Además de las reformas estructurales en el sistema de salud y la regulación del mercado de trabajo, una de las características relevantes que adquirieron las políticas sociales durante los gobiernos progresistas del siglo XXI fue el establecimiento de programas asistenciales como componentes de una estrategia de refocalización para llegar al «núcleo duro de la pobreza».
En 2012 se implementaron programas de «nueva generación» (Uruguay Crece Contigo, Jóvenes en Red y Cercanías), considerados prioritarios para llegar al «núcleo» y para lograr la inclusión social de las personas con mayor vulneración de derechos mediante el trabajo sobre el acceso a la oferta de servicios públicos. La población objetivo definida fue la primera infancia en riesgo social y sanitario, los jóvenes que no estudian ni trabajan y las familias vulneradas. Y los programas presentaron como característica intervenciones sociales mediante un trabajo de proximidad.
El trabajo de proximidad apunta a establecer un trato cercano entre los operadores sociales del Estado y los sujetos a los que se dirigen estas políticas: presencia en el ámbito de la vida cotidiana, disponibilidad para el contacto y el encuentro, así como una cierta modalidad vincular intencionada en acciones de índole socioeducativa, psicosocial o socioasistencial […]. Las evidencias dieron cuenta de la valoración positiva del trabajo de proximidad como modalidad de relacionamiento, pero señalaron serias dificultades en el cumplimiento de los objetivos definidos en cuanto a la inclusión social.
Entre los cuestionamientos se señaló que las acciones psicosociales y socioeducativas que se llevaron a cabo no lograron dar respuesta a las necesidades básicas insatisfechas de los destinatarios al carecer del sustento material. La política asistencial mostró «el lado oscuro del bienestar» y sus continuidades con la gubernamentalidad neoliberal en el tratamiento estatal sobre los pobres y sus cuerpos. […] Se sugirió que la proximidad no basta para develar las desigualdades sociales, sino que contribuye a ocultarlas al enfocarse en el trabajo artesanal, el vínculo interpersonal y la palabra, desplazándose hacia aspectos subjetivos, culturales y hacia una moralidad civilizatoria.
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Desde finales de los años cincuenta fue estudiada la relación entre los oficios rurales, el éxodo campo-ciudad y la configuración de «cantegriles», lo cual ha dado como resultado la conformación de lo que podríamos llamar una «vieja pobreza» por contraposición a una «nueva pobreza» que, para el caso uruguayo, sería producto de la desindustrialización y la desprotección a los inquilinos de bajos recursos, procesos ocurridos a partir de los años ochenta. Además, deben ser mencionados los planes ejecutados por el Estado de expulsión de población desde las zonas céntricas de Montevideo hacia las periferias, como es el caso de los conventillos y hoteles que fueron desalojados entre los setenta y los ochenta; se trata de otra vieja pobreza urbana, impregnada incluso de un marcador de discriminación racial. Los actuales asentamientos irregulares y los barrios regularizados, que antes fueron asentamientos, están integrados por personas con estos distintos orígenes.
[…] En este libro ofrecemos una investigación etnográfica que busca dar cuenta del impacto de las políticas sociales sobre los habitantes de los asentamientos irregulares urbanos, tomando especialmente en cuenta los programas de proximidad. A partir del conocimiento de las trayectorias de un conjunto de interlocutores y de la observación directa y participante en dos zonas de Montevideo [Malvín Norte y Seis Barrios Unidos, en Piedras Blancas], creemos poder avanzar en la comprensión de las percepciones locales sobre el impacto de las políticas y especialmente en el entramado de relaciones de elementos diversos, como moralidades de género, solidaridades familiares, creencias religiosas, políticas de drogas de escala global que impactan en las políticas de seguridad pública, políticas de vivienda, discursos de derechos, procesos de desindustrialización, formas de gubernamentalidad del liberalismo avanzado, entre otros.
Pudimos apreciar el fuerte cariz educativo civilizatorio de las políticas de proximidad. Decimos civilizatorio y no emancipatorio ya que, más que revolucionar a los pobres, pareciera procurarse su integración a un mundo social en el cual ocupan el lugar más desfavorecido. […] De las propuestas emancipadoras de fines de los sesenta a los programas focalizados de atención residual de la pobreza de los años noventa y a los programas de proximidad implementados a partir de 2012, las referencias a la educación popular y la autonomía de los pobres no varían, pero en un caso se trata de una propuesta revolucionaria casi clandestina y en los otros de programas paraestatales y estatales respectivamente, financiados a veces por préstamos de organismos multilaterales de crédito. Tal vez haya un punto de acuerdo en términos civilizatorios en la promoción de una nueva sensibilidad que tiene notorios efectos sobre las relaciones de género, por ejemplo, pero que no ha tocado en nada la estructura económica, ni siquiera logrando emprendimientos colectivos de carácter cooperativo, sino formas de autocuidado y construcción del individuo del mercado. Individuos más emprendedores que ciudadanos, y que consumidores.
