Es un acto político - Semanario Brecha
El fútbol y el cine en el siglo XXI

Es un acto político

Algunos títulos recientes abordan el deporte más importante del mundo de maneras tangenciales, utilizándolo como excusa para plantear reflexiones acerca de problemáticas sociales que ocurren a su alrededor. Esta nota se dedica a pensar en dos películas recientes en las que el fútbol es, más que un motivo narrativo, una especie de aurático fuera de campo: esa cancha de pasiones heredadas en la que los protagonistas juegan su partido final contra el destino.

Difusión

«La pelota no se mancha», dijo Diego Armando Maradona en aquel emotivo discurso de noviembre de 2001 en La Bombonera, ante 50 mil personas, después de jugar su último partido con Boca Juniors. Se refería al fútbol como una entelequia que va más allá de los jugadores, de su humanidad, y se erige como un hecho sagrado, un ritual al que hay que cuidar más allá de todo y al que se le debe honra y coraje. «El fútbol es el deporte más lindo y más sano del mundo», había dicho unos segundos antes. Parece que se tratara de un sabio o un oráculo que define, en un par de frases, toda su mitología.

Pero, en tiempos de cuestionamiento de la masculinidad hegemónica y de su relación con la violencia, también el fútbol empieza a ser pasado por el cernidor de los feminismos y algunas artes comienzan a dar cuenta de sus oscuridades y contradicciones. En términos literarios, a ambos lados del Río de la Plata ya hay varios títulos que abordan la temática desde el punto de vista femenino, en colecciones de cuentos en los que las vivencias dentro de la cancha se procesan de modos renovadores.1 Concretamente, en Uruguay, el libro de Agustín Lucas El bar de los pájaros2 también se anima a abordar el fútbol ya no como el santuario de una religión a la que solo le caben alabanzas místicas, sino como un ambiente material concreto que muchas veces propicia relaciones conflictivas, la precarización laboral, construcciones problemáticas de la personalidad, la inseguridad y la violencia.

LA CARGA DE LA HERENCIA

En el cine, la película 9, coproducción uruguayo-argentina dirigida por los uruguayos Martín Barrenechea y Nicolás Branca, funciona como ejemplo de un abordaje distinto de la temática futbolera. Es probable que, en ese sentido, su referencia más inmediata haya sido El 5 de Talleres, de Adrián Biniez, película en la que un jugador de fútbol se encuentra, a la edad de su retiro, con que no tiene de dónde agarrarse: no ha hecho fama ni fortuna, y la precarización de su vida es tal que le trae conflictos con todo su entorno. Así, Biniez nos presentaba una de las caras más complejas de la vida de los futbolistas que no se han hecho millonarios (que son la inmensa mayoría): ¿cómo sigue la vida después del fútbol?, ¿qué es lo que queda cuando el juez pita por última vez y hay que sacarse los botines para siempre?

En el caso de 9, la anécdota pudo haber estado inspirada en alguno de los tres episodios en los que el jugador de fútbol uruguayo Luis Suárez mordió a algún oponente durante partidos en equipos europeos y recibió, por ellos, penalidades severas de la FIFA. En la película, Christian, el protagonista, es un jugador muy joven que se encuentra ascendiendo en una prometedora carrera internacional. Pero está regresando a Uruguay luego de haber sido suspendido por un episodio de descontrol violento dentro de la cancha. Debe recluirse en una lujosa casona especialmente ambientada para albergarlo durante la crisis. Ahí, mientras entrena y cuida su físico, reflexiona sobre qué quiere hacer y padece las presiones de la prensa y de su padre, que también es su agente.

La película retrata la vida de un futbolista latinoamericano estrella: la excitación del público –que bordea el acoso colectivo–, las publicidades tontas en las que debe aparecer, la reclusión, los cuidados extremos dedicados al cuerpo, la enajenación y la falta de libertad que ello supone. En medio de todo eso, la distracción obligada: las fiestas privadas con bellas muchachas contratadas funcionan como el estándar vacío de la diversión. Y, sobre todo, está el control opresivo del padre, que maneja el negocio y en quien constatamos, en forma bastante clara, el origen de la disposición agresiva de Christian. La tragedia parece imponerse: lo que está en juego en la relación entre Christian y su padre es, justamente, la herencia, la necesidad de cumplir con un destino prefabricado, lleno de mandatos, en el que los deseos del joven no encuentran lugar ni siquiera para ser enunciados como tales.

