El 17 de junio de 2015 Dylann Storm Roof, un rubio de 21 años, convencido por la propaganda de supremacía blanca de que los negros están destruyendo la nación, llegó a una iglesia de Charleston, Carolina del Sur, armado con una pistola que había comprado legalmente, y mató a nueve feligreses. En el ancho rastro digital que todos producimos en Internet, Roof había expresado simpatía por la Sudáfrica del apartheid y los nazis, explicando que su propósito era provocar una guerra racial.
El 7 de julio pasado Micah Xavier Johnson, un moreno de 25, ex soldado que había estado en Afganistán y tras su retorno se había entrenado en tácticas de combate urbano, armado con una pistola y un rifle semiautomático adquiridos legalmente, irrumpió durante una protesta y mató a cinco agentes de la policía de Dallas. Johnson proclamó que quería “matar blancos, y en especial, policías blancos”. Por supuesto, cada uno de estos dos delirantes traía una larga lista de incidentes anteriores como justificación de su violencia, y el resto del país tiene que lidiar con estos brotes de racismo en medio de una campaña electoral que conduce a dos candidatos más destacados por la bronca que generan que por la simpatía que despiertan entre los votantes.
La provocación de Dallas siguió a dos incidentes en los cuales agentes policiales mataron a hombres negros, otra película repetida en Estados Unidos, donde, de acuerdo con un estudio de The Guardian, “los hombres negros jóvenes tienen nueve veces más probabilidades que los otros estadounidenses de ser muertos por la policía”.
“Aunque son sólo el 2 por ciento de la población, los hombres negros entre 15 y 34 años representaron más del 15 por ciento de todas las muertes debidas al uso de fuerza letal por la policía en 2015”, señaló el diario.
En 2013, después de que el vigilante George Zimmerman fue absuelto por la muerte a balazos del adolescente negro Trayvon Martin, las protestas dieron origen al movimiento Black Lives Matter (“Las vidas negras importan”). Desde entonces Blm ha movilizado a miles de personas cada vez que se ha repetido la escena en la cual agentes policiales, incluidos hispanos y negros, dan muerte a un negro en las calles.
El 5 de julio dos policías de Baton Rouge, Luisiana, forcejearon con Alton Sterling, un negro de 37 años que no tenía un arma, lo tumbaron al piso y lo mataron a balazos. Un día después, en Minneapolis, un policía detuvo a Philando Castile, un negro de 32 años que sí tenía un arma y explicó al agente policial que tenía permiso para portarla. En una escena captada y difundida en directo desde el celular de su compañera, el policía lo mató a balazos. En estos, como en otros casos, los agentes indican que se vieron obligados a disparar. Y una y otra vez, cuando van a juicio, el resultado es una absolución.
Más allá de las connotaciones raciales de los incidentes, Blm y otros sectores han puesto entre los problemas más serios del país la capacitación y propósito de las fuerzas policiales.
El primer reflejo de los policías estadounidenses es la imposición de autoridad. Cualquier gesto de demora en responder, de desacato, conduce a una escalada del conflicto. En muchos casos es gatillo, primero, y lo que venga después. Aun así, un informe reciente de Human Rights Watch señaló que en Brasil las policías matan tres veces más civiles que sus pares de Sudáfrica y cinco veces más que sus colegas estadounidenses. Y allá o acá los incidentes involucran mayormente a personas “de color”, que suelen ser las más pobres, desempleadas, marginadas.
Incluso el resultado de las confrontaciones contribuye a la percepción de que si uno es “blanco” tiene más probabilidades de salir vivo que si es “de color” (una categoría que incluye negros, hispanos, levantinos, asiáticos, indígenas…; en otras palabras, todos los que no tenemos ancestros del norte de Europa). En lo que va del año, de acuerdo con un cómputo que lleva The Washington Post, al menos 509 personas fueron baleadas y muertas por agentes policiales. En su mayoría estos individuos tenían armas de fuego, y en su mayoría eran blancos, pero el 25 por ciento eran negros, cuando los negros representan poco más del 11 por ciento del total de la población. En la mayoría de los casos los policías terminan arrestando a los sospechosos sin mayor incidente o pérdida de vida. Pero los que sobreviven son, en su mayoría, blancos.
Roof fue arrestado pacíficamente en Carolina del Norte después de su matanza en la iglesia de Charleston. Robert Dear, también blanco, que en un ataque a una clínica ginecológica mató en noviembre a dos civiles y un policía e hirió a cuatro civiles y cinco policías, fue capturado vivo. En el caso de Johnson, tras casi tres horas de negociación en un garaje de Dallas, la policía envió un robot con medio quilo de explosivo plástico y mató al atacante.
Los incidentes sirven para reiterar el debate sobre la posesión de armas de fuego. El presidente Barack Obama, en la ceremonia fúnebre por los policías muertos en Dallas, reiteró la urgencia de que, al menos, se prohíba la venta de las armas de tipo militar que facilitan estas matanzas. Los conservadores, por supuesto también, alzaron su coro de denuncias sobre la intención de Obama de violar la segunda enmienda de la Constitución.
PUÑO (Y CELULAR) EN ALTO. Por décadas el puño en alto ha sido símbolo de protesta y resistencia, desde las barricadas de los proletarios hasta los independentistas africanos y asiáticos, desde los comunistas y anarquistas europeos hasta los estudiantes del 68. Hoy, en documentales, videos y fotos pueden verse puños en alto que sostienen teléfonos celulares. Los manifestantes son a la vez actores, testigos y comunicadores de su protesta. Las cámaras de los celulares permiten una documentación inmediata y directa: quienes captan las imágenes también las están difundiendo a todo el mundo. La imagen no siempre describe completamente los hechos, puesto que entre empujones de los policías y gritos de los manifestantes lo que se obtiene es una escena sin contexto mayor. Pero lo que ocurre frente a cada puño con una cámara queda en evidencia.
Las redes sociales, ilustradas con cientos, miles de videos, son actualmente herramientas de organización más eficaces que las tradicionales conexiones de partidos, sindicatos, iglesias, usando teléfonos, faxes, mimeógrafos (¿alguien se acuerda de ellos?), volantes o la prensa.
El fin de semana pasado en numerosas ciudades de Estados Unidos fue notoria la ausencia de compradores, especialmente negros e hispanos, en los centros comerciales. Desde algún punto de las redes sociales, sin la dirección de un comité ejecutivo o un núcleo político, se extendió la idea de un Black Out Weekend, una especie de huelga de clientes.
Las posibilidades de protesta social no violenta son enormes, pero también persiste la preferencia, en uno y otro extremo, por los llamados a la violencia y la guerra racial.
El lunes 18 comienza en Ohio la Convención Nacional republicana, en la cual el demagogo Donald Trump espera ser designado candidato presidencial. En numerosos actos del magnate, bandas de motociclistas blancos han proporcionado “servicios de protección” y “milicias”, y bandas paramilitares de supremacistas blancos se han manifestado como fieles seguidores de Trump.
En el otro bando, Hashim Nzinga, presidente del Partido de los Nuevos Panteras Negras, indicó que como en Ohio está permitido el porte de armas de fuego “ejercitaremos nuestro derecho bajo la segunda enmienda”, y sus militantes irán armados a Cleveland…