Vuelve como por épocas, pero desde siempre los adolescentes se han cortado. Ahora se pusieron de moda las “escarificaciones”; se generan heridas (éscaras) cortando la piel de una forma artística, simulando diseños de tatuajes, cicatrices sobre esa propia piel que se les vuelve insoportable. Se sienten encerrados en un organismo que no toleran y buscan un “dolor elegido”. También toman otras conductas de riesgo con el cuerpo: anorexia, “gallina ciega” en motos, comas etílicos. “Escribí sobre el cuerpo porque yo era un joven que se sentía mal en su propia piel”, confesaba Le Breton en entrevista con Página 12 allá por 2009.
“El individuo hace de su cuerpo obra, atravesando un dolor pero sabiendo que puede poner un término a su modo. El dolor no siempre hace sufrir. Lo que es terrible en él no es el dolor sino el sufrimiento que a veces lo acompaña”, explicó en la primera de sus charlas en Montevideo.2
Con la herida el joven busca el alivio, una llaga física para recubrir una llaga íntima. Exponer el sufrimiento a través del dolor y la sangre es un modo de controlarlo y decirlo, considera el sociólogo, y menciona como ejemplos a quienes quieren “arrancarse una piel manchada”, a los adolescentes que se cortan luego de sufrir un incesto o abuso sexual.
Uno de los aspectos más interesantes de su búsqueda antropológica en los últimos 25 años de estudio del cuerpo y su construcción social y cultural son los testimonios que ha recogido para explicar el fenómeno. “Quiero evacuar algo malo, lo que me carcome y me destruye, quiero expulsarlo, que eso se termine”, dice Vanessa, de 19 años, estudiante. Martina, hoy de 38, se cortó durante muchos años cuando rondaba sus 20: “Era un estado de espíritu. Precisaba hacerlo salir, como el pus. Algo como de destructor. Era una especie de energía negra, había que suprimirla, y la hacía salir físicamente de mí, tal vez porque no podía decirla”.
Quizá sea por eso que películas como la reciente Abzurdah (Argentina, 2015, basada en la novela autobiográfica de Cielo Latini publicada en 2006) se vuelven tan actuales y polémicas. Allí la joven protagonista sufre por amor y porque sus padres la pretenden “perfecta”; se corta (con tijeras en la película, con filos de sacapuntas en el libro) y directamente deja de comer hasta que se le notan las costillas. La automutilación como “un grito interno”, escribía la joven autora en el libro; “ver salir la sangre me ayudaba a darme cuenta de que realmente seguía en el mundo de los vivos”.
Le Breton dice que la persona que se corta también expresa su menosprecio hacia el cuerpo terso, higiénico, estético, ícono comercial de presentación en nuestras sociedades actuales, obsesionadas por la imagen. “Estropeando” su cuerpo, como dice el discurso común, el joven entra en una especie de disidencia. En su trabajo recoge el testimonio de Muriel (16 años), enamorada de un muchacho adicto y distribuidor de drogas que marchó a la cárcel, que se graba en el antebrazo con un pedazo de vidrio de botella las iniciales de su compañero, y se vuelve el ejemplo del corte en momentos de angustia: “Eres tan infeliz en el fondo de ti misma, es la pena de amor. Eres tan infeliz en tu corazón y entonces te lastimas para tener un dolor corporal mucho más fuerte, para no sentir tu dolor del corazón, ¿ves un poco cómo es?”.
La herida materializa un sufrimiento intolerable y simultáneamente un control de sí: “Tú ves la sangre, verdaderamente es una parte tuya, está en ti, te hace vivir y ves cómo se derrama. Es como saber que tu vida te pertenece. Sé que puedo hacer correr mi sangre cuando quiero, mi cuerpo es mío, puedo abrirme las venas, puedo morir, verdaderamente soy dueño de mi cuerpo, existo”. Un cuerpo doloroso es siempre un cuerpo vivo, agrega Le Breton en su ensayo.
Herirse a uno mismo también puede verse como un rito de virilidad: sobreponerse al dolor es un imperativo para quien pretende “ser un hombre” de estos tiempos, los cortes se convierten en un símbolo de valentía, entre pares y hacia el resto. Pero ya sea las escarificaciones artísticas que se ostentan en la piel, o los cortes que se ocultan y se cuidan en secreto, o las heridas que se muestran como signo de valentía, en todos los casos el joven comprueba la relación con el mundo por el recuerdo de un límite en la misma carne.
SUPERAR AL CUERPO. Antes de los años ochenta el cuerpo humano era algo intocable, sagrado. Una mercantilización del mundo vino después con la sociedad contemporánea, y hoy el físico es una materia prima en construcción que persigue los ideales del look y la apariencia. La obsolescencia de la mercancía es también la del cuerpo. Las concepciones sagradas de antes vuelan en pedazos, y con ellas las representaciones duales de lo masculino y femenino, hombre y mujer. Las nuevas concepciones transhumanistas consideran al cuerpo como algo anacrónico, algo superado, sueñan con eliminar el género de la condición humana. Por eso hoy se puede cambiar de género o directamente inventar nuevos, a veces modificando la anatomía de forma radical. Sin embargo, lo paradójico es que nunca antes las mujeres han tratado de ser tan mujeres y los hombres han tratado de ser tan hombres. Esta fue la tesis central de Le Breton en su segundo ensayo, Individualización del sentido, personalización del cuerpo, presentado el sábado pasado.3
En esta pelea del hombre versus el cuerpo “importa entonces tener un cuerpo en sí, un cuerpo para sí. El sueño es inventar su singularidad personal. El cuerpo ya no determina más la identidad, está a su servicio”, explicó el francés.
