El bebé de la portada de Nevermind, Spencer Elden, es hoy un hombre de 25 años. Su cuerpo desnudo, flotando en el agua detrás de un billete de un dólar como señuelo, está en unos 30 millones de hogares alrededor del mundo y se ha convertido en un ícono de la cultura popular. Pensar en ese bebé que hoy es un adulto genera el mismo vértigo que revisitar aquel segundo álbum de Nirvana para constatar que, desde entonces, el rock no ha vuelto a generar revuelo.
El año 1991 fue clave para el rock estadounidense: los Red Hot Chili Peppers y Pearl Jam explotaban con Blood Sugar Sex Magik y Ten, respectivamente, mientras Rem con Out of Time y Soundgarden con Badmotorfinger tocaban los puntos más altos de su carrera. El álbum que termina por convertir aquel año en el gran mojón musical de los noventa es el mismo que, paradójicamente, se encargará también de ponerle fin al último gran movimiento global en torno al rock. Nevermind fue el último disco del género capaz de atraer al público masivo, conectando con adolescentes y adultos, vendiendo millones y a la vez marcando una etapa.
La época en que floreció Nevermind parece corresponder a un mundo totalmente distinto al actual, dominado por el dance pop y los deejays-productores, aunque lo que convierte a un disco en exitoso no varía con el tiempo: su capacidad de conexión con el público. “Acá estamos, ahora entreténgannos”, cantaba Kurt Cobain desde el estribillo de la inoxidable “Smells Like Teen Spirit”. La que en los años noventa alcanzó la adolescencia fue la primera generación que nació con todo para ser feliz y paradójicamente se encontró haciendo zapping mientras esperaba encontrar el cómo. Si antes había habido guerras y después se habían librado incansables luchas por la igualdad, la libertad y los derechos, ahora sólo quedaba pasar el tiempo, y a eso le gritaba Nirvana. De repente, toda esa masa de jóvenes que miraba la Guerra del Golfo por televisión como un reality show encontraba alguien que desde la gris Seattle estaba en la misma situación. No había nada por lo que luchar, la vida no traía instrucciones de uso; ahí estaban, ahora buscaban que alguien o algo los entretuviera. Todos los excluidos, las víctimas del bullying, los nerds, los freaks y los homosexuales –como bien rescató recientemente Michael Stipe, cantante de Rem, en su lúcido discurso de introducción de Nirvana en el Salón de la Fama– encontraban un lugar inesperado en el rock. Los tipos raros que venían de familias disfuncionales y no tenían para comprarse ropa de moda se convirtieron en fenómenos populares. Nirvana poco tenía que ver con la típica –ya entonces trillada y hasta ridícula– pose del rockstar al uso, muy en boga en los ochenta. Nada de vestuarios extravagantes ni puestas en escena megalómanas. Cobain se ubicaba en la vereda opuesta del típico “macho alfa” del rock que encarnaba Axl Rose, y Nirvana se desmarcaba del lugar común –sexo, droga, rock and roll– para cantarle al lado intimista de las cosas, cuando no a lo más oscuro (como a la violación, en “Polly”). Mientras bandas como Bon Jovi insistían en clichés sobre chico-conoce-chica y eslóganes de gaseosa, Cobain se declaraba “muy contento porque he encontrado a mis amigos/ están en mi cabeza./ Soy muy feo, pero no importa, porque vos también lo sos./ Hemos roto nuestros espejos”. Empatía, una de las frases que más se repiten en la nota de suicidio de Cobain, es la palabra que mejor define a Nevermind. Había muchos gritos de raíz punk, pero sólo en apariencia: la furia de Cobain era más un aullido en demanda de auxilio que una diatriba contra el sistema.
