En estas líneas no pretendo hablar entre convencides ni convencer a nadie, sino sencillamente hacer una invitación: a pensar juntes.
El racismo es la eterna línea de inflexión entre nosotros y los otros en la identidad uruguaya. Una línea compleja de describir: no es recta, ya que se va moviendo acorde a las dinámicas sociales, y es tan fina que por momentos parece no existir y para algunas personas hasta se hace demasiado fácil de negar, pero es tan gruesa que para otras representa un obstáculo estructural para desarrollarse y ejercer una ciudadanía plena. Así es como ellos no aceptan que el racismo existe, mientras que nosotros lo vivimos y lo denunciamos ante oídos sordos.
¿Y si hacemos el ejercicio de pensar el racismo no desde la experiencia de las personas racializadas, sino desde la vereda de enfrente? Preguntémonos: si no existieran los y las blancas, ¿existirían los y las negras? Nunca lo sabremos, pero podemos aventurar una respuesta con tan sólo observar que en el mundo la raza sirve de marcador social, ciudadano y humano como un hecho indiscutible. A través de ella se construyen jerarquías de privilegios y opresiones que, bajo sus especificidades, se manifiestan mundialmente, y a escala global sus repercusiones son igualmente desventajosas para las poblaciones no blancas. El racismo es un problema antrópico, no natural. Es una construcción social y se asienta en las características culturales de los lugares en que se desarrolla. Las formas en que se manifiesta son, por ende, contextuales y deben interpretarse con un abordaje situado.
Lo sucedido con Edinson Cavani es un buen ejemplo: Reino Unido toma una posición que para Uruguay parece exagerada, un posicionamiento frente al racismo (antirracista es mucho decir para un imperio colonial). Si bien el «Gracias, negrito» es sólo la punta del iceberg, parece importante levantar este centro para plantear algunas cuestiones:
Primero: El racismo se basa en la convicción, consciente o inconsciente, de la superioridad de las personas blancas, que lleva a que sólo lo blanco sea comprendido como sinónimo de civilización, humanidad y moralidad, y a que todo lo producido desde esta supuesta superioridad cuente con legitimidad, lo que instituye la blanquitud como la norma de todo lo existente. Si quien encarna la blanquitud se beneficia de ser parte de la norma, quien encarna la negritud carga el yugo de la deslegitimidad, y lograr posicionarse en igualdad de condiciones implica un doble trabajo: existir (aun cuando todo esté dispuesto para que no lo logres) y resistir (cotidianamente, desde el momento de nacer). Por esto, no existe el racismo inverso.
Segundo: Las palabras tienen acepciones, es decir, significados diversos y muchas veces contrapuestos, que sólo pueden interpretarse a la luz del contexto comunicacional en el que se aplican y, por supuesto, la relación entre los interlocutores.
No usamos las palabras al azar. Consciente o inconscientemente, su uso y su aplicación responden a estructuras sociales. Por ende, cuando hablamos, emitimos mensajes que dan cuenta de nuestra posición en el espacio social, nuestras jerarquías y nuestros privilegios. El lenguaje lleva consigo el capital simbólico del hablante. Por eso, en el uso del lunfardo del Río de la Plata, la palabra negro esconde al menos tres acepciones muy distintas: dícese de las personas de piel negra, dícese de aquellos habitantes de barrios marginales y utilízase para describir a los delincuentes o ladrones: «El negro que me robó». En estos breves y superfluos ejemplos podemos constatar fácilmente que nuestro uso cotidiano de negro o negra puede servir para propósitos comunicacionales muy disímiles, pero siempre connota inferioridad, desprecio o prejuicio. Incluso cuando aparentemente diga la verdad, como en la primera acepción.
Las palabras construyen realidad, otorgan sentido a las experiencias humanas e incluso a las personas: nos dan identidad. O, mejor dicho, identidades, pues, como bien aprendimos desde el constructo teórico (filosófico, jurídico y metodológico surgido del afrofeminismo) de la interseccionalidad, las personas estamos atravesadas por múltiples identidades, por razón de nuestras condiciones étnico-raciales, etarias, de clase, de género, de identidad sexual, de nacionalidad, y, en algunos casos, por situaciones de discapacidad, etcétera. El lenguaje es, por tanto, una herramienta de poder, un vehículo para materializar la desigualdad y acentuar las jerarquías sociales.
Tercero: El racismo a la uruguaya se caracteriza por ser implícito y latente. No se muestra abiertamente en nuestras leyes ni en nuestros contratos sociales cotidianos, pero se halla en la base de su conformación. La utilización amable y aparentemente inofensiva del lenguaje es la más perversa, siempre. Cuanto más naturalizado se presenta, más difícil se hace interpelarlo.
Cuarto: No renegamos de ser negres: la negritud es una identidad que se habita con orgullo. Renegamos de la reproducción acrítica de las manifestaciones del racismo en toda dimensión. Qué casualidad que no existamos en la historia oficial del Estado nacional, pero sí en las campañas turísticas; qué curioso que el pueblo charrúa se haya exterminado, pero en nuestras venas corra «la garra», siempre y cuando se televise. El uso discrecional de nuestras normas civilizatorias (culturas y tradiciones) y la negación sistemática pero ventajosa de nuestra existencia son prácticas racistas. Quinientos años de subordinación, genocidio y epistemicidio nos han enseñado que no hay mejor estrategia para enfrentar el racismo que posicionarnos como sujetos y sujetas de derecho e insistir en sostener que las vidas negras importan (ante constituciones que supuestamente ya lo reconocen).
Los intercambios a raíz de este caso sólo evidencian nuestra nula capacidad crítica como sociedad y nos estancan en cuestiones superficiales que poco nutren los cambios culturales que deberíamos transitar para tomar por fin la senda antirracista. Nuestro país está muy lejos de dar un debate serio, calificado y constructivo sobre las relaciones étnico-raciales. No sigamos focalizando la atención en Europa, pues evidentemente nos queda grande ese análisis, y abracemos la incomodidad que nos produce como una oportunidad para sumergirnos en la crítica de nuestra idiosincrasia –tarea que nos queda grande también, aunque sobre ella, al menos, podemos hablar con algo más de propiedad–. Adoptemos una actitud de escucha activa, no lo interpretemos como algo personal, pues lo que se interpela es la jerarquización racial (de género y de clase) y el sistema de valores y comportamientos que la blanquitud erige y propaga.
Preocupa que una anécdota futbolística acapare más atención y promueva más debate que los datos oficiales que evidencian la grave inequidad en las condiciones de vida de nuestra población. ¿Cómo hacemos para superar la división racial del trabajo? ¿Cómo hacemos para cerrar las brechas de inequidad en el acceso a la salud, la educación, la vivienda, la cultura? Preocupa la facilidad con que se apoya al Black Live Matters y el desdén hacia las organizaciones locales. Mientras que algunes intentamos hacer un planteo político serio en beneficio de toda la sociedad, otres lanzan al mercado un vino en señal de menosprecio e indiferencia. Entonces, ¿cómo evitar sentirnos en desventaja?
Mientras un velo de hipocresía nos nuble la visión, ¿cómo haremos para luchar por una sociedad antirracista?