La semana pasada, algunos datos estadísticos sobre la criminalidad en 2023 vieron la luz. Como era de esperar, los homicidios ratificaron su tendencia preocupante, y todo eso sin tomar en cuenta el mar de dudas que inunda la abultada categoría de muertes dudosas. En medio de una seguidilla de casos, de tragedias de todo tipo y color (en los barrios y en las cárceles), previsible también fue el relato oficial: se sigue asegurando que la situación mejoró con relación al año 2019 (por la baja de hurtos, rapiñas y abigeatos), aunque está la preocupación por los homicidios, que mantienen sus guarismos. Se afirma: el balance es bueno, aunque todavía no hay conformidad.
Lo hemos dicho hasta el cansancio y de todas las maneras posibles: la violencia y la criminalidad han mantenido su línea inquietante, con empujes negativos que nos van dejando, año a año, en una situación más vulnerable. Además de la imposibilidad de lograr acuerdos mínimos sobre la validez y la confiabilidad de los instrumentos de medición del delito, las tendencias de los últimos años también pueden estar afectadas por desplazamientos y reconfiguraciones de las dinámicas delictivas. No se puede leer una realidad de esta complejidad solo a partir de cuatro indicadores. Tampoco se puede tener una perspectiva de conjunto sin considerar, ni más ni menos, todo el continente de las distintas formas de violencia de género. En el marco de una larga tradición instalada en el país, sobre la que se discutía con fervor en los años noventa, el discurso estatal prioriza la criminalidad contra la propiedad que se produce en contextos de precariedad social.
Si efectivamente se aspira a una política de Estado en materia de seguridad, tiene que haber un diagnóstico amplio, con dimensiones conectadas, sin comparaciones espurias, con reflexión transparente sobre las limitaciones de algunos indicadores, con pluralidad de fuentes de información y con esquemas de triangulaciones metodológicas. Una vez más, se trata de un gran esfuerzo de construcción institucional, que no se solventa con un par de trabajos de consultoría. Formas diversas y extremas de violencia, armas de fuego, economías ilegales que se expanden, sufrimiento, victimización, desconfianza, aumento de la no denuncia, hostigamiento policial, encierro masivo, allanamientos y detenciones. ¿Cuándo una política pública es verdaderamente eficaz? ¿Por qué no asumir que la lógica predominante de respuesta institucional es, muchas veces, contraproducente? Las performances políticas reputan como éxitos de gestión (allanamientos, detenciones, prisión) resultados que no hacen más que agravar los problemas.
Un contexto electoral ya explícito no es el mejor estímulo para un encuadre a la altura de lo que se necesita. La realidad pasa a ser leída y modelada según dictan los intereses inmediatos, y cada ocurrencia obtiene una difusión inmediata. Además de la iniciativa de promover los allanamientos nocturnos (que en los últimos días ha cosechado algunos inesperados detractores), cada hecho de violencia es seguido de una propuesta: luego del asesinato de un niño en Malvín Norte, no se hizo esperar quien volviera con la idea de la cadena perpetua; ante la intensidad de la violencia homicida y la penetración del narcotráfico en los territorios, los reclamos de más severidad punitiva y ejercicio de autoridad se combinan con la supuesta necesidad de que las Fuerzas Armadas participen en tareas de inteligencia criminal o patrullaje barrial. Como se sabe, los militares ya cumplen tareas de seguridad en playas y costas, en los perímetros de los establecimientos penitenciarios y en zonas rurales a pocos quilómetros de las fronteras. A propósito, ¿qué sabemos de esto? Fenómenos como el contrabando o el narcotráfico ¿han sido impactados de alguna manera por esta nueva presencia?
También se han escuchado otras propuestas. Ante la magnitud de algunos eventos (locales y regionales), el país debe encarar con urgencia una política de Estado y asumir un diálogo amplio. El gobierno asegura que ya está implementando una (a la que llama dual), que en su momento hizo una convocatoria a los actores políticos, algunos de los cuales no la suscribieron. Por su parte, actores de la oposición reclaman dejar a un lado las diferencias y encarar un problema cuya gravedad está en aumento y corre el riesgo de desbordarnos. Entre los delirios punitivos y la mirada «amplia» y «desinteresada» de actores interesados, la coyuntura no nos devuelve precisamente las mejores señales.