Un usuario de pasta base en cuya casa la mayor parte de los ingresos provienen del Estado se queja de los funcionarios públicos; el Plan Juntos acabó yéndose de Seis Barrios Unidos luego de sufrir robos y daños a su obrador; la policlínica fue vandalizada y abandonada; un vecino no se fía de los políticos y dice que en [el asentamiento] Aquiles Lanza no los dejan entrar. Impresiona que la subjetividad política (en sentido amplio) de hombres y mujeres sea tan distinta. Frente a mujeres que construyen, cuidan y limpian, aparecen hombres que desconfían, vandalizan, golpean, se dañan y delinquen, también dentro de sus casas. Las configuraciones de género dominantes interpelan en forma distinta a hombres y mujeres: los hombres deben proveer, resolver los problemas mediante la violencia si fuera necesario, mientras que las mujeres deben cuidar, ser madres, hermanas mayores, tías o abuelas dedicadas. No obstante, la desconfianza hacia el Estado aparece como un aspecto en común. Hombres y mujeres se relacionan con distintos sectores del Estado (las mujeres con el MIDES, el CAIF y la policlínica; los varones con la Policía y los refugios), pero todos tienen con él un diálogo difícil. Muchas veces los únicos agentes estatales que operan en esa relación son las y los trabajadores de la proximidad. El acompañamiento de un usuario a una oficina pública de empleo nos permitió apreciar, por ejemplo, la subjetividad política de un varón de clases populares no sindicalizado: el explotador no es para él el empresario de jardinería que no lo puso en la seguridad social, con el que trabajaba 12 horas por 600 pesos y lo mandó a la calle cuando el trabajo empezó a decaer en el invierno; el explotador es el funcionario público que lo atendió a desgano cuando él precisaba conseguir un empleo.
Pero no vale (des)calificar a esta persona como lumpen, desclasada, pichi o cosa por el estilo, acción elusiva que nada explica y sólo daña. Es necesario comprender a estos hombres de cuerpos castigados que salen a ganarse la vida desde niños en competencia con otros: peleando el puesto de una feria, una parada para cuidar coches, esquivando a la Policía y a otros agentes estatales, teniendo solidaridades basadas sobre todo en la familia propia, los hermanos, primos, cuñados. Individuos de un mercado en el que ocupan el espacio más incómodo; «pobres ciudadanos» en un espacio público escenario de sus estigmas y un Estado que no los acoge ni protege, sino más bien castiga; personas de unas familias de las que deberían ser sus «jefes», pero en las que terminan siendo muchas veces parias expulsados a la calle por razones de violencia doméstica, adicciones duras, mera incapacidad para proveer o sus distintas combinaciones. Este fenómeno no es exclusivo de Uruguay, el antropólogo Philippe Bourgois lo registró entre sus interlocutores de origen puertorriqueño del barrio de Harlem (Nueva York): hombres vulnerables, de escaso capital educativo, sin un mercado laboral formal que los incluya y que encuentran en el mercado informal y la ilegalidad el espacio para reproducir su vida, entre continuos de violencia que incluyen la brutalidad personal y un fuerte componente de violencia basada en género.
Es claro que las intervenciones de proximidad se enfocan en asuntos de difícil resolución: están en el contexto de una disputa civilizatoria para reducir la violencia y ello las obliga a intervenir pragmática y cotidianamente en defensa de las víctimas estructurales, mujeres y niños, pero también de estos varones adultos cuando quedan en la calle […]. Para algunas miradas críticas, estas intervenciones no parecieran modificar mucho y, en cualquier caso, irían en un sentido dudoso que «desmaterializaría» la atención a la pobreza. […]
En este libro se ofrecen elementos para (re)pensar el desarrollo de políticas sociales que contribuyan a mejorar la vida de los ciudadanos de carne y hueso más desfavorecidos de nuestra sociedad que, complejos y múltiples como cada uno de nosotros, tienen razones y percepciones a fin de ser comprendidas, así como demandas a atender.
* Marcelo Rossal (coord.), Rafael Bazzino, Luisina Castelli Rodríguez, Gonzalo Gutiérrez Nicola, Camilo Zino García (2020), La pobreza urbana en Montevideo. Apuntes etnográficos sobre dos barrios populares, Buenos Aires, Gorla, Montevideo, Pomaire.