—En esta década larga de gobiernos progresistas en la región, ¿se implementaron realmente políticas alternativas al capitalismo o se tendió hacia formas de “buen capitalismo”, o “capitalismo con rostro humano?
—Habría que distinguir entre los diferentes gobiernos. Una cosa son los bolivarianos (Venezuela, Bolivia y Ecuador) y otra muy diferente los del Cono Sur: Argentina, Brasil y Uruguay. En los primeros se intentó poner en marcha algunas pocas políticas alternativas al capitalismo, no sólo en el terreno económico sino también en el político y social. La nacionalización y estatización de los recursos básicos no pueden ser consideradas como políticas alternativas al capitalismo, por importantes y laudables que sean. Aquellas orientadas a garantizar un control obrero o popular de las nuevas empresas sí. Si bien los gobiernos bolivarianos tenían un horizonte de transformaciones políticas fijado en la construcción de un nuevo tipo de socialismo (“del siglo XXI”, del “vivir bien” boliviano o del sumak kawsay ecuatoriano), los avances en esa dirección no fueron muchos y tropezaron con enormes obstáculos. Pero mal podría minimizarse la importancia de esas políticas. El avance de los Consejos Comunales en Venezuela estableció una relación de poder antagónica a la lógica del capital, y este no es un dato menor. La institucionalización de formas de propiedad e intervención económica basada en las tradiciones de los pueblos originarios, tal como ocurriera en Bolivia y Ecuador, es también contradictoria con las premisas del modo de producción capitalista. Fueron, y son, intentos parciales, incompletos, pero de singular importancia.
Distinto fue el caso de los países del Cono Sur, ninguno de los cuales se propuso otra cosa que refundar, sobre bases “serias y racionales”, el capitalismo. Aquí no hubo atisbo alguno de avanzar hacia otra cosa que no fuera la profundización del capitalismo, cosa que efectivamente se hizo. Nunca estuvo en los planes del peronismo, en cualquiera de sus variantes, abandonar al capitalismo. La famosa “tercera posición” de Perón sólo lo era en el terreno de la Guerra Fría y durante esa época, pero en el plano interno la opción por el capitalismo fue absoluta y total. Otra historia es la del PT, que tenía en sus orígenes, como en buena medida el Frente Amplio uruguayo, una propuesta anticapitalista que en ambos casos fue abandonada en aras del “posibilismo” o de un falso “realismo político”. Si en el caso de Uruguay esta actitud es más comprensible debido a la debilidad relativa de su economía en el concierto mundial, no es para nada lo mismo en el caso de Brasil, cuyo gobierno podría haber intentado avanzar en un programa más radical, en lugar de entregarse, atado de pies y manos, a las clases dominantes y sus aliados. Por eso en ninguno de estos tres casos encontramos políticas contrarias al capitalismo sino tentativas, infructuosas, de “humanizarlo”, con las desastrosas consecuencias que hoy saltan a la vista en estos tres países y que dejan el amargo sabor de una magnífica oportunidad desperdiciada.
—¿Qué reivindicaría y qué no de las políticas aplicadas?
—En los bolivarianos la recuperación de los recursos naturales básicos fue un paso importantísimo, que no se dio en los otros, en donde lo que primó fue garantizar el ingreso del capital extranjero a los puestos estratégicos de las economías nacionales. En los primeros, sin embargo, hay que señalar como uno de los problemas la debilidad de las dos economías menores, Ecuador y Bolivia, que restó mucho margen de maniobra a las autoridades económicas. Ecuador es un país muy vulnerable por la estructura de su economía y también porque no tiene moneda. Es decir, el presidente Rafael Correa no pudo, ni puede, aplicar instrumentos de política monetaria porque éstos los maneja la Reserva Federal de Estados Unidos y el gobierno de ese país. Estos dos factores explican la falta de un impulso más decidido para avanzar por la senda de las transformaciones estructurales. Bolivia es un caso parecido, pero sin el talón de Aquiles que significa la carencia de moneda propia. Sin embargo, las políticas de promoción de sectores de propiedad social y cooperativa a cargo de los movimientos sociales terminaron en un fracaso, reconocido por el propio gobierno. Es que no basta tranferir las empresas al control popular para que funcionen eficientemente, y por eso la mayoría de esas empresas tuvieron que ser reestatizadas para salvarlas de la quiebra. En Venezuela, a su vez, hubo muchas políticas que se han venido aplicando de manera poco eficaz. No sólo la fundamental, tendiente a atenuar el rentismo petrolero que tanto daño le ha hecho al país, sino otras de más inmediato efecto, como las políticas antinflacionaria, monetaria y comercial, que en su conjunto desataron una grave crisis de abastecimiento que afecta a grandes sectores de la población y pone en tela de juicio la continuidad del proceso bolivariano allí donde se lo vio nacer.
