La primera vez que vi a Enrique Fierro fue en mi examen de literatura de segundo de preparatorios, en el Iava. Recuerdo que me preguntó por la poesía de Baudelaire, específicamente por “Correspondencias”, y que cuando se me ocurrió hablar de metáforas y comparaciones me preguntó qué diferencia había entre ambas. Yo no supe y así terminó el primer diálogo. Un tiempo después, cuando estaba haciendo literatura en el Ipa, se me ocurrió buscarlo para hacer la práctica docente con él en el liceo 18, pero no tuve suerte. En esa época, por 1972, él estaba cursando, junto con Lisa Block de Behar, la agregatura en Introducción a la Estética Literaria con Carlos Real de Azúa, que yo ya había cursado, y me examinó nuevamente cuando la di. Esa vez me fue mejor.
Yo ya lo respetaba como profesor de literatura, y había hablado un par de veces con él cuando, en setiembre del 74, apareció en el bar de la esquina de Secundaria para ofrecerme sus grupos en el Liceo Americano, porque se iba, con Ida Vitale, a México, de un día para el otro. No pude tomar esos grupos, pero seguí en contacto con él por carta durante muchos años, todo ese exilio en México y más adelante, cuando volvió a Montevideo para hacerse cargo de la dirección de la Biblioteca Nacional entre el 85 y el 89. Ya sabía que era poeta, porque aparecía como uno de los “novísimos” en Literatura uruguaya del medio siglo, de Emir Rodríguez Monegal. Después leí Impedimenta, De la invención, Mutaciones, Las oscuras versiones y Capítulo aparte, libros en los que se revelaba como un poeta singular, muy dotado y diferente a la media de la poesía que los poetas jóvenes de aquel entonces (Miranda, Pareja, Milán, yo) conocíamos. También había leído su Capítulo Oriental sobre la generación del 45, así como su excelente Antología de la poesía rebelde hispanoamericana, de 1968, donde apareció por primera vez “Al comandante Ernesto ‘Che’ Guevara”, de Salvador Puig.
Enrique era un vínculo con las generaciones anteriores, así como un modelo de intelectual culto e informado (y con sentido del humor, también) que, además, había formado parte activa de su generación (la del 60, la de Marosa di Giorgio, Levrero, Estrázulas, Cristina Peri Rossi, Nancy Bacelo). Por eso lo tomábamos como maestro, como guía en un camino poético de vanguardia. Por eso Ida y él formaron parte del consejo de redacción de la revista Poética, que tuvimos con Álvaro Miranda desde el 84 al 87. No sé si realmente tenía conciencia de su papel de faro vanguardista (o si estaría de acuerdo con eso), pero su poesía, fragmentaria, elíptica, sutil, nos daba elementos suficientes para el elogio. Había algo en su poesía que iba más allá de sus conocimientos, que mandaba señales, como el verso “Si la pájara canta en tres” o “Y todos por la calle Lavalleja” o “Todo empezó en Montevideo/ que es donde siempre empieza todo”. Señales de que íbamos bien, de que alguien más, un uruguayo, nos podía entender. Y entonces le mandábamos nuestros libros y nos mandaba los suyos (Milán antes que nadie).
Era un maestro, cercano a nosotros por edad y por gustos (aparte de la cercanía personal e intelectual con Real de Azúa, uno de los profesores que más respeté en el Ipa). Durante su período como director en la Biblioteca Nacional auspició ciclos de poesía y de crítica, hasta un festival donde vi leer a Nicanor Parra, a Thiago de Mello y a Raúl Zurita. Y un poco más adelante (eso fue en el 85) tuve la oportunidad de conocer a Emir Rodríguez Monegal (que, sin saberlo, había sido su introductor para mí) y a Haroldo de Campos, en un homenaje al primero que tal vez haya sido su última aparición pública. Por supuesto, siguió escribiendo poesía: Quiero ver una vaca, Calca, Trabajo y cambio, Marcas y señales, Homenajes, Textos/Pretextos, fueron libros que nos marcaron y que fueron reconocidos acá y sobre todo en el exterior, donde no dejó de publicar, de dar clases y conferencias. Radicado con Ida en Austin desde el 89, no abandonó el contacto con Uruguay, no sin manifestar más de una vez su distancia respecto de lo que pasaba en el terreno cultural. Prefirió mantenerse al margen, publicar en una editorial chica, como Vintén Editor, de Daymán Cabrera. Varias veces, en Montevideo y en Buenos Aires, me tocó compartir mesas de lectura con él y con Ida, y ahí confirmé que se tomaba muy en serio su condición de poeta, que era un trabajo sin el cual no podía vivir. Pero no hablaba de eso, ni de la repercusión internacional que, de hecho, tenía. Octavio Paz (con quien trabajó mucho tiempo en México) era más alguien de quien contaba anécdotas graciosas que una figura mayor en las letras hispanoamericanas.
Una vez por año, más o menos, venía, me llamaba y nos reuníamos para conversar sobre la situación cultural del país, sobre amigos como Esteban Otero e Iván Kmaid, sobre cualquier tema. Su inteligencia, su criterio estético y su humor crítico prevalecían en cualquier charla. Recuerdo ahora que llegó a tener un programa cultural en Canal 5, en ese período de los años ochenta, que era muy gracioso aparte de informado.
De alguna manera, Enrique quedó fuera, como otros intelectuales, del panorama literario uruguayo que integró y contribuyó a formar. Su poesía tiene mucho que ver con mi propia historia, pero también con la historia de un Uruguay muy valioso, que está desapareciendo, y de otro Uruguay que tiende a olvidar a sus figuras con mucha facilidad. Fierro es un poeta muy importante como para dejarlo pasar sin decir nada.