Podemos preguntarle a la gente si sabe quién fue Roberto Darvin, y tal vez dirá que no, pero, si le cantamos una estrofa de «Jacinto Vera», «Calle Yacaré», «Canto marinero», «El barco en la azotea», «Milongón del Guruyú» o «Frontera», sabrán de inmediato de quién estamos hablando. Sin ir más lejos existe una anécdota absurda y genial que habla de una de esas canciones de Roberto Darvin que quedarán para siempre en la historia de la música uruguaya.
Darvin se había radicado, primero, en México y, luego de retornar brevemente a Montevideo, Rubén Castillo le había aconsejado marcharse de nuevo con la precisión de «hasta que aclare». Era 1973. Volverá, entonces, a México y dos años más tarde partirá rumbo a España y Francia, desde donde seguirá construyendo la importante carrera internacional que inició a partir de su participación en el Festival Mundial de la Canción Latina. Cuando ya hacía tres años que vivía en Madrid y se ganaba la vida tocando en un boliche, sucedió lo siguiente: «Por esa época había una canción mía que andaba bien, “Fronteras”. En ese boliche en donde yo tocaba caía un tipo grandote de barba cada diez días, tomaba un gin con tónica y me pedía “Fronteras”. Me iba a escuchar a mí, yo sabía que si llegaba el tipo, la pedía. Hasta que un día vino un mozo cordobés que había y me dijo: “El rey te manda pedir ‘Fronteras’, me tiene las bolas llenas”. Yo quedé completamente despistado. “¿Qué rey?” “El rey, boludo.” “Pero si él no tiene barba.” “Se la pone para escaparse a la guardia.” Se disfrazaba y se escapaba para salir por los boliches de Madrid, después estaba toda la seguridad buscándolo».1 A Darvin no podía importarle menos: «Los reyes me caen antipáticos… Todo bien, pero todo mal» –le dijo al periodista.
Esa «dificultad» de conocer a Darvin es la misma que menciona Guilherme de Alencar Pinto en la muy hermosa «biosemblanza» que escribió para Brecha en 2019, con el significativo título de «Si no lo conoce, se lo mostraré»: «Me costó mucho hacerme una visión más o menos estructurada de Roberto Darvin. No me refiero a esta nota en sí, sino a la idea misma de ese músico tan particular, único quizá. El nombre lo vi por primera vez en la ficha técnica de Aquello (1981), de Jaime Roos, en que hacía una de las voces murgueras en “Los olímpicos” y las guitarras milongueras de “Aquello”. Luego me lo nombraron como integrante del movimiento de la canción protesta folclorista de los años sesenta y autor del recordado clásico “Jacinto Vera”, pero en esos años preinternet era muy difícil escucharla: sus discos viejos no se reeditaron nunca ni se encontraban en ningún lado. Información no había casi, más allá de los recuerdos puntuales de amigos: quizá su música no encajaba del todo en los esquemas, una condición complicada para que un artista integre los relatos históricos» (Brecha, 23-V-19).
Es como si uno llegara a Darvin siempre de casualidad y por una puerta lateral, solo para darse cuenta de que, en realidad, uno había llegado a él mucho antes.
Había nacido con el nombre de Roberto Darwin Barrientos Cóppola, y fue esa tradición tan uruguaya de poner apellidos anglosajones como nombres (Washington, Wilson, Nelson, Franklin, Darwin) la que, levemente alterada, se transformó en su nombre artístico. Su familia era de origen humilde y fue golpeada por la temprana muerte de la madre de Roberto cuando él era todavía un bebé. Su padre era un fabricante de calzado y un aficionado a la música que no solamente le regaló un tambor a los 4 años, sino que lo alentó a estudiar guitarra y solfeo. «Los estudios le dieron una base técnica importante, pero la música que le fascinaba era la popular: era fan de los brasileños (Demônios da Garoa, Lupicínio Rodrigues) y la música cubana. Es decir, le llamaba la atención la música latinoamericana con una notoria raíz africana. De lo rioplatense le gustaba la milonga, quizá por reconocer en ella los probables antecedentes afro (en sus palabras: la milonga “estremecía mi corazón infantil”)», señalaba Guilherme en aquella nota que rememoraba sus charlas con Darvin en El Pinar, donde había descubierto que ambos vivían (véase «Si no lo conoce, se lo mostraré», Brecha, 23-V-19).
Estos gustos musicales derivarían en un estilo tan característico como difícil de asir, que mezcla los ritmos del Río de la Plata –candombe, milonga– con los del Caribe –rumbitas, sones, boleros–. Si se ha dicho incontables veces que Montevideo es La Habana menos el swing y la sabrosura, uno bien puede imaginar una novela de ciencia ficción en la que el malecón fuera una continuación de la rambla al que una curiosa deriva tectónica lo hubiera llevado al Caribe dejando a Roberto varado en la calle Yacaré de la Ciudad Vieja y que, al igual que le sucedió al barco en la azotea, un día el mar lo haya venido a buscar (lo que, dicho sea de paso, nos daría un marco para justificar que sus primeras composiciones hayan sido sobre textos del poeta cubano Nicolás Guillén).
Darvin brilló en Discodromo y Rubén Castillo fue siempre su mentor. Compartió escenario con los más prestigiosos cantores populares de Latinoamérica (de allí proviene su amistad con Atahualpa Yupanqui y Mercedes Sosa) y sus canciones fueron versionadas por muchos músicos internacionales, desde Celia Cruz hasta Adriana Varela, pasando por la española María Dolores Pradera o la mexicana Margie Bermejo.
Grabó 13 álbumes y, aunque a su regreso a Montevideo siguió cultivando el perfil bajo, podía escuchárselo haciendo radio en su programa Décimas, «la mejor selección de música latinoamericana y las peculiares acotaciones del cantautor».2
A pesar de que, ahora, cuando se muere la gente, se estila decir que se fue de gira, que pasó a otro plano y que era un ser de luz, él diría de sí mismo que simplemente fue un músico fascinado con los ritmos y las mediciones de la música y las palabras. Por eso usaba el lenguaje de manera magistral, un lenguaje que sonaba y resonaba, por eso su ingeniosa ejecución guitarrística, por eso el nombre de su programa de radio.
Pero, entonces, capaz que sí, que Roberto Darvin era un ser de luz que se fue a otro plano. Uno que cuando observaba las partículas de las cosas para intentar ordenarlas y medirlas hacía que se comportaran como él quería y era eso lo que volvía a su universo tan peculiar. Un universo que, por ejemplo, cuando lo llevaban en una camilla a su habitación del Hospital Maciel, tras sufrir un infarto, hacía que el ocupante de la cama de al lado fuera Abel Soria. «Nos pasamos tres semanas haciendo y recitando décimas en la pieza. Yo primero le dije una, que no es mía: “Si rima con mucho esmero/ la consonancia hará el resto;/ décimo, séptimo y sexto,/ quinto y cuarto con primero./ Versos segundo y tercero/ son de igual terminación;/ para mayor perfección/ rime octavo con noveno/ y con cada verso bueno/ mejora la tradición”. Nicomedes Santa Cruz, peruano y negro. Una décima perfecta, que es a su vez una receta para hacer décimas. Y bueno, me dice Abel, vos, que escribís bien las décimas, ¿nunca probaste hacerlas en endecasílabos?»3
- «Costero y pescador», La Diaria, 26-II-10, entrevista de Mauricio Bosch.
- Se emitía todos los sábados, de 21 a 22 horas, por Radio Cultura AM 1290, Medios Públicos.
- «Canto de veras», Brecha, 23-V-19, entrevista de Guillermo Lamolle.