Hijo de exiliados, nacido en Brasil, González repartió su vida entre ambos países (y sigue viviendo entre Montevideo y San Pablo). Algunas de sus letras, o partes de letras, son en portugués. Las canta con un acento fuerte, que nadie va a confundir con un brasileño “puro”: es parte de su identidad mixta.
Conociendo su vínculo con la Mushi Mushi, uno distingue parentescos. Pero este es un trabajo diferenciado, y con una personalidad fuerte. Eso vale a dos niveles: el del disco entero (que tiene un clima bien peculiar), y el de las canciones, ya que cada una de ellas queda impresa en el recuerdo luego de tan sólo un par de escuchas.
La mitad de los surcos son en formato power trio, con Diego en guitarra eléctrica, Camilo Piquela en bajo y Maximiliano Martínez (colega de la Mushi Mushi) en batería. Los demás temas tienen base de guitarra acústica, en los que Diego toca eventualmente también el chelo o saxos, y en los que participa aquí y allá algún invitado en voz o percusión. Él parece sentirse igualmente a gusto en ambos formatos. Las letras son breves, y algunas canciones son miniaturas, otras se extienden con base en momentos instrumentales o repeticiones.
Una de las cosas que llaman la atención es la seriedad: casi todas las canciones son en tonalidad menor, con la relativa excepción de las últimas dos, que están en mayor pero con coloraciones menores. Está en menor incluso “Todo gotas de mar”, única canción en la que distingo una “brasileñez” (un aire de axé). La primera frase que se escucha en el disco es “Sólo tu voz mi corazón solo”. El canto de Diego a veces adquiere unos tintes dramáticos, como de roquero británico influido por el blues. La tapa muestra una figura humana que al parecer va en caída libre, rumbo a estrellarse contra un paisaje urbano.
Vivimos una época en que la canción popular no se viene ocupando mucho de procesar, como lo hace Simön, la soledad, la nostalgia, la pobreza, nuestro incierto lugar en el mundo, el paso del tiempo. Sus textos, sin ser místicos, están impregnados de imágenes religiosas: “filho do homem”, “presagio”, “infiernos”, “credo”. Señalo esos rasgos serios porque contrastan con la tendencia mayoritaria, pero el disco no es unidireccional. “Circular”, por ejemplo, observa la alegría de un niño junto a su padre, aparentemente pobres –se acota que él se ríe pese al hambre y al frío–. Hay frases y momentos ambiguos, abstractos, imprecisos. Y las músicas –las expansivas y las introspectivas– siempre son vitales.
No hay canción que no tenga su aspecto creativo y su alma, y son bien distintas entre sí. Lo ilustro con “Esperar”: la base es un arpegiado de guitarra con un micropulso homogéneo, apoyado por una percusión liviana. Esa regularidad tiene un algo de tic-tac de reloj (pero nada muy ostensivo). El texto es agridulce: “Ya no sé si vendrás mas qué placer esperar”. Las armonías son decididamente tristes: el principal ciclo armónico está apoyado en el passus duriusculus (un dibujo de bajo que desde el siglo XVI se asocia al lamento). La voz tiene algo de descuidado, una discreta fragilidad, como si oyéramos el pensamiento del cantante y no algo emitido formalmente para ser oído. La voz y la guitarra están bien presentes, pero hay otras figuras (saxos, coros, unas punzantes guitarras llorosas, unas llamativas notas de vibra-tone) reverberadas, que dotan de una lejanía a la escenografía sonora, o implican quizá una dimensión imaginaria.
Aparte de la aludida y puntual brasileñez, de algunas bases beat-pop, y de un vals (tocado con el power trio), no aparecen muchas especies identificables. Es un disco que parece venir de una época y lugar indefinidos, que no son ni aquí ni ahora, aunque tampoco son exóticos: hay como una familiaridad extrañada.
Este compositor e intérprete interesantísimo anda por Montevideo y tiene dos toques programados: el jueves 18 en el Tundra Bar (Durazno y Convención), y el siguiente jueves 25 en Bluzz Bar (Canelones casi Ciudadela).