—¿Piensa que hubo algún tipo de transformación “cultural” en los países de la región gobernados por fuerzas progresistas, o bien hubo una adaptación de las fuerzas progresistas a los valores culturales predominantes precedentemente?
—No hubo ninguna revolución cultural. Más bien se produjo una tentativa de crear una nueva ciudadanía basada en el acceso al consumo que en la conformación de un nuevo sujeto, portador de nuevos valores y actitudes. La apuesta por el consumismo fue muy fuerte en los países del Cono Sur y Venezuela, y en menor medida en Bolivia y Ecuador. En todos ellos faltó el instrumento que se hiciera cargo de la educación política de los nuevos contingentes populares otrora excluidos y “desciudadanizados”, y que fueron incorporados a la vida política y social en los últimos años. Fue el principal fracaso de los partidos gobernantes, desoyendo las orientaciones de Antonio Gramsci con relación a la necesaria construcción de una nueva hegemonía como fundamento de la construcción de un orden social superador del capitalismo. No hubo ni escuela de cuadros ni procesos de educación masiva para el conjunto de las clases emergentes. Se apostó a que el consumo, el acceso a bienes y servicios otrora negados a los sectores populares, crearía hegemonía política y reforzaría la lealtad de estos nuevos sujetos para con los gobiernos que los favorecieron. Nada de esto ocurrió sino más bien todo lo contrario, porque el acceso a renovados niveles de consumo en condiciones de carencia de educación política lo que hace es “aburguesar” a los sectores populares e inclinarlos a que adopten como modelo de comportamiento económico y político aquel propio de las capas medias. Nada hubiera sido más beneficioso que haber lanzado una revolución cultural en nuestros países, pero nada de eso ocurrió.
—¿Qué políticas transformadoras propondría?
—Son realidades muy diferentes. Argentina ha retrocedido y el kirchnerismo se encuentra en desbandada. En Brasil el PT está pagando un enorme precio por sus políticas suicidas de desmovilización inducidas desde el Planalto. En Uruguay hay una reacción ante el rumbo cada vez más alejado de los objetivos originales que dieron lugar a la gestación del Frente Amplio. En Bolivia y Ecuador estamos en presencia de dos gobiernos que, al día de hoy, parecen estar en condiciones de prevalecer en los próximos comicios presidenciales. Y en Venezuela de lo que se trata es de impedir un desenlace violento de la actual crisis política. En esas condiciones no hay políticas comunes ante experiencias que ya poco tienen de común. Sin embargo me atrevería a sugerir la vigencia de lo que Lenin planteaba en sus escritos, sobre todo en el ¿Qué hacer?, acerca de la decisiva importancia de la organización. Los sectores populares no tienen bancos ni recursos económicos; no controlan los grandes medios de comunicación ni tienen injerencia eficaz en las distintas ramas del aparato estatal, comenzando por las fuerzas armadas y la policía, siguiendo por el poder judicial y la administración pública. Con suerte pueden acceder a alguna representación sindical y político-partidaria. La cultura dominante los estigmatiza. La única arma con que cuentan es su organización, no tienen otra, no tenemos otra. Pero ahí también operan los enemigos, algunos con falaces ropajes de izquierda y otros directamente desde la derecha, para sembrar confusión, desánimo y desunión en el campo popular. Diría que esta es la misión primera y fundamental: organizarnos para enfrentar los nuevos desafíos de la contraofensiva imperial, cuya victoria está lejos de ser inexorable. Y junto a la organización, la batalla de ideas. La sola organización no garantizará gran cosa. Debemos convocar a artistas, intelectuales, periodistas, todo el mundo de la cultura para que se pliegue a esta batalla.
- Las otras colaboraciones fueron publicadas en las dos últimas ediciones del semanario. Todos respondieron al mismo cuestionario, que les fue enviado por correo electrónico.