Con Carlos Rehermann
—En el principio fue el capitalismo.
—Sí, desde sus albores, en el siglo XIV, instaló la noción de que el artista era un ser tocado por la genialidad. Esta concepción es dinamitada en el siglo XX por las vanguardias que producen, junto a indiscutibles aportes al pensamiento crítico, un desconcierto brutal en materia de posibilidades de definir qué es arte. El correlato de la cancelación del artista como genio es que su materia, el arte, se “redistribuye” en el conjunto de actividades humanas englobadas, hoy, en la palabra cultura. Y como todo es cultura, desde lo que comemos hasta la forma en que calzamos soquetes, la pregunta por el arte perdió sentido.
—¿También el artista dejó de hacérsela?
—Del siglo XV al XX los artistas eran aliados críticos del capitalismo, o sea, aceptaban remuneración, no sujeción. Ningún artista de la modernidad fue empleado de un capitalista, ahora es al revés, hay funcionarios culturales que apuntan a violentar el humor con corrección política y concursos literarios reservados a minorías discriminadas. Lo único que hacen es reforzar la discriminación, al aislar a esa minoría de una sana competencia con quienes no la integran.
—En tu artículo1 no ensayás respuestas a qué es el arte, ¿tenés alguna?
—Las inquietudes al respecto comenzaron con Kant y los filósofos que inventaron la palabra “estética” para aludir al estudio de la belleza en el arte. Antes, en eras precapitalistas, nadie hacía preguntas porque sólo existían la creación, es decir, la poesía, y la techné, las artesanías. El repertorio de las artes, con sus academias y su índex, vino después. Por otro lado, la estructura productiva del capitalismo penetró hasta en los talleres de pintura renacentista, donde un maestro firmaba un lienzo de siete metros que habían pincelado, palmo a palmo, doce trabajadores. Por eso los clientes solían exigir que al menos las manos y el semblante del retratado fueran pintadas por el maestro.
—Las academias, decís, domesticaron la creación libre.
—Abiertas por las clases dominantes, controlaban el acceso y la expulsión del mundo de las bellas artes, y las posibilidades de desarrollo de un creador. La opción era encajar en esa horma o de-saparecer, parecido a lo que ocurre ahora, que el Estado te dice: “Vos hacé lo que quieras, pero si escribís un libro que prevenga la discriminación, nos enseñe a reírnos de lo que a mí se me ocurre y promueva la clasificación domiciliaria de residuos, nosotros lo apoyamos”. Eso es academia.
ESCOBA EN RISTRE.
—Algunas manifestaciones de la cultura popular tienden, quizás sin proponérselo, al arte. ¿Habría que advertirles que no hay a dónde llegar?
—Si decidís apoyar el fútbol o el carnaval por su masiva popularidad, a mi criterio estás errando como a las peras, porque precisamente por esa receptividad son los ámbitos menos necesitados de ayuda. El punto está, creo, en que si sos Estado y no podés ni querés separar la paja del trigo en materia cultural, terminás apoyando lo que te da votos. Eso, unido al sonsonete promotor de derechos humanos, origina costumbre, no fidelidad. Me ofrecen un espectáculo gratuito y encima pasan a buscarme a domicilio para ir: claro que voy. Para usar mi derecho, no porque posea insumos intelectuales y sensibles para apreciar lo que veré o porque pueda conectarlo, de algún modo, con mi experiencia. Ni siquiera tengo garantías de que no me aburriré como un hongo. Hasta en sus loables programas de otorgamiento de fondos, el Estado incurre en preguntas incontestables: ¿Qué impacto tendrá su proyecto? ¿A qué público está dirigido? Yo qué sé, imaginate que a Joyce le hubiesen preguntado qué impacto tendría el Ulises. Y esa obsesión por las cifras, como si la cantidad de espectadores de un espectáculo fuera un índice de apropiación.
—Si pudieras incidir sobre el panorama que describís, ¿qué harías?
—Es difícil contestarte en forma refleja. Primero intentaría contar con un mapa lo más fidedigno posible de la situación del arte y de los artistas en Uruguay, y luego comenzaría por barrer los condicionamientos y exigencias viciadas de futurismo en la asignación de recursos. Tampoco tengo claro que el arte tenga una función social, lo siento más como una expresión de la condición humana, como el amor, que aparte de no servir para nada es ilegal, inmoral y engorda (sonríe).
—Lo que engordaste fue tu narrativa, con un premio Banda Oriental Lolita Rubial a la novela Tesoro.
—Publiqué, con esa, siete novelas y una decena de obras teatrales; la dramaturgia me resulta menos compleja que la narrativa porque, para mí, un texto teatral es una suerte de cuento largo. La novela, en cambio, te absorbe sin piedad.
—Ésta más, por autobiográfica.
—Es una remembranza de mi juventud en dictadura y de la relación con mi padre, que vivió sus últimos años en ese período.
—Parece que sorteaste con gracia escollos inherentes al género, como la selectividad de la memoria y la tentación catártica.
—Viste que está de moda algo que nació en los años setenta, la autoficción, un buen invento para contar “de mentira” cosas que viviste en realidad, sin que nadie pueda acusarte de malversador.
—Tu currículum aclara que no ejercés la profesión de arquitecto, ¿por qué?
—La ejercí ocho años hasta que, a la altura de mi cuarta novela —la primera la escribí antes de recibirme—, entendí que mi lugar estaba en las letras. La arquitectura es una profesión que exige dedicación absoluta y tolerancia pastoral a caprichos de clientes necios. No pude soportarlo.
- En Interruptor, la columna de H enciclopedia, www.henciclopedia.org.uy, 28/VII/ 2016.