A veces la medida del cambio es un silencio. Pivel nunca les dijo qué pensaba de la Historia rural. José Pedro Barrán y Benjamín Nahum habían sido sus alumnos en el Instituto de Profesores. Los muchachos querían investigar y el viejo historiador los puso a juntar documentación sobre historia de la tierra en el período colonial hasta que reunieron un volumen de más de mil páginas. Luego les pidió que lo ayudaran a preparar y editar los textos que quería recuperar para la colección de Clásicos Uruguayos.
Nahum se ha recordado trabajando con su compañero en la piecita que la Biblioteca Nacional reservaba entonces a los investigadores: él leyendo en voz alta los textos de la polémica que José Pedro Varela y Carlos María Ramírez habían mantenido en El Siglo, sujetando con los dedos aquellos viejos papeles para que no se deshicieran, mientras Barrán tecleaba, a toda velocidad, pero sólo con dos dedos. Después: “Si se desintegraba el papel, mala suerte, pero por lo menos se había recuperado el texto”.
Y así Clásicos Uruguayos fue sumando títulos y Nahum y Barrán, dominando el oficio. Primero probaron escribir un texto de divulgación, Bases económicas de la revolución artiguista, y salió muy bien. Eran los sesenta y el Uruguay crujía. La base sobre la que se había construido el país era la economía agropecuaria y decidieron investigar cómo se la había construido.
Era otra historia: caudillos y doctores, batallas y pactos, todo aquello que tan bien les había enseñado Pivel aparecía ahora como la espuma de un oleaje cuya fuerza provenía de profundidades apenas vislumbradas hasta entonces, las “estructuras”. Intentando entenderlas, Barrán, Nahum y otra media docena de investigadores transformaron la historiografía uruguaya.
Después de firmar juntos los siete tomos de la Historia rural del Uruguay moderno y los ocho de Batlle, los estancieros y el imperio británico, era casi inevitable que algunos estudiantes creyeran que Nahum y Barrán era el apellido compuesto del mismo investigador, pero –cuando terminó la dictadura– los caminos se separaron. Barrán veía que, tras comprender las bases económicas, sociales y políticas del Uruguay moderno, era hora de meterse con eso tan esquivo e inaprensible que prefirió llamar “sensibilidades”. Solicitado por Pivel, presidente del Codicen de la democracia restaurada, Nahum sintió que su lugar estaba en la educación, en ese intento de reparar el desastre que la dictadura había dejado.
El politólogo Jaime Yaffé, entonces estudiante de profesorado de historia y representante estudiantil, recordó que no era fácil negociar con Nahum. También recordó alguna de sus clases: siempre de traje y corbata, sentado detrás del escritorio donde descansaba la papelería que iría consultando, usando apenas el pizarrón, Nahum lograba encantar al auditorio valiéndose exclusivamente de la fuerza persuasiva de su discurso.
Y cuando la normativa vigente lo obligó a jubilarse de su cargo en el Codicen, volvió a la investigación, que ahora desarrollaría desde su cátedra de Historia económica de la Facultad de Ciencias Económicas. “Nahum es la persistencia en un proyecto de investigación”, definió María Inés Moraes, especialista en la materia. La obsesión que impulsaba esa persistencia era conocer cuáles habían sido las cosas que habían puesto freno a aquel proyecto nacional que el país había tenido en las primeras tres décadas del siglo XX, aquel primer batllismo cuyo vigor transformador todavía lo emociona.
Por si no alcanzara con sus clases y pesquisas, en estos últimos años recorrió archivos de cancillerías extranjeras reuniendo documentos que los uruguayos debían conocer, tarea que fructificó en decenas de volúmenes de informes sobre el Uruguay llenos de deliciosos (y relevantes) secretos: “Eran informes que no conocía más que el diplomático y su cancillería y cuando ese diplomático hablaba con un ministro uruguayo, el ministro no hablaba para el gran público, hablaba en privado, entonces hay cosas que jamás se dijeron en público y que no quedaron registradas y ahora las podemos conocer”, explicó una vez.
