El 1 de junio México llevó a cabo un procedimiento casi inédito en el mundo: elegir mediante voto popular a 2.681 personas juzgadoras a nivel federal y local, incluidos los magistrados de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN). Como era previsible, los resultados arrojaron que la SCJN y el Tribunal de Disciplina (que hará las veces de comisario político) quedarán integrados, casi en su totalidad, por candidatos impulsados por el gobierno de Claudia Sheinbaum y su partido, el Movimiento de Regeneración Nacional (Morena).
Entre el vacío dejado por la escuálida oposición política –el Partido Revolucionario Institucional (PRI) y el Partido Acción Nacional (PAN)–, que llamó a boicotear el proceso, la bajísima participación ciudadana y la eficaz movilización de Morena, los comicios confirmaron que la nueva hegemonía del partido en el poder se ha extendido al ámbito judicial. A nivel político-mediático, las escaramuzas en torno a la elección, entre los partidarios del antiguo régimen y los de AMLO, el expresidente Andrés Manuel López Obrador (un nuevo régimen de corte populista, nacionalista, con eje en un programa moderadamente reformista, extractivista e intensamente neodesarrollista), estuvieron basadas en un dilema maniqueo que el gobierno calificó de conservadores versus transformadores.
Y es que, tras la victoria electoral de AMLO en 2018, el sistema judicial se había convertido en la trinchera para frenar o atenuar las iniciativas emanadas del Poder Ejecutivo. Desde entonces, ante la pulverización de los dos partidos tradicionales (PRI y PAN), la corporación judicial –un ente clasista encabezado por la todavía presidenta de la Corte, Norma Piña, vocera de la Cámara de Comercio México-Estados Unidos– se había erigido en baluarte de los poderes fácticos y los sectores conservadores para intentar revertir los proyectos estratégicos de la llamada Cuarta Transformación (4T) impulsada por AMLO.
A la manera de la guerra sucia judicial y mediática (lawfare) en boga en otras latitudes (Argentina, Brasil), desde la Suprema Corte se promovieron amparos y se emitieron sentencias que suspendieron u obstaculizaron los planes oficialistas. De allí que AMLO impulsara una reforma judicial para frenar lo que intuía como un intento de golpe blando por una «casta privilegiada».
Ahora han barrido con ese obstáculo: de los nueve ministros que conformarán el máximo tribunal (cinco mujeres y cuatro hombres, por paridad de género), seis tienen una pública afinidad con el proyecto de la 4T. Uno de ellos, Hugo Aguilar Ortiz, excoordinador general de Derechos Indígenas del Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas (INPI), es señalado como el principal operador de AMLO en las consultas amañadas que concluyeron con la imposición de dos megaproyectos extractivistas en el sur-sureste mexicano: el Tren Maya y el Corredor Interoceánico del Istmo de Tehuantepec.
Sobre lo que no hay discusión, a pesar del ruido mediático de la oposición y de los actuales jerarcas de un Poder Judicial erosionado por la gran corrupción y los nexos con la criminalidad (Carlos Fernández Vega lo llamó en el diario La Jornada «el cártel de la toga»), es sobre la legalidad de la consulta. Si acaso, como machaca ahora la oposición, el déficit es de legitimidad: solo votaron 13 de cada 100 personas. A lo que Sheinbaum respondió que fueron más que los votos que obtuvieron el PRI y el PAN en las presidenciales de 2024. El principal desafío de la judicatura que asumirá en setiembre será demostrar autonomía frente al Ejecutivo y que el sesgo económico que hacía de la Justicia un instrumento de los ricos no sea sustituido por el sesgo político en favor de un influyentismo vinculado a Morena.
«¿DICTADURA GERMINAL?»
En ese contexto, los sectores conservadores han buscado posicionar como matriz de opinión que la elección fue un montaje grotesco, un golpe de Estado técnico, una farsa. O, como declaró al noticiero de Carmen Aristegui el constitucionalista argentino Roberto Gargarella, doctor por la Universidad de Chicago, «una de las mayores tragedias jurídicas de nuestro tiempo, si no la mayor».
Antes de los comicios, para meter miedo a los votantes, esgrimieron un manido engañabobos: si ganaba la reforma, México se convertiría en una nueva Cuba o Venezuela. Uno de esos predicadores fue Héctor Aguilar Camín, columnista del diario Milenio y uno de los principales generadores de «opinión pública» desde el consorcio Televisa, quien ha definido al gobierno de Sheinbaum como una «dictadura germinal». «Con la palabra germinal quiero decir que están sembradas en México todas las semillas de una dictadura y hasta de un Estado policíaco, pero no han crecido todos sus árboles, ni están presentes todos sus jardineros.»
En verdad, la emisión del sufragio fue un proceso complejo, confuso y abrumador para el ciudadano de a pie, a causa de múltiples boletas, colores y números, un insuficiente conocimiento de las características de los aspirantes y el uso de «acordeones» (machetes o ayudas de memoria) por los electores en las casillas, sugeridos o inducidos, e incluso impresos industrialmente por instancias poderosas.
PARA QUE LA CUÑA APRIETE…
La gran sorpresa fue la súbita colocación en las marquesinas de Hugo Aguilar Ortiz, quien recibió 6,7 millones de votos, por lo que se convertirá, según las reglas electorales, en el próximo presidente del máximo tribunal de México. En rigor, Aguilar –quien ha sido propagandeado por los epígonos de la Cuarta Transformación como el segundo indígena en presidir la Suprema Corte después de Benito Juárez en 1858– es reconocido como un buen abogado de origen mixteco que defendió los derechos de las comunidades originarias como miembro de la organización Servicios del Pueblo Mixe, pero que, a la llegada de Gabino Cué a la gubernatura de Oaxaca (2010-2016), operó apoyando los intereses del estado y confrontando a los movimientos indígenas. Tarea que continuó luego en el gobierno federal, bajo López Obrador, en el INPI, donde junto con su titular, Adelfo Regino, legitimó los despojos de tierras y la imposición del Tren Maya y el Corredor Interoceánico. Así lo consignan testimonios de dirigentes indígenas de Morelos, Oaxaca y la península de Yucatán, que lo acusan de haber «burocratizado» el despojo de territorios comunitarios con consultas fast track, impuestas con el consentimiento forzado de las autoridades indígenas. Las mismas fuentes señalan al «nuevo Benito Juárez» de la propaganda oficialista como un alfil del Estado y un instrumento de legitimación del gobierno de la 4T, y arguyen que Aguilar representa a Morena, no a los pueblos originarios. A la caza del voto, como aspirante a un cargo en la Suprema Corte, Aguilar hizo campaña presentándose como asesor del zapatismo en los Acuerdos de San Andrés (1995-1996), lo que resultó falso: nunca figuró en la lista de asesores de la guerrilla indígena maya.Una cosa es segura: la votación popular derrotó al lawfare y el Poder Judicial ya no será obstáculo al proceso de cambio de los gobiernos de la 4T. Todo lo demás es una incógnita.