Experimentos con la verdad - Semanario Brecha

Experimentos con la verdad

Entre los escritores estadounidenses parecen sobrevolar las mismas preguntas aún sin respuesta: ¿es posible escribir ficción en la era Trump? ¿Quién lo hará? ¿Tiene algún sentido? Cuando el espectáculo ha tomado directamente el poder, la literatura social está a prueba.

1984, George Orwell

“En el mundo que veo venir, en el que dos o tres superpoderes controlarán el mundo, 2+2 será igual a 5 si el führer de turno así lo desea.”

George Orwell.

  1. “¿A quién va a creerle usted, a mí o a sus propios ojos?” La cita corresponde a Chico Marx en Duck Soup (1933), pero bien podría atribuírsele a Kellyanne Conway, consejera de comunicación de Donald Trump, quien el pasado fin de semana calificó de “hechos alternativos” a los datos vertidos por el portavoz de la Casa Blanca, Sean Spicer, a propósito de la cantidad de gente que asistió a la toma de posesión en el National Mall. Según Spicer, la de Trump fue “la mayor audiencia que ha presenciado nunca una toma de posesión, tanto en persona como alrededor del mundo”. Sin embargo, los datos oficiales indican lo contrario: la policía de Washington esperaba cerca de 800 mil personas (frente a las 1,8 millones que asistieron a la de Barack Obama en 2009) y la medición de la consultora televisiva Nielsen confirmó que el acto fue visto por 31 millones de personas (frente a los 37,8 millones de 2009). “El Mundo Trump”, donde los muros propios los pagan los vecinos, las discusiones políticas se zanjan a través de redes sociales y las falsedades son “hechos alternativos”. A veces, muy de vez en cuando, ese mundo coincide con el nuestro. O, en este caso, con el que imaginó George Orwell para su novela 1984. Los “hechos alternativos” son lo que el Ministerio de la Verdad de Orwell emplea para determinar qué debe ser considerado como cierto y qué no. La mentira, siempre, unos pasos por delante de la verdad. Un hecho no alternativo: desde la asunción de Trump las ventas de 1984 aumentaron un 10 mil por ciento en Estados Unidos, según informó la editorial Signet Classics a la radio pública Npr.

 

  1. “Cualquier libro de historia que no tenga cinco notas al pie por página (…) es una novela”, escribió Ricardo Piglia en Los diarios de Emilio Renzi. La historia y la ficción generan relatos: la primera se sirve de hechos comprobables en el mundo real y la segunda crea directamente su propio mundo ficticio. Lo que hace Borges en Tlön, Uqbar, Orbis Tertius es poner en tensión ambas fuerzas. Ocho décadas más tarde Kellyanne Conway ha licuado este concepto, haciendo a un lado miles de años de lógica empírica en medio minuto. Siendo muy generosos podríamos hasta decir que está ensayando un cierto tipo de ficción. Una suerte de reescritura y puesta en práctica de lo que ya dijo su colega Joseph Goebbels, aquello de que “una mentira repetida mil veces se convierte en verdad”. Mientras tanto, entre los escritores estadounidenses parecen sobrevolar las mismas preguntas aún sin respuesta: ¿es posible escribir ficción en la era Trump? ¿Quién lo hará? ¿Tiene algún sentido? Se trata de una cuestión delicada por cuanto escribir literatura social en tiempo real, es decir, escribir ficción comprometida con un momento histórico que está aún desarrollándose, puede fácilmente caer en el panfleto. Resulta difícil escribir ficción cuando la realidad está tan cerca de la ficción. Jennifer Egan, Stephen King y Michael Chabon, entre otros, firmaron una campaña abiertamente antitrumpista. Paul Auster, próximo presidente del Pen America, principal organismo que aboga por las libertades de los autores, también manifestó su espanto. Su designación coin­cide con uno de los primeros anuncios del gobierno de Trump en materia de cultura: el recorte en el presupuesto de la dotación nacional para las artes (Nea, por sus siglas en inglés) y las humanidades (Neh), fondos que han financiado en sus inicios las carreras de autores como Annie Proulx, Jeffrey Eugenides o Jonathan Franzen. Para el escritor bosnio Aleksandar Hemon, finalista del National Book Award en 2008, sin embargo, todo esto puede tener su costado positivo. “Si hace falta que llegue una estrella de la telerrealidad, puesto hasta arriba de Viagra y racismo, para que los escritores americanos vuelvan a la política, demos la bienvenida al suceso”, escribió Hemon en una carta donde explicaba por qué no había firmado la misiva anti Trump. “Quizá hay un autor entre los firmantes de la carta abierta dispuesto a desarrollar una narrativa en la que Trump, o un avatar con más pelo y más interés literario, no sea la causa de nuestro descontento, sino un símbolo de que América está dispuesta a frenar su precipitado declive intelectual y político, a lo que la ausencia de política en su literatura ha contribuido.”

