Después de cubrir una semana de actividades del Consejo de Seguridad de la Onu dedicada a los abusos sexuales de las tropas, la inestabilidad en Haití, la guerra y los refugiados de Siria, los peligros de guerra civil en Burundi, el aumento de la tensión en el Sahara occidental, denuncias y condolencias por atentados terroristas, los corresponsales extranjeros acreditados ante ese organismo finalmente tuvieron una buena noticia: las Naciones Unidas declaran el domingo 20 de marzo de 2016 “Día de la Felicidad”. El anuncio fue hecho en la sala oficial para la prensa, donde acuden en general entre 25 y 40 corresponsales acreditados, según el tema que se trate. En este caso fuimos tres, prueba de que la desgracia es mucho mejor noticia. La iniciativa de festejar la felicidad tiene su origen en Jigme Singye Wangchuck , el “Rey Dragón” de Bután, quien en 1972 creó para su reino el “indicador de la felicidad nacional bruta”, a la que dio primacía sobre el producto nacional bruto. Esto puede despertar una sonrisa condescendiente frente al siempre sonriente budismo, pero la idea no es inocente. Cada día se levantan más voces contra las limitaciones que plantea medir el progreso de un país por su crecimiento económico, debido a las injusticias que esconde ese crecimiento cuando no hay una debida distribución y creación de bienes públicos. El producto nacional es un indicador demasiado bruto para dar indicios sobre el bienestar de los ciudadanos. Existen indicadores del desarrollo humano que miden la capacidad de los ciudadanos de gozar de derechos elementales como la salud, la educación, la seguridad; indicadores que miden el avance sobre la pobreza, sobre las diferencias de género, sobre las carencias de bienes fundamentales. La clasificación de países según su producto bruto interno no es casual ni ideológicamente neutra y se impuso en organismos internacionales y gobiernos junto al auge de la economía neoliberal. Es la herramienta principal del Banco Mundial para calcular la capacidad de crédito de los países: le sirve para poner a los de ingresos bajos, medios o altos en una lista revisada anualmente, ajustando así las condiciones del préstamo. Buena parte de la universalidad de su uso está ligada a la idea de que la economía que crece es una economía que va bien. Lo que es bastante (pero relativamente) cierto. Lo que es absolutamente falso es que una economía que crece implique que su sociedad vaya bien. A menudo la mayor parte de ese crecimiento beneficia a unos pocos. El uso indiscriminado del concepto de producto nacional bruto, así como de la calificación de riesgo-país y otros técnicamente ligados a la economía y a la inversión, a menudo hacen confundir el enriquecimiento de algunos con el avance de los derechos fundamentales. Si nos centramos en el crecimiento, como ha sido el caso desde Margaret Thatcher y Ronald Reagan –y sigue siéndolo en muchos organismos nacionales e internacionales–, todo el poder pasa a manos de los economistas, que deciden sobre las políticas públicas. Si nos centramos en el bienestar, el poder está en los políticos y en la política como expresión de la sociedad. La economía seguirá siendo siempre un tema principal, pero la sociedad no estará al servicio de la economía, sino la economía al servicio de la sociedad. ¿Tema de debate? Sin duda. Por ahora, tímidamente y con el apoyo de la República de Palaos (20 mil habitantes), Vietnam y la República Democrática de Santo Tomé y Príncipe, la felicidad busca su camino. Veremos si el que sonríe último sonríe mejor.