La idea de ofrecer una imagen de lo que sucede entre bambalinas con respecto a las tareas del Ballet Nacional del sodre sonaba auspiciosa, ya que, además de lo estrictamente relacionado con la disciplina de la danza, prometía una ojeada al aprovechamiento del ahora no tan nuevo edificio de la esquina de Mercedes y Andes. Las escenas iniciales dedicadas a mostrar algunos trabajos en áreas laterales del mencionado lugar parecen abrir un preámbulo que promete continuarse con tramos similares que, se supone, habrán de contrastar con otros en los que se vean con nitidez los ambientes principales y, por supuesto, las secuencias en las que se asiste a los ensayos de los bailarines para espectáculos de los cuales la platea piensa que verá ciertos tramos en todo su esplendor minutos después. Tales expectativas, sin embargo, no se cumplen.
La película de Juan Álvarez Neme, responsable de la recordable El cultivo de la flor invisible, prefiere, en cambio, seguir internándose en lo que sucede con respecto a obras de albañilería, mantenimiento de pasamanos, talleres de vestuario y el área estricta de la preparación del cuerpo de baile y la organización que imparte el experto Julio Bocca en dicho sector. Falta por allí una visión pormenorizada de los diferentes espacios de un inmueble cuya fachada tampoco aparece en la forma explícita que el espectador se merece. Otras carencias involucran la presencia del propio Julio Bocca, que bien merecía un cartelito que indicase nombre y cargo, algo similar a lo que podría ocurrir con la irrupción de técnicos y artistas que el filme también olvida mencionar, mientras registra conversaciones que, espontáneas o no, deberían escucharse con claridad, una exigencia que no se contempla y se agrava en las tomas de gente que habla de espaldas. Habida cuenta de lo que antecede, si el único propósito –justificado o no– de la empresa era revelar lo que ahora se llama pronto y mal el backstage de los progresos del ballet local –se incluye un viaje a España que resulta asimismo difícil de individualizar–, el objetivo no cobra en ninguna instancia la precisión y la contundencia que merecería. A falta de las anheladas tomas de cualquiera de sus espectáculos –llámense El corsario, El lago de los cisnes o el que fuese– en medio de una multitudinaria función, se aprecian fragmentos de ensayos, ni siquiera generales, y en los que la cámara toma siempre a los bailarines de la cintura para arriba, una decisión que, desde los tiempos de Fred Astaire para adelante, coreógrafos y bailarines de cualquie parte del mundo se negarían a admitir. Lo que queda entonces es una mirada borrosa a una esfera del arte nacional que pedía una nitidez que nunca llega.