Las pulseadas por llevar la agenda de seguridad hacia zonas regresivas se mantendrán, conforme se incrementen las disputas electorales y se ratifiquen las tendencias más negativas en materia de violencia y criminalidad. Ha sido el signo de los últimos ciclos electorales, y, por lo tanto, hay que estar prevenidos. Sin embargo, nos preocupa la idea de poder avanzar en una política de Estado.
¿Qué quiere decir exactamente esa expresión? ¿Cómo plasmar un esfuerzo de convergencia en un campo minado por los reproches, la virulencia, la demagogia y el interés de visibilidad? ¿Acaso significa lograr un clima, un estado de ánimo, una conciencia de riesgo compartido, una actitud de profundidad y amplitud, un compromiso para enfrentar cambios ineludibles? Si es así, parece difícil que esto suceda, porque supondría colisionar contra la lógica más evidente de las prácticas políticas de hoy en día. ¿No habría que intentarlo de todos modos, contra viento y marea, ahora y después? Creemos que sí, pero antes hay que reflexionar sobre sus alcances e implicancias.
A su modo, desde hace 30 años, el país ha aplicado una política de Estado en materia de seguridad. Leyes, diseños de instituciones, recursos presupuestales, cooperación internacional han moldeado un guion hegemónico pautado por la centralidad de la Policía, por la intensificación de todo tipo de controles (formales, informales y tecnológicos), por el encierro incapacitante y por la prisión masiva. Ese es el camino que se ha elegido, con mayores o menores consensos, para gobernar los procesos de desregulación y precarización de la vida social. En ese largo trayecto, hubo puntos destacados, o al menos recordados por la voluntad de los actores políticos de obtener acuerdos expresos: las conversaciones del hotel Victoria Plaza y la posterior Ley de Seguridad Ciudadana de 1995, los acuerdos multipartidarios de 2010, los acuerdos de la Torre Ejecutiva de 2016 y el nuevo Código del Proceso Penal en 2018. Hubo intentos más limitados, pero que, de todos modos, obtuvieron las mayorías políticas necesarias, como la última Ley de Urgente Consideración, de 2020. En definitiva, el Estado ha desplegado sus políticas y, cada vez que se recurrió al intercambio y a la negociación, el resultado fue una ratificación del rumbo con algún añadido de retroceso.
Se insiste con la idea de integralidad, que a su modo implica un equilibrio entre varios tipos de acción. Lo más común es escuchar la necesidad de combinar la represión y la prevención. De hecho, es lo que sostiene el gobierno en la actualidad al reivindicar que lo que hace es una política de Estado en «clave dual», es decir, que combina la represión con el abordaje de las «causas del delito». En rigor, no es eso lo que ocurre, ya que la política predominante sigue asentada en la lógica del control, el castigo y el encierro selectivos. Que se comiencen a ensayar algunos programas de prevención focalizada no quiere decir que estemos ante políticas de equilibrio dual, y mucho menos ante respuestas que abordan las causas del delito. En las últimas décadas, se han implementado programas muy distintos (centros piloto de prevención, mesas locales, rehabilitación para primarios, infraestructura urbana, modelos comunitarios, etcétera), pero nada de eso ha movido de su lugar a la agenda hegemónica.
La expansión del crimen organizado y la consolidación de economías ilegales nos ponen en una coyuntura dramática. El desafío es de tal magnitud que imaginar una respuesta va mucho más allá de acordar sobre el perfeccionamiento de las herramientas de control y el aumento de la severidad punitiva (incluso contra los más poderosos). Aquí estamos hablando de un esfuerzo que debe trascender los límites de lo nacional y debe ubicarse en un escenario regional y global, que no puede eludir la regulación de mercados mucho más amplios para que las rentas ilegales dejen de ser imbatibles, y que tiene que recuperar la trama de convivencia de los territorios vulnerables, más allá del patrullaje y los servicios sociales. Una política de Estado en este terreno tiene que hacer pie en una agenda completamente distinta a la actual, y desde allí traccionar los esfuerzos de convencimiento y enrolamiento de actores y perspectivas.
No alcanza con señalar que lo que se ha hecho hasta ahora no ha servido o no ha sido suficiente. El asunto va más allá, pues el camino que se ha seguido (y que se pretende seguir) ha sido contraproducente y requiere un esfuerzo de reversión. Además, jugamos solo en la zona de visibilidad, en un espacio de conversación que, desde distintos lugares de interés, se quiere priorizar. Pero hay realidades relevantes que todavía están en un cono de sombra. Una nueva política de seguridad supone una nueva conversación.