Como aquellos vientos mágicos de La Ilíada que dispersaron la armada griega que iba rumbo a Troya, el golpe de Estado de Pinochet desperdigó a los chilenos que lograron salvar el pellejo. Sólo que operaba en sentido inverso. Los vientos homéricos dejaron a los guerreros de nuevo en sus hogares, tal vez como un último e infructuoso intento del aedo para que no dieran ese largo paso que causaría la ruina de la más rica y poderosa de las ciudades de Oriente, y también, a su modo, la ruina de los aqueos vencedores. El golpe de Pinochet, por el contrario, los repartió por todos los rincones ajenos del mundo, y no para prevenir algún desastre, sino como consecuencia de la catástrofe que se había cargado la esperanza del socialismo por la vía democrática.
Salvador Allende, el primer presidente socialista de Chile, era sólo la víctima más visible de esa hecatombe. Tres días después de ese 11 de setiembre de 1973, Mario Benedetti no ha de haber tenido ánimos de festejar su primer peor cumpleaños. Benedetti, que cumplía 53, había vivido en el mes de junio un cuartelazo en su propio Uruguay. Luego, Buenos Aires, a mitad de camino entre ambas dictaduras, dejaría de ser un lugar seguro, y en 1976 partiría hacia Perú primero y hacia La Habana más tarde. Sería su posgrado en asuntos del exilio.
Conocí a Benedetti en Montevideo en 1992. Yo ya había llegado a su poesía y muy pronto había abandonado ese puerto demasiado confortable en busca de mares más desafiantes. Sin embargo, su carácter de hombre íntegro de izquierda era un sólido punto de referencia. “Mario es casi la única persona por la que pondría las manos en el fuego sin pensarlo”, dijo una vez Claribel Alegría.
Conocer a esa poeta salvadoreña en su casa de Managua fue algo que ocurrió gracias a Benedetti. El teléfono de Claribel estaba en la lista de posibles entrevistas que Benedetti me había dado en su apartamento, días antes de que yo saliera en el clásico viaje de mochilero por el continente, verdadero rito de pasaje entre los jóvenes de mediados de los ochenta.
No tenía ningún vínculo previo con él. Simplemente lo llamé, le dije que haría un recorrido por América Latina del cual enviaría algunas entrevistas para el periódico donde trabajaba, y que quería pedirle algunos contactos. Me recibió con la misma sencillez que me hubiera recibido un viejo colega. Abrió su libreta de direcciones y comenzó a pasarme nombres y teléfonos.
—Puede decirles que yo le di los datos –me dijo cuando estaba por irme.
Dos semanas más tarde, en un restaurante del Colegio de Periodistas de Chile, usufructué el primero de los contactos. Le hice mis preguntas. Grabé sus respuestas. Acepté su invitación a almorzar un enorme pedazo de carne. A partir de ese momento, los ocasionales festines cárnicos del viaje, ese primer viaje que siempre está pautado por la estrechez de presupuesto, serían llamados por mí, secretamente, “bistec a la Benedetti”.
En Chile me reencontraría con Enrique.
Uruguay recuperó su democracia cinco años antes que Chile, así que por un tiempo este país de desterrados fue tierra de acogida para algunos chilenos. A partir de 1985 Montevideo se había llenado de actos políticos y peñas estudiantiles en solidaridad con Chile. Pero a Enrique, compañero de facultad, no le gustaba que le dijéramos el “Chileno”.
—Tengo nombre –nos decía.
Se mantenía lejos del gueto y prefería hacer amigos uruguayos. Pero los que buscaba como amigos no parecían ser de la misma idea, y esa decisión de Enrique de alejarse de los estereotipos generaba rechazo, tal vez porque lo que buscaban en él era, precisamente, el estereotipo. Ser chileno en el ambiente universitario de los primeros tiempos de la recuperación democrática era tener asegurado un lugar en cualquier grupo de estudiantes, siempre que se aceptara ser el chileno del grupo, vestirse como se esperaba, hablar como se esperaba, reiterar los modismos, construir el misterio de que no se podía decir exactamente qué se era, tal vez un eco de las palabras Mir o Frente Patriótico Manuel Rodríguez. Lo contrario, ser un chileno que no aceptaba ser encasillado como chileno, no pagaba muchos dividendos. Así que Enrique no tenía muchos amigos.
Cuando lo encontré en ese hoy lejano 1992, hacía un año que había regresado a Santiago. Se hubiera querido quedar en Montevideo pero su mujer cayó enferma. Fue como si la hubiera golpeado un rayo. Empezó a caminar por el medio de las calles porque se lo ordenaban “los extraterrestres”. No tenía más datos sobre lo que tenía que hacer, sólo caminar por ese sendero imaginario que le indicaban desde la nave; ya le darían más instrucciones. Enrique no sabía cómo reaccionar. Tenían dos hijos, de 3 y 5 años, y más de una vez se los llevaba en esas caminatas sin sentido en las que los automóviles intentaban esquivarlos. Optó por volver a Santiago. La cordura también fue un daño colateral del terrorismo de Estado.
—Viví en Montevideo seis años y cuando me fui no había nadie despidiéndome en el aeropuerto –me dijo con amargura. No intenté ninguna defensa porque me sabía culpable, así que encajé el golpe y seguimos hablando de su mujer.
—Ahora está mejor –me dice.
—¿Ya no habla con extraterrestres? –le pregunto, con ese código que habíamos asumido tácitamente desde la primera vez que me lo contó, y que consistía en dejar que la ironía desplazara la incómoda conmiseración.
—No, ya no habla.
—¿Y qué pasó? ¿Se curó, así, sin más?
—No, ahora es católica.
—Pero era comunista.
—Sí, pero ahora es católica. El cura que nos casó nos ayudó mucho.
—¿Se casaron?
—Sí, por iglesia.
—Eso sí que es una novedad. ¿Vos también te…?
—No, yo no me hice católico. Creo que Mercedes tampoco, en el fondo. En realidad creo que no está curada. Creo que piensa que los extraterrestres le han pedido que nos siga la corriente, o algo así, para que dejemos de prestarle atención así después puede cumplir una misión importante, o algo por el estilo.
—Ya veo.
Con Enrique hicimos la peregrinación a La Moneda. “Más temprano que tarde se abrirán las anchas alamedas”, decía la vieja grabación del último discurso de Allende emitido por radio y que hizo que la palabra alameda –tan común en Chile como en cualquier otra parte pueden serlo las palabras bulevar o avenida– quedara para mi generación asociada, por siempre, con el momento en que las cosas injustas de la vida acabarían de una vez, porque más temprano que tarde esas alamedas, no cualesquiera, las anchas, las más anchas, irían a abrirse y por ahí pasaría “el hombre libre de Chile”. Caminaba con Enrique, y mientras él me mostraba este o aquel edificio, en un segundo plano yo escuchaba con toda claridad, al igual que Mercedes debía de escuchar a sus extraterrestres, yo escuchaba esa canción de Pablo Milanés, la de “yo pisaré las calles nuevamente/ de lo que fue Santiago ensangrentada”. No podía sacármela de la cabeza, aunque sabía todo el tiempo que se trataba de un tópico sumergido hasta el fondo en el aguamanil de lo cursi. La misma canción que yo casi odiaba y que era el hit más seguro en los “actos de solidaridad con Chile” que hacíamos en la facultad y a los que Enrique iba apenas un rato.
“No me gusta el gueto”, decía. A lo mejor sólo quería poder hacer de una vez por todas una vida normal, lejos del papel de exiliado que lo habían obligado a interpretar.