El Programa de Datos sobre Conflictos de la Universidad de Uppsala consignó que en 2023 existían al menos 59 conflictos entre Estados, la cifra más alta desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Y la tendencia es al empeoramiento. También, la proporción de víctimas civiles es creciente y lo que nosotros llamamos víctimas de genocidio o limpieza étnica, sean palestinos, armenios, sudaneses, uigures y tantos otros más, se suman a las víctimas de las migraciones provocadas por conflictos, fanatismo, cambio climático o miseria.
Mark Rutte, el nuevo secretario general de la OTAN, en su discurso del 12 de diciembre afirmó que «es hora de pasar a un estado de ánimo de guerra». Llamó a los gobiernos a gastar más, a organizar la economía para multiplicar la fabricación de armamentos, porque es la única forma de «proteger nuestro estilo de vida». Su objetivo es llevar el gasto militar a los niveles de la Guerra Fría: un 3 por ciento del PBI. Les dice a los pueblos de Europa: «Llamo a vuestro apoyo. La acción es urgente, los políticos deben oír sus voces. Digan a sus gobiernos que están dispuestos a hacer sacrificios hoy para estar en seguridad mañana; que gasten mucho más en defensa para continuar viviendo en paz». Rutte les pide que renuncien a sus conquistas sociales para concentrar las fuerzas en el armamentismo, es decir, que renuncien a su estilo de vida «para salvar su estilo de vida». Lo hace apelando al miedo a Rusia.
Las dos guerras mundiales que marcaron el siglo XX tuvieron como protagonistas a Alemania y a Francia. La necesidad de superar las raíces de sus conflictos dio origen a la Comunidad Europea y fin al eterno conflicto entre esos dos países, porque lograron mejorar la calidad de vida de sus pueblos. Rutte llama a destruir ese principio. Ni siquiera sugiere buscar otras formas de evitar el conflicto. Llama a financiar la industria bélica con los fondos de pensiones, bajar los servicios sanitarios y disminuir la seguridad ciudadana. No ve otra salida. Rutte pregona «la paz por la fuerza», doctrina expresada por Trump.
¿Somos incapaces de encontrar otro camino que no sea organizar la muerte para resolver conflictos? El 30 de julio de 1932 Albert Einstein decidió escribirle a Sigmund Freud y le preguntó: «¿Existe algún medio que permita al hombre liberarse de las amenazas de la guerra?». Los dos sabios comenzaron un intercambio epistolar memorable en el que reflexionaron sobre las causas de la guerra y las soluciones posibles. Ambos reconocieron que la guerra está arraigada en la naturaleza humana. Einstein planteó la necesidad de entender las raíces del odio y la capacidad destructiva de nuestra especie, Freud respondió que la violencia es una respuesta natural a los conflictos y los intereses humanos, y afirmó que la solución vendría si la humanidad lograba manejar sus instintos primarios, eros (vida) y tánatos (muerte). Ambos se mostraron escépticos sobre la eficacia de las soluciones políticas tradicionales y expresaron dudas sobre el papel del derecho y las instituciones en la regulación de conflictos, considerando que estas eran insuficientes para contrarrestar nuestro instinto destructivo. Einstein creía en la existencia de un «apetito político del poder» impulsado por intereses económicos y por quienes se beneficiaban de la fabricación y venta de armas, y cuestionó cómo una pequeña élite podía dominar la voluntad de las masas, que eran quienes sufrían las consecuencias de los conflictos bélicos. Sugirió que una posible solución era crear un cuerpo legislativo y judicial internacional que pudiera arbitrar conflictos entre naciones. Sin embargo, reconoció que esto requeriría que los Estados renunciaran a parte de su soberanía, lo cual era poco probable dado el deseo humano por el poder. Freud coincidió en que había un instinto destructivo inherente al ser humano, que podía ser canalizado y controlado a través de estructuras sociales y legales adecuadas, aunque siempre existirían tensiones en las relaciones humanas. Ninguno de los dos se mostró particularmente optimista.
Cinco años después estallaba la Segunda Guerra Mundial. La humanidad puso en práctica algunas de las instituciones que sugerían Freud y Einstein, que dieron lugar a la Organización de las Naciones Unidas. Hoy somos testigos de un profundo debilitamiento del sistema. Las preguntas de ambos siguen vigentes, pero sabemos también que existe un deseo humano y profundo de paz, seguridad y solidaridad. ¿Podrá ayudarnos el desarrollo de las ciencias del cerebro? En casi todas las grandes y pequeñas narrativas que le dan forma a nuestra manera de ver el mundo hay una fuerte bipolaridad, reflejo tal vez del eterno conflicto en que vivimos. La cosmovisión más difundida de todos los tiempos afirma que vivimos inmersos en una lucha permanente entre el bien y el mal. Mitos, leyendas y religiones cuentan de miles de maneras esa misma historia. Dios y el diablo, el pecado y la virtud, Eros y Tánatos. Las religiones politeístas también plantean un desafío bipolar: la lucha pasa dentro de uno mismo, entre las emociones y la espiritualidad.
El órgano de nuestra bipolaridad es el cerebro, que es relativamente simétrico, pero no como las dos partes de una naranja, sino como dos partes fuertemente conectadas pero diferentes en cuanto a sus funciones y capacidades. No se trata de un hemisferio para el bien y otro para el mal. Se trata de un todo, resultado de la supervivencia, perfeccionado por la supervivencia y dedicado a la supervivencia. Fueron miles de siglos en que algunas características biológicas útiles para vivir y reproducirse se transmitieron de generación en generación, y, en el caso de nuestra especie, con el desarrollo del lenguaje, con experiencias y narrativas transmisibles, con la cultura.
El pensamiento bipolar es fruto de la selección natural. Sobreviven más aquellos que pueden tomar una decisión rápida. Frente al león en la puerta de la caverna, quien se queda pensando en todas las hipótesis de acción posibles tiene menos chances que aquel que decide salir corriendo o enfrentar a la fiera. Pero la evolución de las civilizaciones nos enfrenta a situaciones mucho más complejas. Tenemos los medios para pensar en situaciones que no se resuelven con blanco o negro, vida o muerte.
La capacidad de pensar en sistemas complejos no le ha llegado al secretario general de la OTAN, que sigue pensando como el hombre de las cavernas. Un buen llamado a los pueblos no es el de los sacrificios para producir armas, sino el de más esfuerzo por justicia, solidaridad y paz. Mi padre, en uno de esos días difíciles, pasándome un brazo sobre los hombros, me dijo: «Hijo, es posible ser feliz hasta en el infierno si estás luchando contra el diablo». Junto con mi viejo y con un gran abrazo, les deseo un feliz Año Nuevo.