que para algunos desequilibra la balanza de rotación en favor de Francia, tiene también sus razones de estrategia geopolítica y no evita aquella polémica disposición del testamento de Alfred Nobel que explícitamente mandataba premiar una literatura que fuese “idealista” y aportase algo a los hombres. Es posible que este premio tenga sus sondables razones como un premio que responde a una Europa en crisis, habitada por el miedo y con rebrotes xenófobos.
HABLA MEMORIA. Patrick Modiano nació, como predestinado a lo que habría de escribir obsesivamente, en 1945. Fue un hijo de la posguerra, un babyboomer. Su apellido denuncia el origen italiano de Módena, de donde llegaron sus ancestros, pero fue por su condición de judío que su padre debió esconderse para evitar ser enviado a los campos. Por “revelar el universo de la ocupación” a través “de un arte de la memoria capaz de evocar los más ina-sibles destinos humanos”, argumentó el comité de la Academia Sueca, recuperando una memoria para Europa. Modiano “es el poeta de la ocupación y la voz de los desaparecidos”, dice con felicidad Rupert Thomson en el Guardian.
En Calle de las tiendas oscuras la acción se ubica en los años sesenta y el protagonista, Jean, reiterado álter ego del autor, es un detective amnésico que busca conocer su pasado. Sus investigaciones lo llevan al tiempo de la ocupación y al gran trauma moral del colaboracionismo. Modiano parece haber necesitado siempre de una perspectiva histórica para su literatura, y esa mirada al pasado es lo que paradójicamente le da actualidad. Trabaja el pasado como un secreto que se resiste a ser entregado. En 2009 respondía sobre el ocultamiento histórico de los hechos: “Francia ha tenido tabúes sobre la ocupación nazi y la guerra de Argelia, básicamente. Lo que me impresiona siempre es que esos tabúes históricos los encontramos reproducidos a pequeña escala, en las vidas individuales, en los casos concretos de la gente que olvida aspectos de su biografía. Y sin llegar a la amnesia, si usted pregunta a alguien por su pasado, lo va a transformar sin darse cuenta. Esos falsos testimonios me fascinan. Es novelesco, es novela negra. El novelista es un detective”. En la novela hay un pianista que, al estilo de Casablanca, toca “Que reste-t-il de nos amours?”, una canción que hace la pregunta que la novela busca responder. La pregunta histórica se superpone a la personal. Modiano dedicó la novela a su padre porque al terminarla supo que había muerto y ya hacía diez años que no sabía nada de él. El ajuste de cuentas con el padre lo hizo el autor en Un pedigrí, una memoria autobiográfica sobre su infancia y primera juventud que publicó en 2005 y está también disponible en Uruguay. Cuenta la muerte de su hermano Rudy, dos años menor y que murió apenas con 10. A Rudy le dedicó cada uno de sus ocho primeros libros. Confiesa que, aunque lo que cuenta en esa breve memoria está disperso en sus otros libros como ficción, precisó que transcurriesen cuarenta años para poder hablar de esa intimidad y que pudo hacerlo cuando ya esos recuerdos no precisaban ser resguardados y lo que contaba era ya la vida de otro, y pudo contarla con una piedad que no necesitaba excusas. El premio ha resucitado de los archivos de los periódicos franceses la anécdota de cuando un Patrick Modiano de 18 años falsificó su carné de identidad para poder pasearse libremente en las noches parisinas. Con sagacidad, el periodista de L’Express postula que más que para pasar por mayor de edad, la verdadera razón estuvo en darse a sí mismo la edad de Rudy, el hermano, y anular así su muerte y vivir con y por él.
UNA TRADICIÓN. Si su padre marca su literatura desde la ausencia, hay un padre elegido en el universo Modiano: Raymond Queneau, el poeta, matemático y escritor vanguardista del Oulipo que lo amparó en su carrera literaria. Queneau lo conoció en el liceo Henri IV, un centro de enseñanza media productor de elites, y se hicieron amigos. Fue su testigo de casamiento y quien lo presentó a Gallimard cuando editó su primera novela. En el consagratorio Cahier de l’Herne que se le dedicó en 2012 se publicaron algunas cartas de Queneau; en una, de cuando le salió de testigo, le comenta a su esposa divertido que por la novia sale de testigo uno que lleva el nombre de André Malraux. Lo que es exacto y revela ese otro pedigrí cultural del autor. Como escritor de la memoria no es raro que Modiano reivindique a Proust, a quien dedicó un ensayo llamándolo “Mártir literario”, pero en una lista más amplia de sus diez libros favoritos, la tradición se ensancha a otras lenguas e incluye al Dickens de Grandes esperanzas, el Mann de La montaña mágica, el Lowry de Bajo el volcán, presididos, eso sí, por un clásico francés, Tristán e Isolda. Más recientemente declaró su admiración por Peter Handke, un nobelizable a quien condena su posición favorable a Serbia cuando la guerra de los Balcanes. La lista de afinidades electivas debe completarse con cierta afición al policial. Previniendo deserciones, Eric Sarner, el escritor francés radicado en Uruguay y traductor de Idea Vilariño, celebró en Facebook un poco provocativamente el hecho de que el nuevo Nobel no sea “un experimentador de la prosa”. Modiano explica por qué prefiere escribir sus historias lejos del barroquismo verbal y en una prosa directa y de frases breves: “porque para dar esa impresión de un sueño interrumpido, en el que entra alguien por sorpresa, necesito frases muy concretas, al igual que en algunos cuadros surrealistas, como los de Magritte, todo es muy preciso pero la impresión global es de sueño”. También va en ese sentido su apego al policial: “los policiales me interesan como formas abstractas, por algo se los filma en blanco y negro”. Casi todo en Modiano es un artificio que se confunde con lo real. Es el gran escritor actual de París, se ha escrito, pero de un París, dice él, “que ya no existe sino en mi memoria”, el de su juventud.
Su mundo está hecho de identidades inciertas e historias ocultas. Sus libros son rompecabezas para armar pero también elegías, porque esos puzles raramente se arman, comparte con la novela negra la fascinación por el misterio, pero no tiene fe en que sea posible encontrar una solución.
Seguramente ocurra con otros muchos lugares en el mundo, pero es seguro que historias como la que cuenta en Dora Bruder sobre el caso real de una chica de 15 años, desaparecida y enviada a Auschwitz, o la escucha del pasado que otros no quieren oír, encuentre interés en lectores que han pasado por la experiencia de las dictaduras del Cono Sur. Es probable que un escritor que es definido como un “arqueólogo del pasado” y que crea personajes acuciados por entender quiénes son y quiénes han sido, tenga algo que decirnos.