Es evidente que la película no está realizada desde el entusiasmo por el deporte. Hay una única escena de fútbol, un amistoso planteado como entrenamiento en una cancha privada, y está filmado con una cámara en mano temblorosa y planos breves, de una manera fragmentaria que sirve también para disfrazar la ausencia en pantalla de jugadores que puedan impresionar con sus habilidades. Allí no hay desborde, valentía o libertad: los directores logran el efecto buscado y transmiten con claridad la sensación de estar asistiendo a un simulacro, a una especie de teatro prefabricado en el que todos –los amigos, el entrenador, el padre, el hijo– cumplen su rol asignado sin salirse ni un milímetro del libreto.

El centro está en el estudio clínico del mundo que se despliega alrededor del deporte. Lo de clínico aplica al ambiente minimista y pulcro de la casa en que transcurre la mayor parte de la acción, y al estilo cinematográfico, basado en encuadres muy estudiados, muchas veces planimétricos, casi siempre con la cámara fija. Son encuadres que, además de bellos, parecen calculados para mostrar la mayor cantidad posible de acción en cada escena, con lo cual se extienden por muchos segundos o minutos. Hay un cierto parecido con el estilo visual de Chantal Akerman en su Jeanne Dielman, 23 Quai du Commerce, 1080 Bruxelles, y también con Michael Haneke, en el sentido de que ese estilo distante, impasible juega poéticamente con los sentimientos fuertes y expansivos de los personajes frente a cámara, con sus exabruptos y puteadas. Frente a esa frialdad aparente del punto de vista se desarrollan las angustias de Christian y la ternura de su incipiente vínculo con una muchacha del mismo barrio privado. No hay música incidental, lo que contribuye también a cierta sensación de desapego afectivo por parte del dispositivo narrativo.

La puesta en escena es inteligente y creativa, con algunos diálogos armados de manera muy curiosa: el de Christian con el Gordo, sentados hacia lados opuestos de un banco sin respaldo, pero con la cámara puesta de tal manera que sus rostros se señalan uno al otro, aunque a distancias bien distintas de la cámara; y el de Christian con Belén, cada uno de un lado de la reja de la cancha de tenis, cada uno mirando hacia un lado de la pantalla, ella en el sol y algo difuminada por la reja, y él en la sombra. El showdown es formidable: pasa algo realmente decisivo dentro de la anécdota. Es un gesto clásico, un auténtico plot point. Sin embargo, alcanzando un extremo en la opción no clásica del estilo visual, el plano fijo se extiende por varios minutos en los que los personajes principales se mueven hacia el fondo y la acción importante, crucial y definitiva ocurre allá lejos, chiquita. Constatamos lo que esa escena tiene de dramática y potencialmente violenta, pero la cámara prefiere no vibrar con esa intensidad, por lo que deja a los espectadores un espacio de reflexión y compromete su decodificación con respecto a qué están diciendo los personajes.

Aún más que las tensiones derivadas de un macronegocio como el fútbol –en especial cuando tiene escala internacional–, esta película se centra en la masculinidad: los mandatos de la competencia deportiva e interpersonal, el peso de las ansiedades patriarcales depositadas por el padre en el triunfo del hijo, la violencia física y la moral. Al mismo tiempo, Christian parece encarnar a la minoría de varones de su generación –una minoría que quizá sea más grande que nunca, y que tiende a crecer–, esa que ya no se siente cómoda en el juego de la masculinidad entendida y practicada de esa manera y está dispuesta a revisarla, aunque no sepa bien cómo. En este sentido, es significativo que el interés amoroso de Christian, lejos de funcionar como trofeo o botín de los logros que corresponden a su posición «alfa» (joven, fuerte, bonito, exitoso, famoso y rico), actúe como principal catalizador del cambio.

Barrenechea y Branca se muestran como excelentes directores de actores, un aspecto que en el cine uruguayo no abunda. El reparto rinde muy bien. Enzo Vogrincic es toda una revelación y podemos anticiparle un gran futuro como actor protagónico. Horacio Camandule y Roxana Blanco figuran en los que pueden ser los mejores papeles de sus amplias trayectorias en el cine uruguayo. El consagrado actor argentino Rafael Spregelburd, como el padre de Christian, trasunta en forma particularmente vívida la agresividad latente o explosivamente explícita, la combinación del poder que realmente tiene con cierta necesidad de compensación por lo que podemos adivinar como un pasado más o menos humilde que pudo dejar atrás gracias a la explotación del hijo.

