Un hombre invita a salir a una mujer, le regala un disco de vinilo y después de caminar un rato la lleva a un cine porno. La mujer le dice que ahí se exhiben “películas sucias”, pero él la convence de que muchas parejas van a cines como ese. Una vez dentro de la sala, el rostro de la mujer comienza a desfigurarse conforme van proyectándose diversos cuerpos desnudos, hasta que finalmente se levanta y se va. El hombre, desconcertado, la sigue hasta la vereda. Una vez fuera él se excusa, argumenta que no sabe mucho de películas, y propone llevarla a otro lugar. Pero ella no quiere ni verlo: corre hacia la calle, llama a un taxi y se va.
Esta secuencia es una de las más recordadas de Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976) y en ella se condensa el núcleo dramático de la película. Hay una contradicción entre lo que Travis Bickle, el hombre interpretado por Robert de Niro, quiere –dar una buena impresión a la mujer– y lo que hace –llevarla a un cine porno–. Travis apenas parece entender lo que para el espectador y la mujer es evidente. “La soledad me ha seguido toda mi vida. A todos lados. En las tabernas, en los autos, en las aceras, en las tiendas”, asegura el protagonista. Por eso la lleva al único templo que sigue en pie para los hombres solitarios después de que todos los ideales desaparecieran. El porno –como las drogas– provoca estados orgiásticos mediante los cuales el hombre puede escapar a su realidad de separación y aislamiento. Lo que Erich Fromm llama separateness y en las traducciones al español figura como “separatidad”. En la oscuridad de la sala, bajo un estado de excitación, el mundo exterior desaparece, y con él el sentimiento de aislamiento. Pero al terminar la función la soledad vuelve intensificada por la culpa y la angustia que supone haber participado en un rito socialmente condenable. En Taxi Driver nadie entiende a nadie y ahí radica su conflicto. Los personajes luchan por conectarse pero están irremediablemente solos.
Desde su estreno hace 40 años (en Uruguay se produjo en setiembre de 1976), Taxi Driver ha sido leída como crónica postraumática de la Guerra de Vietnam, como fábula moralizante y también como retrato social y político del Estados Unidos de la década del 70. Aunque las tres son lecturas posibles y es en gran parte por esta multiplicidad de claves que la película soporta varias revisiones, lo más acertado –y lo que, por propia confesión, quiso plasmar el guionista Paul Schrader– es analizar el filme dirigido por Scorsese, ante todo, como la historia de un personaje solitario.
En las páginas de La náusea (1938), novela-diario de Sartre, reside el tono de lo que cuatro décadas más tarde conformará el diario personal de Travis. “Por primera vez me hastía estar solo. Quisiera hablar a alguien de lo que me pasa, antes de que sea demasiado tarde, antes de inspirar miedo a los niños”, escribe Antoine Roquentin, protagonista de la novela. Schrader reconoció la influencia de La náusea en su guión, y no es muy difícil establecer puentes entre ambas obras. Taxi Driver resulta ser la puesta en imágenes de este personaje que se hastió de estar solo, que intentó hablar de lo que le pasaba pero no encontró a nadie que lo escuchara, hasta que fue demasiado tarde.
Taxi Driver explora un tema, el vacío de la vida posmoderna, vigente cuatro décadas más tarde, aunque el cine porno se haya mudado a la comodidad del hogar por cortesía del smart-phone, o en vez de preguntarle al espejo si nos está hablando se lo preguntemos a una selfie. El resultado es casi el mismo. Internet creó la ilusión de la libertad y la hipercomunicación, pero seguimos sin saber qué hacer con esa libertad y no tenemos nada que comunicar. Mientras tanto, afuera todo sigue igual: Vietnam pasa a llamarse Afganistán, Watergate se recicla en Panama Papers y Charles Palantine toma la caricaturesca forma de Donald Trump –cumpliendo de paso la máxima de que la realidad supera a la ficción.
SOLEDAD. Travis se apunta para trabajar como taxista en el turno de la noche porque no puede dormir. No existe más motivación que hacer pasar las horas de insomnio. Después se obsesiona con atraer a una mujer, más tarde con asesinar a un político y por último con rescatar a una prostituta adolescente. Se pasa prácticamente dos horas de metraje buscando desesperadamente algo que lo salve de la soledad y estructure su existencia. Lo busca, siempre, en el exterior, y por eso los monólogos que revelan sus intenciones ponen el foco en “toda la basura de las calles”, en la mujer “fría y distante” e incluso en Dios, que lo “hizo un hombre solitario”.
Si el cine estadounidense de los años setenta rescató –Coppola, De Palma, Spielberg y Scorsese mediante– a una industria que cotizaba a la baja, mucho tuvo que ver en eso Taxi Driver, la historia de un antihéroe freak que transcurre en una Nueva York demasiado fiel a la Nueva York real de los setenta como para encajar en el cuento de hadas “a la carta” de Hollywood. La ciudad que filma Scorsese está asolada por mafiosos y pandilleros, llena de basura, drogas, prostitución y pobreza, pero también plagada de artistas y vida salvaje, esa que reivindica el escritor belga Luc Sante y que declinó con el advenimiento de la “tolerancia cero” de Rudy Giuliani en la primera mitad de los años noventa. Si la película en su momento fue un éxito –realizada con poco más de un millón de dólares, recaudó 28– fue, según su guionista, porque tenía mucha violencia. Pero, ¿cuántos entendieron realmente a Travis Bickle? Algunos ven un héroe y otros un psicópata. Travis es más que nada un síntoma de la vida moderna, algo que, lejos de desaparecer, no ha hecho más que multiplicarse con el tiempo. Su vacío, su ansiedad, su insatisfacción, su furia contenida, su lado protector confundiéndose con su lado destructivo, todo sigue teniendo hoy mucho sentido. Desde los setenta hasta hoy el mundo ha visto pasar por el informativo un centenar de Travis Bickle. Pero si históricamente los mass media se han dedicado a replicar una y otra vez, con leves cambios, la historia del inadaptado que repentinamente viene para sembrar pánico, sin llegar nunca a entenderla del todo, Taxi Driver nos metió en el punto de vista del individuo para profundizar en las razones detrás de los actos. En tiempos de “brotes terroristas”, la película sigue siendo reveladora.
Hacia la segunda mitad del filme, Travis se obsesiona con Iris, una prostituta adolescente interpretada por Jodie Foster, a la que intenta convencer de que vuelva a la casa de sus padres. Travis ve las películas porno como algo natural pero reconoce el drama de la prostitución. La propia Iris lo define mejor que nadie como una “contradicción con patas”. Al final, después del clímax sangriento, el protagonista logra salvar a Iris, aunque ella en ningún momento pidió ser salvada. Esta coda es más un llamado desesperado a las puertas de una sociedad que le provoca rechazo y atracción en partes iguales, que un acto de altruismo. Paradójicamente es esta “locura” el boleto para que se inserte en la sociedad como un héroe. “Creo que uno debe convertirse en una persona como todas las demás”, escribe poco antes en su diario. Por cada paso que da hacia la normalidad se aleja otros dos hasta que, como dijo William Faulkner respecto de otro inadaptado neoyorquino, Holden Caulfield, “cuando intentó ingresar en la raza humana resultó que no había raza humana”. Al final, lo que separa al héroe del suicida es tan sólo una bala.