Hace ya cinco años la Berlinale emprendía una nueva etapa –llamada a ser la del esplendor autoral– gracias a un director artístico, Carlo Chatrian, que llegaba de lo más aureolado tras su exitoso paso por el festival de Locarno. En su debut, en febrero de 2020, Chatrian se encontró con una edición al borde del abismo, en pandemia, con las imágenes de los fallecidos en Bérgamo copando ya los titulares de los diarios. Esta 75.ª edición del festival inaugura un nuevo capítulo en su historia: Chatrian se fue –su idea del cine bonito pero austero nunca encajó con los designios de los poderes políticos y las autoridades culturales, deseosas de recuperar aquel tiempo de alfombras rojas, cuando la Berlinale era la antesala de los Oscar–, y el cambio de ciclo ha encontrado a la nueva directora del certamen, la estadounidense Tricia Tuttle, en una nueva e incómoda encrucijada para gestionar su primer año de trabajo.
Por un lado, están las elecciones generales de Alemania, a celebrarse el próximo domingo, un día después de la gala y el palmarés de premios del festival. Todas las encuestas auguran que, aun cuando el favorito sea el democristiano Friedrich Merz, la plata de las urnas será para la extrema derecha de Alternativa por Alemania (AFD, por sus siglas en alemán). En este país, la ruptura del cordón sanitario –o el cortafuegos, como le llaman aquí– a los ultras parecía hasta ahora tabú, por razones históricamente comprensibles. Pero la decisión de Merz, hace solo unas semanas, de aprobar un endurecimiento de las leyes restrictivas para la inmigración con los votos de la AFD ha tensionado el clima político preelectoral hasta extremos inauditos. En esa atmósfera enrarecida, y con la Berlinale también hipersensibilizada por los muchos discursos de denuncia sobre la política israelí en Gaza –en Alemania, en algunos casos, estos pueden ser incluso vetados por ley–, la Berlinale arrancaba su nueva edición.
Para terminar de dibujar la tormenta perfecta, unas temperaturas gélidas de hasta 10 grados bajo cero inundaron la ciudad de nieve, y el tránsito durante el festival se puso especialmente hostil. Un atentado en la ciudad de Múnich protagonizado por un inmigrante afgano sin permiso de residencia terminó por coronar el escándalo.
En esta tesitura, el arranque estrictamente cinematográfico no contribuyó a aligerar el ambiente. Una película alemana insufrible (La luz, del siempre pretencioso Tom Tykwer) fue valorada de modo unánime como la peor película de apertura que aquí se recuerde. Y las primeras salvas de la competición tampoco eran demasiado seguras: el film británico Hot Milk, de Rebecca Lenkiewicz, rodado en Almería con Vicky Krieps y Emma Mackey, es una historia de pasión lésbica y de maldiciones familiares tragicómicas, a su pesar; luego, la muy controvertida Dreams, en la que Michel Franco repite –después de Memory, estrenada en el pasado festival de cine de Cinemateca– con Jessica Chastain (aquí como una rica heredera wasp sexualmente enardecida por un adolescente mexicano), es una narración que mezcla de modo irritante la sumisión física femenina y la recién estrenada represión de la administración Trump hacia sus vecinos del sur. A estas alturas, la cúpula de la Berlinale cruzaba los dedos.
Poco a poco, sin embargo, la corriente logró apaciguarse un poco. La nieve dejó de caer y las imágenes desgranadas desde la pantalla del Berlinale Palast comenzaron a emitir señales de mejora. Entre esas películas que han sacado al festival a flote se encuentran, en orden de prioridad, dos firmas de entidad autoral indiscutible; desde su anuncio, todas la expectativas fueron depositadas en ellas: ni el estadounidense Richard Linklater ni el rumano Radu Jude defraudaron en modo alguno esa ilusión. Ambos ya saben lo que es vencer en una Berlinale (Linklater, Oso de Plata por Boyhood en 2014, y Jude, Oso de Oro por Sexo desafortunado o porno loco en la edición virtual pandémica de 2021). Con Blue Moon, recreación escénica teatralizada del ocaso del gran letrista de baladas y musicales Lorenz Hart, Linklater se muestra en su plenitud. Su actor de referencia, Ethan Hawke, colma con creces la esencia de Hart como ese hombre que nunca se consideró digno de ser amado –algo muy evidente en las letras de sus canciones–. La película recoge, en tiempo real, la fiesta de la noche del estreno del musical Oklahoma, que rubricó la ruptura del tándem compuesto por Richard Rogers y Hart en el restaurante Sardi’s, y asistimos entonces a la última y masoquista velada pública de un personaje ya triturado por el alcohol y el desequilibrio mental. Un film con vetas de Chéjov y del Tennessee Williams de El zoo de cristal, con una prodigiosa secuencia a cargo de Hawke y Margaret Qualley.
En Kontinental ‘25, Jude vuelve a desplegar su habitual causticidad, esta vez al servicio de una Rumania putrefacta, asolada por la corrupción, la desigualdad y la xenofobia: es el retablo de un Estado fallido. El sarcasmo y el humor negrísimo de Jude ratifican esa ferocidad con silenciador, que es ya su sello.
SALVADO CON NOTA
Entre las 19 películas en competición destacan algunas apuestas muy valientes del comité de selección: en un lugar preeminente, la nueva película de los franceses Hélène Cattet y Bruno Forzani, quienes en Reflet dans un diamant mort renuevan sus fascinantes baños de nostalgia en el cine italiano exploitation de los sesenta. Para este caso, dentro del subgénero policial, con elementos visuales del kitsch, rescates de bandas sonoras de Morricone o Bacalov y la recuperación de un octogenario Fabio Testi, animal totémico evocado aquí casi como la magdalena proustiana. En la misma cuerda del cine de riesgo, la presencia de la película estadounidense If I Had Legs, I’d Kick You, de Mary Bronstein, con una descomunal Rose Byrne, actriz de larga trayectoria que por fin recibe un papel a la altura de su talento. Byrne preside casi cada plano de esta pesadilla en la que, literalmente, se le cae el techo de su casa encima, metáfora de las nuevas inseguridades (en particular, en las mujeres) del reestreno de Trump al frente de la Casa Blanca.
También es un acto de coraje la selección de La Tour de glace: el nuevo ejercicio de radicalidad de la francobosnia Lucile Hadzihalilovic carga con su habitual atmósfera espectral y la pone en función de un cuento de princesas que pronto se torna relato tenebrista, con Marion Cotillard en el rol protagónico. Luego, el hermoso film francés de Léonor Serraille Ari, una reivindicación de la masculinidad hipersensible en un contexto neoliberal hostil. También es excepcional la película argentina El mensaje, de Iván Fund, que le cobra al gobierno de la motosierra y las criptomonedas la obsesión por desmembrar la industria del cine. No son tampoco desdeñables la austríaca Mother’s Baby, que arranca con la visita de una pareja a una clínica de fertilidad y se va oscureciendo hasta lo indecible, ni el muy singular coming on age noruego Dreams, en el que una estudiante vive –y al mismo tiempo escribe– la historia de la seducción y el romance con una de sus profesoras.
El balance, hasta el momento, deja una Berlinale que ha salvado con nota. Y una Alemania que espera ansiosa, el domingo, la otra competición. Esa que con tanta ansiedad y miedo mira el mundo, y de la que emergerá un canciller extremadamente relevante para esta Europa convulsa.