 

  1. No hace mucho Philip Roth imaginó una ucronía inquietante: contra todo pronóstico, el ex aviador Charles Lindbergh obtenía el triunfo electoral en las elecciones nacionales de 1942 frente a Franklin D Roosevelt, estableciendo un gobierno cercano al nacionalsocialismo y las políticas aislacionistas. Aunque se centra en el devenir de una familia en particular, La conjura contra América (2004) traza un panorama más o menos general de un país quebrado por el odio y motivado por el nacionalismo. No fue, como se insistió en su momento, la novela anti Bush, ni será ahora la novela anti Trump. Es simplemente una novela de alcance universal, reflejada una y otra vez en una historia que tiende a repetirse cíclicamente con más continuidad de la que nos gustaría. ¿Es la política algo primordial o secundario en la literatura? Trump motiva un debate al que Roth (retirado de las letras) y Bob Dylan (que abandonó la subversión lírica hace ya mucho tiempo) podrían aportar mucho, un debate que precisa de verdaderos intelectuales y no de Meryl Streep opinando de política en los Globo de Oro como si el mundo más allá de Hollywood, de repente, hubiese cobrado vida. Que los micrófonos apunten a los lugares equivocados y amplifiquen opiniones no calificadas es también parte del juego mediático en la era de los “hechos alternativos”. Que el famoso se convierta en politólogo habilita al multimillonario a convertirse en presidente de un país. Quizás Trump sea, después de todo, el grotesco resorte que ponga en marcha cierta literatura social adormecida que ahora despierta en medio de una pesadilla (como si un eventual triunfo de Hillary Clinton no hubiese significado también un paso atrás). La pregunta, que no es nueva, se la hizo Jonathan Franzen en 1996 en su ensayo Tal vez soñar, publicado en la revista Harper’s. Franzen se planteaba entonces las bases de una literatura socialmente relevante en tiempos del imperativo visual y el espectáculo. Hoy, dos décadas más tarde, cuando el espectáculo ha tomado directamente el poder, la literatura social está a prueba y no estaría mal volver a ese artículo1 para repensarlo. Más acá en el tiempo, el propio Franzen pronunció un discurso en la ceremonia de graduación del Kenyon College, en mayo de 2011, hablando sobre la primacía de las redes sociales y el narcisismo en las sociedades actuales. “Si uno dedica su existencia a gustar, y si adopta la imagen atractiva necesaria para ello, sea la que sea, se suele creer que uno ha desistido de ser querido por ser quien es en realidad. Y si uno consigue manipular a los demás para gustarles, será difícil no sentir cierto desprecio por esas personas, ya que han caído en el engaño. Dichas personas existen para que uno se sienta bien consigo mismo, pero ¿hasta qué punto puede alguien sentirse bien si esa sensación se la procuran personas a quienes uno no respeta? Entonces, tal vez uno caiga en la depresión o el alcoholismo o, si es Donald Trump, se presente a las elecciones presidenciales (y luego abandone).” n
  2. El artículo está incluido en el libro de ensayos Cómo estar solo (Seix Barral, 2003) y también online en http://harpers.org/archive/1996/04/perchance-to-dream/

 

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