LA LATINIDAD AL PALO

En el caso de la última película de Paolo Sorrentino, Fue la mano de Dios, el planteo es radicalmente diferente, pero veremos que tiene algunos puntos en común. La película, de corte autobiográfico, ficcionaliza la adolescencia del director en el empobrecido Nápoles de los años ochenta. El alter ego de Sorrentino es el adolescente Fabietto, que durante buena parte del metraje solo es un observador que contempla la ciudad y la historia junto con nosotros, los espectadores. La llegada de Maradona al cuadro de sus amores, y de los de toda su familia, es la excusa perfecta para introducir cierta deriva fantástica en un universo de por sí atravesado por intensos episodios sobrenaturales, entre los que el Diego será uno más, el que marca el cruce definitivo de la frontera entre ficción y realidad, el más sagrado.

Fue la mano de Dios comienza como un retrato de la juventud de Fabietto en medio de una familia típica de una commedia all’italiana: tíos y tías, primos y primas, abuelas glotonas y graciosas, mucha gente que come, toma y ríe alrededor de una mesa en un paisaje soñado. Al mejor estilo de esa maravilla que fue el cine italiano de los cincuenta, sesenta y setenta, los vínculos humanos se revelan en forma de fiesta, en un gesto profundamente latino que incluye la religión –y su reverso complementario, el paganismo explícito–, atravesándolo todo, la burla sobre el cuerpo y el modo de vivir de los demás, el gusto general por lo hiperbólico, la aceptación naturalizada de lo freak, lo feo, lo que se sale de la norma de la belleza hegemónica, pero, a su vez, llamando la atención sobre esos defectos, haciéndolos notar, riéndose de ellos. Esa manera soleada, sureña y marítima de habitar la familia es tan distinta de lo que se ve en las películas anglosajonas que, para nosotros, se parece a llegar a casa después de un largo viaje: para quienes crecimos en los ochenta es muy fácil identificarse con la forma de armar comunidad que allí se muestra. Porque, además, Sorrentino se cuida mucho de romantizar esa realidad al transmutarla de su memoria a la pantalla. Está el disfrute, sí, pero también la violencia –desde el inicio mismo de la película–, la agresividad contenida, la ilegalidad, el engaño, la mentira colectiva, el desamor y la crueldad.

Por otro lado, a pesar de su clasicisimo y su filiación con la tradición de la comedia italiana, Fue la mano de Dios no podría haber sido filmada en otro momento de la historia. La ambientación es de época, pero estamos frente a una película de su tiempo. Es notorio cómo el director señala el modo en el que el machismo y el patriarcado organizan la vida en ese Nápoles del siglo pasado. Los comentarios sobre los cuerpos de las mujeres, las agresiones físicas que sufren, el lugar de sometimiento que implica su condición de esposas, los privilegios económicos de sus maridos, el absoluto reinado del amor romántico y la condena de la soltería femenina denotan de manera autoconsciente una cultura sumergida en la violencia de género y en relacionamientos patriarcales, incluso en términos místicos. Lo maravilloso es que la película nos muestra esa violencia, pero no la juzga: una profunda ambigüedad habita el aura de los personajes y nos deja quererlos, triunfar o sufrir con ellos.

Si bien el humor está muy presente en la primera parte, a partir de un hecho trágico e inesperado Fabietto se ve obligado a madurar de pronto y abandona la adolescencia para siempre. Ese corte radical en el tono también es notorio en el arte y la fotografía, en los encuadres y, sobre todo, en cómo la pantalla comienza a sentirse desnuda, vacía. Lo que antes eran cuadros compuestos entre cuerpos exuberantes, de pieles brillantes y ropas coloridas, que parecían abrazar a los personajes y a los espectadores, ahora son grandes composiciones con el cuerpo de Fabietto casi en soledad o rodeado de personas que le provocan una profunda ajenidad, como en la escena en el patio de su secundario, en la que finalmente se pone a llorar. Eso es otra cosa que llama la atención: cómo, en la cultura latina, la emocionalidad masculina está mucho más presente que en la anglosajona. Los varones se besan, se abrazan, se admiran la facha, están lejos de la frialdad corporal a la que nos tiene acostumbrados Hollywood. Es interesante pensar, a partir de este retrato, que no existe como bloque eso que llamamos masculinidad hegemónica, sino que la construcción del género también depende del contexto cultural y geográfico, el momento de la historia en el que las personas se encuentran y otra serie de variables significativas.