El género ya no está aprisionado en el sexo. Para Lukas Zpira, artista y activista del cuerpo consultado por Le Breton: “Mi identidad biológica no es más que una pieza de puzle. Al nacer el cuerpo no es perfecto, tenemos que aprender muchas cosas, como leer y escribir. ¿Por qué no aprender a construirse física y moralmente? No tenemos que ser prisioneros de nuestra animalidad, de nuestro instinto, de nuestro cuerpo. Mi proceso corporal es también una forma de mejoría”.
La identidad de género es entonces maleable, móvil, múltiple, un “entre-dos”. El gran ejemplo es la actual población genderqueer o transgénero, dice Le Breton (véase recuadro), son mediadores de un recipiente siempre inacabado, pasadores de mundo y viajeros de su propio cuerpo en busca de un género nuevo.
Sin embargo, en la medida en que el individuo se convierte en el hacedor de su propio cuerpo y de nuevos géneros, algunos se acercan cada vez más al fetiche de los estereotipos asociados a lo masculino y lo femenino. Las normas de una figura delgada, sana, seductora, joven y esbelta, se vuelven cada vez más atractivas y se multiplican. El dualismo hombre-mujer está aquí más solicitado que nunca, basado en los modelos tradicionales, y busca el embellecimiento a través de la industria de la estética.
En unos diez años se han multiplicado los productos, los salones de belleza, las ofertas dietéticas, las propuestas de cirugía estética, el bótox. Las revistas de moda sugieren durante el invierno las mejores clínicas de cirugía, los precios y hasta cuánto tiempo tardará la cicatrización para llegar regias a la playa en los primeros días del verano. “En 2005 miss China tenía los ojos agrandados, formas adelgazadas por liposucciones, la piel alisada por el bótox, la tez aclarada por las cremas”, recordó Le Breton. De la mano viene la obsesión por la delgadez y la juventud: en Francia el primer lifting suele hacerse alrededor de los 40 años, y cada vez más los adolescentes reciben como regalo de cumpleaños una intervención de cirugía estética.
Es una tendencia más bien femenina. Para los hombres de clase media o privilegiados el “body building” no es un problema, la preocupación por sí mismos no cuestiona en nada su virilidad, dice el antropólogo francés. Sin embargo hay un corte de clase: en los barrios más carenciados los hombres están muy preocupados por trabajar su cuerpo hacia una apariencia cada vez más viril y musculosa que signifique una resistencia de los hombres ante la actual liberación e impulso de las mujeres.
En el futuro, y no tanto, son las mismas concepciones transhumanistas las que vendrán a corregir los aspectos indeseables de la condición humana y le dirán adiós al cuerpo, pronostica Le Breton: si todos los infortunios –la enfermedad, el dolor, la muerte– provienen del cuerpo, hay que suprimirlo. Y la solución viene desde la ciencia y la tecnología, que ya está proponiendo una suerte de androide poshumano, postsexual, un paraíso lleno de prótesis. Una fusión entre la tecnología y la carne. Pero, se pregunta Le Breton: ¿un pensamiento sin cuerpo es posible?
1. David Le Breton (62 años), de formación sociólogo y psicólogo, es uno de los autores franceses contemporáneos más destacados en estudios antropológicos. Ha escrito más de 20 libros sobre el cuerpo humano y su construcción social y cultural.
2. Charla en la Apu, el viernes 4 de setiembre.
3. X congreso “El cuerpo: encrucijadas”, organizado por la Asociación Psicoanalítica del Uruguay (Apu) el pasado sábado 5 de setiembre.
Un cuerpo inédito
Las tendencias en las modificaciones corporales en estos últimos años, investigadas por Le Breton, parecen de ciencia ficción. Una de ellas consiste en añadir prótesis al cuerpo como implantes artísticos (se colocan bolitas, barras, anillos de silicona médica debajo de la piel), que lucen como protuberancias en la frente, brazos y manos, simulando cuernos, pómulos puntiagudos, entre otros.
Se ha dejado atrás la cultura de los tatuajes de los años ochenta para innovar en los piercings, los implantes, los burnings (quemaduras con diseños), los cutings (cortes con diseños), como códigos de barras que hacen único al sujeto.
Quizá la más radical es la reivindicación genderqueer (traducido del inglés como “género raro”). Surgidos en Estados Unidos al comienzo de los noventa, rechazan ceñirse a un género, reivindican su derecho a elegir el género o su sexo, pero sin establecerse necesariamente en él. Cambian a su antojo de forma y amparan la libertad de vivir con un cuerpo inédito, independiente de las culturas que habitan y los cánones actuales de belleza. En uno de los ejemplos usados por Le Breeton, Norrie (48 años), se define como andrógina: “Esos conceptos, hombre y mujer, simplemente no me van, y si me los aplican, dependen de la ficción”.
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