Si a algunos todavía nos cuesta pensar a Nahum sin recordar a Barrán (y viceversa), ya no debe de ser esto un fenómeno común. La editorial Banda Oriental, que ha publicado su producción durante medio siglo, informaba esta semana que el Manual de historia del Uruguay, que Nahum escribió para intentar que los estudiantes y el gran público pudieran acceder a una visión actualizada de la materia, conoce ya 21 ediciones.
La Cámara Uruguaya del Libro lo distinguió el 2 de octubre pasado con el Bartolomé Hidalgo a la trayectoria intelectual. Nació en Montevideo, en 1937, en una familia judía sefaradí emigrada desde Turquía, una de las tantas que encontraron en este confín un refugio de las convulsiones y privaciones de sus lugares de origen y donde, además, la educación era gratuita y obligatoria. Hacia ella empujaban a sus hijos –Nahum dixit– “sorprendidos de tener esa ventaja”.
—Profesor, en el breve discurso que dio cuando le entregaron el Bartolomé Hidalgo, usted se definió como feminista militante…
—Es que creo que la mujer todavía está muy subvalorada en nuestro país, a pesar de todo lo que ha venido creciendo su participación. Recuerdo cuando yo era chico y preguntaban por el oficio del padre: “Comerciante”. ¿Y la madre? Y nada, “labores”. ¿Y qué era “labores”? Primero, laburar al lado del marido, segundo, laburar en la casa y, tercero, cuidar a los hijos. ¿Qué reconocía eso? Sólo una palabra, “labores”. Pasó el tiempo y esa situación mejoró, pero mejoró mucho por el impulso de la mujer, porque fue la mujer la que se educó. En la Facultad de Ciencias Económicas dos terceras partes de los estudiantes son mujeres. Pero resulta que cuando hay un cargo de contador importante o en una oficina de inversiones importante el que lo ocupa es un varón. ¿Las mujeres están dibujadas? ¿Tienen que ser empleadas nada más? Entonces no estamos en el país que creemos, democrático al cien por ciento. Tenemos un machismo bastante disimulado, pero con efectos negativos evidentes. Le digo otra cosa. En facultad he tenido cantidad de ayudantes de investigación. Algunos han sido muchachos inteligentes, capaces. Pero la gente responsable, las que cumplen siempre, son mujeres. Estudian. Una sola vez me falló una mujer. Por lo tanto, me volqué a pedir “ayudantas”. Los muchachos siempre están en otra cosa, en otra actividad y a veces es justificado porque tienen sus primeros hijos, necesitan varios trabajos y difícilmente cumplen bien en todos. Pero si las muchachas se casan antes de terminar la carrera, es un desastre. Viví recomendándoles que primero terminaran la carrera. Cuando vienen los chiquilines la que se sigue haciendo cargo es la mujer. Así que las carreras quedan truncas faltando dos o tres materias. No estoy pensando en un caso. He visto demasiados. Y eso no pasa con los varones, que se casan y siguen estudiando. Evidentemente sigue habiendo una “correlación de fuerzas” que perjudica a la mujer. Mi mujer preparaba sus clases e iba a darlas al nocturno y llegaba a las 12 y se levantaba a las cinco de la mañana para prepararle la comida a la nena, porque Ana se iba temprano a la escuela y llevaba su viandita. Eso hicieron muchísimas mujeres de esa generación. ¿Se entiende entonces por qué soy feminista?
—En el mismo discurso mencionó a la educación. Dijo y subrayó una frase: “La meta principal de la tarea educativa es el estudiante y nada más”. ¿Por qué?
