Lo mejor es el comienzo. En una gran mansión, un escritor cercano a la cincuentena (Javier Bardem) vive junto a su joven esposa (Jennifer Lawrence). Además de estar ambos en una suerte de aislamiento muy peculiar –la mansión parece ubicada en medio de la nada–, cada cual tiene su diferenciado rol: mientras él se dedica a la escritura de un nuevo libro, ella se aboca a la minuciosa reconstrucción de esa casa inmensa, que antes había sido derruida por un incendio. La paz de la pareja se ve de golpe interrumpida por las presencias invasivas de un médico (Ed Harris) y su esposa (Michelle Pfeiffer). Pero la clave del conflicto está en que mientras a ella los visitantes le resultan hostiles y desubicados, a él le parecen fascinantes, eventualmente provechosos e inspiradores.
Con esta premisa Aronofsky plantea con habilidad los principales pilares y ejes de esta película. Por un lado, la tensión marital en torno a esta base productiva por la cual él, para crear, necesita caos, y el caos amenaza con destruir ese universo armonioso erigido por ella. Por otro lado, se sugiere cómo la creciente popularidad de un artista puede llevar a la desaparición de su vida privada, y la forma en que la masa puede generar estragos crecientes en un vínculo conyugal. Hay otras posibles lecturas, y una de ellas la ha señalado el mismo director: el hogar podría ser visto como la Tierra, el personaje de Bardem como Dios, los de Harris y Pfeiffer como Adán y Eva, y Lawrence, “la madre”, pasaría la película protegiéndose de la humanidad, que vendría a destruir su hogar. En la medida en que los temas de la fama, el ego, la creación, el autor, la maternidad, la inspiración, el desorden y el caos son una y otra vez retomados, ninguna de estas lecturas puede ser completa y absoluta.
Quizá el virus de Malick (El árbol de la vida) contagió recientemente a Aronofsky, pero cierto es que la película alcanza un punto en que el director se propone, sin miramientos ni disimulo, levantar vuelo; pero no solamente un vuelo conceptual, metafórico y audiovisual, sino hasta filosófico y trascendental. Había tomado carrera de forma envidiable con ese inicio, había atravesado sin trastabillar un tramo inclemente aunque pulcro y sin fallas, y todo venía preparado para el despegue. Pero desde que la invasión a la privacidad de la protagonista adquiere tintes surrealistas y se propicia una sucesión de secuencias oníricas es justamente cuando ¡Madre! pierde fuerza, precisamente en el momento en que podía haberla redoblado. No son muchos los cineastas que se propusieron entrar en semejante viaje de acumulación y salieron airosos. Grandes como Fellini (Ocho y medio), Kubrick (2001, odisea del espacio), Kurosawa (Los sueños) y Tarkovskii (El espejo) lo hicieron, con resultados tan desquiciados como alucinantes. Pero precisamente cuando Aronofsky pone a fluir su imaginación es que quedan en evidencia sus verdaderas limitaciones, y claro está que no son económicas. ¡Madre! no llega a ser tan retorcida, demente y perturbadora como pretende, y ciertas cansinas escenas de tumultos, de represión y de guerra se vuelven predecibles dentro del desaforado continuum, ya que apelan a un imaginario cinematográfico hollywoodense bastante manido y hasta burdo; de hecho faltaban los zombis para que el cartón quedara lleno.
Es de agradecer de todos modos una película diferente y apta para variadas lecturas y especulaciones. No es algo que la mainstream ofrezca frecuentemente.