Surgidos desde el barro de Seattle y lanzados tal vez demasiado rápido hasta la cima de la industria, a Cobain, Dave Grohl y Krist Novoselic les correspondió la difícil tarea de tender un puente entre la escena underground y la mainstream. Para el niño que había visto el desmoronamiento del matrimonio de sus padres en plano detalle, para el adolescente que había dormido en salas de espera y porches de vecinos, para el joven que había terminado trapeando los pisos del instituto Weatherwax, el mismo que había abandonado como alumno poco antes, para la persona que había tenido problemas vinculares toda su vida, la música pasó a jugar un papel importantísimo. La movida de Aberdeen, en especial el grupo Melvins, se convirtió en otro de los techos bajo los que se refugió Cobain. Incluso llevaba tatuada la K, de K Records, la discográfica independiente con base en Olympia que nucleaba a todos los grupos de rock indie de la región. Sin embargo, existió casi desde el principio un lado pop que el músico dejó fluir y dio lugar a un juego de tensiones. Cobain anhelaba el éxito comercial con la misma fuerza con que lo rechazaba. Esta tensión fue precisamente la que dio lugar a Nevermind. No existió antes ni después, desde el indie, una banda más eficaz que Nirvana en la tarea de volver rentable el rock alternativo. Ahí está, para atestiguarlo, el grunge, esa etiqueta impuesta por la crítica especializada y la industria del disco para englobar a un puñado de bandas con cercanía geográfica pero ciertas distancias musicales, y así optimizar la venta de álbumes y camisas leñadoras bajo el influjo del trío de Seattle.
Hay evidencias de sobra (desde ya, el notable libro Heavier than Heaven, de Charles R Cross) para desbaratar el mito de Cobain como alguien que ignoraba lo que estaba haciendo. Ya en la cresta de la ola, el líder de Nirvana manifestaba rechazo por “Smells Like Teen Spirit” pero llamaba para quejarse cuando no la pasaban por Mtv, la misma cadena a la que vilipendiaba pero usaba una y otra vez para ganar notoriedad. No hay ejemplo más claro que el Mtv Unplugged: Cobain sintió que invitando a una banda desconocida (los Meat Puppets) e incluyendo varios covers ponía las reglas, pero el hecho era que estaba siendo funcional a las grandes cadenas. Su música llevaba el pop en el Adn, por más esfuerzos que hiciera su mano izquierda por distorsionar las cosas. Fue en Nevermind que el rock alternativo y el establishment alcanzaron su equilibrio quizá perfecto, una suerte de armonía o pacto, justo antes de que el último acabara fagocitándose del todo al primero y el gesto roquero se agotara hasta vaciarse por completo de sentido. Por dentro, entre la ironía y la tragedia, Cobain disparaba, desde “On a Plain”: “Subí tanto que me arañé hasta sangrar/ Me quiero más que vos/ Ya sé que está mal ¿qué debo hacer?”.
Muchas veces se ha dicho que lo que “mató” a Cobain fue la contradicción entre sus raíces independientes y su posterior éxito en la gran industria, el sentimiento de “culpa” por haberse “vendido” al sistema con Nevermind. Si bien es cierto que esto generó una dicotomía en el músico, resulta ser una afirmación más bien simplista o de corte romántico. Lo que mató a Cobain, si vamos al caso, fue una brutal adicción a la heroína, producto de muchos factores que excederían el objeto de esta nota, entre los cuales se cuentan un fuerte impulso autodestructivo y un historial suicida bastante pronunciado en su árbol genealógico. Aquella tensión indie/mainstream no sólo está en el corazón de Nevermind –un álbum visceral como el punk pero lleno de armonías pop más o menos disfrazadas en medio de aquella mecánica de la calma-explosión-calma–, sino que en todo caso fue insignificante comparada con la satisfacción que le generó al músico lograr un disco como aquel. Desde muy chico Cobain admitió que los Beatles lo habían hecho todo. Mucho después reconoció haberse inspirado en los Pixies para lograr su mejor álbum, aunque los superó con creces y terminó construyendo casi sin querer un mito a la altura de los más grandes de la historia de la música popular. Entonces, 25 años después, todo lo que podemos decir es que Nevermind sigue siendo la última gran oda del rock y una de las pocas satisfacciones en la existencia más bien insatisfecha, breve e intensa de un hombre. Le inyectó vida entre tanta muerte. Debió alcanzar para frenar el destino trágico. Pero no fue suficiente, claro, porque para algunos nada es suficiente. Incluso algo como Nevermind.