Los rituales políticos romanos conceden tiempo a Giorgia Meloni, la triunfadora en las elecciones del pasado domingo. Tardará alrededor de un mes en asumir el cargo como primera mujer jefa de gobierno. Ya en plena luna de miel, en estos días muchos le perdonan su juventud neofascista y le atribuyen virtudes incógnitas. Pero se vislumbra un problema relevante: ¿qué hará con su mayor aliado, el jefe de la Liga, Matteo Salvini?
A pesar del holgado triunfo de la coalición de derechas y de la cómoda mayoría que se prevé –al menos inicialmente– para un futuro gobierno de Meloni en ambas cámaras, la magnitud de la derrota padecida por la Liga, que en apenas tres años pasó de 34 por ciento de los votos a menos de 9, amenaza con poner en riesgo la estabilidad del nuevo gobierno. El desequilibrio en la coalición (el partido de Meloni alcanzó el 26 por ciento y tanto la Liga como el partido de Silvio Berlusconi se quedaron en el 8) está en gran medida ligado al actual desprestigio de Salvini, quien otrora dirigiera el mayor partido xenófobo de Europa.
En el último año, Salvini tuvo que tragarse el sorpasso de quien era una aliada hasta entonces menor. Hasta la invasión de Ucrania y, posiblemente, hasta el inicio de la campaña electoral, todavía parecía que el líder de la Liga se conformaría con volver al Ministerio del Interior, que ocupó entre el verano boreal de 2018 y el de 2019. Al fin y al cabo, desde allí supo construir una espectacular subida en su popularidad, en medio de una orgía de abusos contra los inmigrantes. Fue en la cresta de esa ola, cuando reclamó «plenos poderes» para sí mismo (algo inexistente en democracia), que empezó su caída, que aún no termina. La cosa se agravó terriblemente en febrero, con la guerra en el este de Europa y la evidencia de su cercanía a Vladimir Putin. Rusia Unida y la Liga tienen un pacto de amistad que, según investigaciones que aún no han cristalizado en juicios, incluía una amplia financiación económica de Moscú a Milán.
Ideológicamente, la Liga, bajo el liderazgo de Salvini, pretendía desprenderse de la Unión Europea (UE), alejarse de los socios y aliados tradicionales de Italia –Francia y Alemania, en primer lugar– y construir un nuevo espacio con el llamado Grupo de Visegrado, formado por Eslovaquia, Hungría, Polonia y República Checa. Este grupo se reunió durante años alrededor de tres ejes: rechazo a la UE y al euro por su limitación a la soberanía nacional, énfasis antiinmigratorio sin importar el respeto a los derechos humanos y rechazo al Estado de derecho tal como se lo ha entendido desde la Segunda Guerra Mundial.
Tras la invasión rusa, de aquel grupo de países solo Hungría mantiene abierto su enlace con Putin, y Salvini se ha convertido en un impresentable a escala internacional. La ideología de Visegrado, sin embargo, fue compartida por Meloni durante años, con la sola diferencia de que ella siempre fue más cuidadosa de las formas a nivel regional, mientras que el estilo Salvini pretendía hacer el mayor ruido posible. Hoy el conservadurismo de Meloni se volvió más mainstream: filo-OTAN, atento a los mercados, respetuoso del modelo económico y las estructuras de la UE y hasta dialogante con el expremier Mario Draghi, el tecnócrata neoliberal al cual Meloni se opuso durante la campaña, pero con quien –según han filtrado a la prensa miembros de su partido– estaría ahora colaborando.
En el clima político actual, para Meloni debería ser fácil fortalecer esa imagen moderada y archivar a Salvini, empezando por negarle el Ministerio del Interior. Pero no será así. La polémica ley electoral con la que los italianos votaron en esta última elección hizo que la Liga tenga dentro de la coalición de derechas un número de parlamentarios muy superior a su caudal electoral. Salvini contará con la fidelidad del 18 por ciento de los legisladores, una fuerza casi idéntica a la del Partido Democrático (PD), que tuvo más del doble de votos.
La campaña del PD les pedía a los electores que eligieran fríamente entre la supuesta gobernabilidad de los democráticos y el salto al vacío encarnado por Meloni. Después de su mal resultado electoral el domingo, Enrico Letta ya anunció que no será el próximo líder del partido. Y, sin embargo, el problema no fue la moderación encarnada en su figura, sino un ecosistema político en descomposición. Desde 2008 hasta hoy el PD pasó de 12 a 4 millones de votos y derrochó su capital político elección tras elección: ni socialdemócrata ni liberal, a la manera del New Labour de Tony Blair o del En Marche macroniano. ¿Terminará como el Partido Socialista francés o logrará recuperar un papel protagónico como la socialdemocracia española o la alemana?
Ni el PD ni los partidos del centro y la izquierda buscaron realmente una alianza que detuviera el ascenso de Meloni. A la derecha de los democráticos, el partidito neoliberal nacido alrededor del antiguo primer ministro Matteo Renzi logró una votación mediocre (7,7 por ciento), con su pretensión –ridícula– de que el PD vive una deriva «soviética». Sin embargo, peor le fue al histórico Partido Radical –progre en derechos civiles, neoliberal en economía–, que se quedó afuera del Parlamento (2,8 por ciento). Malo fue también el desempeño, aunque conquistaron unos pocos escaños, de los verdes y la izquierda aliada al PD (3,6 por ciento). Afuera quedó la izquierda radical de comunistas y alrededores (1,4 por ciento). Solo le fue bien (15 por ciento) al Movimiento Cinco Estrellas, pero en condiciones de extremo aislamiento político. La cancha está toda embarrada y nadie sabe cuándo parará de llover.