No hay con qué darles a los Coen. Desde hace poco más de tres décadas, cuando se presentaron con Simplemente sangre (1984), vienen proporcionando a sus espectadores reflexiones, inquietud, reencuentro con viejos géneros pasados por su tamiz particular, un peculiar humor por el que pueden filtrarse, o no, cosas muy serias, o cosas muy serias que destilan un subrepticio humor. Y han propiciado también interminables discusiones sobre si su cumbre es Barton Fink (1991), El gran Lebowski (1998) o Fargo (1996), si fue un lamentable error meterse con El quinteto de la muerte (2004) o si Dónde estás hermano (2000) es o no una “obra menor” (no lo es). Mirados en paquete, al menos para esta escriba, tan sólo El amor cuesta caro (2003) sería el Dvd cuya falta no sentiría si se resbalara de la colección.
Con ¡Salve César!1 Joel y Ethan llegan en su mejor forma. Queda la duda sobre si los jóvenes que nunca accedieron al cine hollywoodense de los años cincuenta –los hay que por curiosidad y cinefilia sí se han acercado a él– podrán disfrutar de esta obra que es a la vez guiño, homenaje y demostración, en pequeños y enormes detalles, de una sapiencia mayor.
En los años cincuenta Hollywood resistía la avalancha de la televisión apostando a superproducciones y a los géneros que lo habían hecho popular, como westerns y musicales; también rondaba el macartismo, que tantos agujeros y dolores traería. En los estudios Capitol, Eddie Mannix (Josh Brolin) realiza el interminable y sin horario trabajo de fixer, esto es, una suerte de componedor de entuertos de los que afligen a directores, actores, actrices, dentro y fuera de las películas. Para que la maquinaria siga funcionando, alguien tiene que arreglarlos para que el público siga yendo a ver las películas y siga adorando a sus estrellas; esto puede arreglarse con negociaciones, o con un par de oportunas cachetadas. Menudo trabajo el de este hombre, que además se confiesa una vez al día para revelar que ha fumado dos o tres cigarrillos o le mintió a su esposa. Hay que ver de no disgustar a ninguna iglesia cristiana ni judía con la superproducción sobre Cristo que se está rodando; rescatar a su estrella Baird Whitlock (George Clooney), secuestrado por un grupo de guionistas comunistas donde milita el propio Marcuse; buscar una salida “respetable” al embarazo de la nadadora artística DeAnna Moran (Scarlett Johansson); lograr que el vaquero experto en pericias ecuestres Hobie Doyle (Alden Ehrenreich) y que no puede decir tres palabras seguidas encaje en el elenco de una comedia elegante; que el refinado director Laurentz (Ralph Fiennes) acepte a esta joya en bruto; que las hermanas periodistas de chismes y rivales Thora y Thessaly (ambas interpretadas por Tilda Swinton, “gemelizando” a las temibles Louella Parsons y Hedda Hopper) no publiquen una información escandalosa sobre Whitlock. También puede pasar que el astro musical Burt Gurney (Channing Tatum) padezca tentaciones políticas incompatibles con Hollywood, o que la montajista (Frances McDormand) casi muera ahorcada con un proyector, y hasta que la fidelidad de Mannix al mundo del cine parpadee frente a la jugosa oferta de pasar a trabajar en una industria de futuro, como era la de la aviación.
Es un magma hollywoodense resuelto en viñetas casi independientes, y si los fantasmas de Esther Williams, Gene Kelly, Carmen Miranda o Robert Taylor, si las imponentes escenografías, planean por este universo, lo hacen como parte de una cariñosa parodia que no se priva a la vez de estirar sus límites –véase el espectáculo de tap que culmina en una suerte de juego gay– y de recordar a la vez cómo ese cine que miramos como ingenuo y naif podía sin embargo emocionar –el parlamento de Clooney ante el crucificado, con al menos un par de giros interpretativos es, en ese sentido, magistral–. Narrada por Michael Gambon, con una notable música de Carter Burwell y la siempre adecuada fotografía de Roger Deakins, esta comedia evocativa y risueña está en un lugar de honor en esa avara lista del cine-placer –entre las cercanas, sólo puedo nombrar a El gran hotel Budapest, de Wes Anderson–, ese cine que logra el raro encuentro de la nostalgia y la alegría.
- Heil, César! Estados Unidos, 2016.