De hecho, la competencia con lo anglosajón no está para nada solapada. Sucede lo mismo que en House of Gucci, la película de Ridley Scott, pero al revés: si la primera puede leerse como una humillación de la cultura latina,3 debido a que cuenta la traición y caída de los dueños italianos de la marca, aquí no solo se festeja de manera desmedida el gol de Maradona contra los ingleses, sino que el personaje del abuelo de Fabietto –uno de los más memorables de la película– le declara a su nieto, hablando casi a cámara con ese énfasis característico de uno de los idiomas más bellos del planeta: «Ha vengado al gran pueblo argentino, oprimido por los innobles imperialistas en las Malvinas. ¡Es un genio! Es un acto político. Una revolución. Los humilló, ¿entiendes? Los humilló». Del mismo modo, en otro momento, el amigo contrabandista de Fabietto –que es quien le enseñará a disfrutar de la vida en una síntesis poética sonora que es una hermosura, y que se recupera en los créditos– llega a un bar y se mete con la bella mujer de un gringo, al que después remata con una paliza. Sería plausible interpretar que, a pesar de la autoconciencia y la denuncia del patriarcado que la película encierra, Sorrentino sí necesitó medir su masculinidad contra quienes retratan la cultura italiana solo como un reflejo de quienes migraron a Estados Unidos. Una pista más: Fabietto siempre está a punto de ver Érase una vez en América, de Sergio Leone, película que retrata la vida de los italianos en Nueva York. Sin embargo, nunca llega a poner el VHS en el aparato, lo que logra que la referencia luzca menos como un homenaje y mucho más como una burla calculada.

Hacia el final de la película, empiezan a entrar de manera fluida, natural derivas filosóficas relacionadas con el hecho de hacer cine, el proceso creativo y el vínculo entre el arte y el dolor. Tal vez la influencia de Fellini, que es posible hallar en toda la película –y que se vuelve explícita en una escena en la que el hermano de Fabietto, que quiere ser actor, asiste a un alucinado casting para una película de Federico–, encuentra su punto culminante en ese último segmento en el que las preguntas sobre por qué y cómo hacer cine se dan de frente contra el absurdo de un existencialismo que no da tregua. El director de cine Antonio Capuano, personaje real ficcionalizado en la película, mantiene un diálogo intenso con el protagonista y aparece como un oráculo provocador y estimulante. Pero, otra vez, como siempre en Sorrentino, la sensación que nos deja el personaje es ambigua: hay algo asqueroso en su modo de dar consejos, hay una oscura soberbia cargada de frustración en ese cineasta viejo que también se despliega, sin piedad, frente a nuestros ojos. Y oídos, porque cómo suena ese mar, cómo llena el ambiente de susurros.

Después de ser salvado por Maradona –por la mano de su dios personal–, Fabietto decide que quiere ser cineasta, como una manera de atarse a la vida. En el caso de 9, la película rioplatense, lo que transforma al protagonista no es el fútbol, sino la posibilidad de abandonarlo. En ambos casos se relevan –y revelan– tensiones en la construcción de la masculinidad, herencias que se transforman en una carga, formas culturales que son capaces de negar la estructura profunda del ser y contra las que hay que rebelarse para poder sobrevivir. El espacio para la emocionalidad, la lectura crítica de los vínculos filiales, el absurdo de una existencia para la que encontrar sentido es cada vez más difícil son temas que rodean estas películas y las vuelven contemporáneas. Es muy interesante que el fútbol, otrora endiosado como un templo divino, pueda funcionar en este tiempo como puente para hacerse preguntas que resultan urgentes. Necesitamos de estos estímulos, de estas nuevas formas de abordaje a los paisajes de siempre, aunque se trate, al decir de Fellini, de películas sin esperanza.

1. Para más información sobre estos procesos, léase la nota de María José Olivera Mazzini en este semanario, disponible en https://brecha.com.uy/abrir-la-cancha/.

2. El libro fue recientemente reseñado por Florencia Fava en este semanario. Disponible en https://brecha.com.uy/te-llevo-en-el-corazon/.

3. Recomiendo, para profundizar en esta idea, la lectura de la crítica que el argentino Ángel Faretta hizo de House of Gucci. Está disponible en https://www.asalallena.com.ar/cine/critica-la-casa-gucci-house-of-gucci-angel-faretta/

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