Esta película, una verdadera rareza en el contexto de nuestra cartelera –y, de seguro, de cualquier cartelera– transcurre en el ambiente de una familia y una comunidad de la ortodoxia judía –creo que se llaman jasídicos–, en Tel Aviv. Lo de la ciudad es un dato en verdad irrelevante, puesto que son muy pocas las escenas filmadas fuera de los muros familiares o comunitarios, dando una sensación de burbuja autosuficiente que lo mismo podría estar allí que en cualquier otro lugar. Los hábitos y las costumbres que se muestran en la película son extraños con seguridad para la mayoría de los espectadores: los sombreros y rulos de los hombres, la separación de hombres y mujeres en determinados ritos y celebraciones, la ropa recatada de las mujeres y el pelo cubierto si son casadas, la injerencia de padres, madres y demás familiares –y también del rabino– en la formación de parejas, la importancia del matrimonio para asegurar que todo está bien, que la vida sigue y cada humano/humana tiene con quien compartir la vida. Si no fuera por la contemporaneidad de la ubicación, y por el tono medido y controlado de toda la realización, diríase uno de los desenfadados cuadros que Isaac Ba-shevis Singer trazaba sobre los pueblos judíos de la Europa central.
La película arranca con la adolescente Shira (Hadas Yaron), que con su madre acude a un supermercado a mirar al que le es propuesto como esposo, un muchacho al que aprueba con entusiasmo. Enseguida, se encuentra en un parque con su hermana mayor, embarazada, acompañada de su esposo Yochay (Yiftach Klein), y mientras éste discretamente se aleja, la pequeña cuenta ilusionada a la mayor la certeza de su próxima boda. En el medio hay otra hermana que no ha tenido propuestas de matrimonio. Si cuento estos fragmentos es para resaltar la inteligencia de la directora debutante Rama Burshtein –ella misma una israelí ortodoxa, aunque nacida en Nueva York– para ubicar ya al comienzo los sustentos dramáticos de lo que vendrá a continuación.
Esto es, la muerte de la hermana mayor al dar a luz a un niño, el lento reacomodamiento familiar después de la tragedia, el paso del tiempo y la posibilidad de que el viudo se mude a Bélgica a encarar una segunda pareja, la desesperación de la madre ante la posibilidad de perder también a su yerno y a su nieto, y la idea salvadora de que Shira podría casarse con su cuñado para recomponer la unidad familiar. Pero, aun en los términos de una colectividad tan respetuosa de sus tradiciones y la obediencia a los mayores, las cosas no aparecen tan sencillas. Y acá la directora, también guionista, es capaz de armar una situación dramática con elementos de una extrema contención, que expresan perfectamente los conflictos interiores, esos sentimientos que ninguna tradición puede del todo domesticar. Así, vemos que la autoridad paterna tiene sus límites, no por exigente rebeldía de los jóvenes sino como cauta autoimposición para tratar de hacer las cosas bien, vemos –intuimos– las idas y venidas de una cabecita muy joven en la que el miedo, las dudas y una soterrada pero palpable atracción sexual se entrechocan entre sí, las reacciones de los cercanos, a favor y en contra de la posible boda, en las que entran tanto sentimientos altruistas como celos y frustraciones. Burshtein despliega su relato con un ritmo calmo, muchos planos quietos con una luz constante, y cuenta con actores muy expresivos –la joven protagonista ganó un premio en Venecia por este trabajo, y Yiftach Klein exhala una contenida fuerza interior–. No deja de ser significativo que en tiempos de todas las franquezas y todos los desbordes, despliegue tanta seducción la pintura de un mundo regido por reglas ancestrales. La impresión es que Burshtein se propone mostrar ese mundo y esas reglas que para un occidental laico pueden resultar corsés, señalando que por detrás y alrededor de ellas lo que hay es una estrategia de amor para poder seguir con la vida. La delicadeza con la que lo hace baña de luz su relato.
Fill the Void /Lemale et ha’halal, Israel, 2012.