—Es que estoy viendo que la condición docente ha caído a niveles deplorables. Me basta ver a los dirigentes de la Federación Nacional de Profesores para darme cuenta cuán lejos están, al menos algunos, de ser docentes. Si la preocupación por el sueldo es tan absorbente, lo que es legítimo, tal vez se debió haber elegido otra carrera. Esto es así desde la época de Varela, cuando a los maestros rurales les pagaban con dos gallinas porque el peón rural que mandaba el nene a esa escuelita tenía un salario miserable. Y eso, década a década, se repitió siempre, en Primaria y en Secundaria. Los profesores, salvo en algún período muy breve, estuvieron siempre mal remunerados. Uno de los buenos docentes que tuvimos, Washington Reyes Abadie, decía que la educación uruguaya no era gratuita, que la pagábamos los profesores y algo de eso siempre hubo. Perla Artuccio nos aclaraba a los estudiantes del instituto: “Si buscan una tarea que brinde gratificaciones espirituales es ésta”. Y comprobamos que tenía razón. Desde la dictadura hasta acá se ha venido sufriendo un deterioro de la educación pública que ha conllevado un crecimiento de la educación privada. Los padres muchas veces hacen un gran esfuerzo para pagar esa educación privada.¿Para asegurarse qué? Que el chiquilín tenga clase todos los días. A mí me parece que buena parte de todo esto ha sido consecuencia de la dictadura. Yo no tengo la convicción de que la educación se haya recuperado del golpe de esos doce o trece años de dictadura, al contrario. Incluso desde el punto de vista de las creencias políticas. En el 40 o en el 50 las convicciones democráticas ni se discutían. Ahora se ve que la defensa que se hace de esas nociones parece un poco débil, como traída de los pelos, como si faltaran aquellas convicciones acendradas que parecían tan naturales a la salida de la dictadura de Terra, en la gente común, no en los políticos.
—En una entrevista que Gabriel Bucheli y Jaime Jaffé le hicieron en 2007, usted señaló que la preocupación principal del programa de investigación al que se ha aplicado en las últimas décadas fue determinar “¿qué obstáculos impidieron que el país tuviera un desarrollo distinto al que tuvo? ¿qué fue lo que le impidió caminar, si hubiera caminado en el sentido que los primeros treinta años del siglo XX le habían indicado?”. En la misma entrevista declaró que no había encontrado la respuesta. Pero digo yo que algunas hipótesis tendrá.
—Que en El Día, el diario donde escribía Batlle, hubiera un editorial que, tratando de convencer al obrero de las bondades de la limitación de la jornada laboral, se dijese: “Ocho horas para trabajar, ocho horas para descansar y ocho horas para acariciar a los hijos”, a mí me dejó absolutamente asombrado y admirado. En un proyecto político estaba poniendo las razones morales en primer plano. Y en esos editoriales trataba de convencer a los obreros, porque el gallego que trabajaba 16 horas no quería trabajar ocho. ¿Cómo iba a hacer la América así? Entonces Batlle escribía una y otra vez aquellos editoriales didácticos. Que hubiera una convicción humanista tan clara me asombró enormemente cuando la leí, y me sigue asombrando porque lamentablemente no veo que se haya repetido.
—A mí me sorprende que nos esté planteando esto un historiador de la generación que nos enseñó a relativizar al individuo, sus virtudes y defectos, que tanto le interesaban a la vieja historia.
—¿Sabe lo que pasa? Cada contribución histórica es hija de un tiempo determinado. Treinta o cuarenta años después tienen que venir otras interpretaciones igualmente serias, igualmente honradas, igualmente honestas, que digan otra cosa. Uno sólo puede ver el pasado desde el tiempo en que está uno mismo situado y eso sólo se subsana con el trabajo de las nuevas generaciones que alumbran, como yo digo, “nuevos viejos” documentos.
—¿Pero podemos entender históricamente esos valores morales? ¿Pueden relacionarse con las sensibilidades de que hablaba Barrán, por ejemplo?
—Sí, claro. La prueba está en que yo no he visto que leyes posteriores descansen fundamentalmente en un razonamiento de tipo moral. En la época en que nosotros estudiamos esas consideraciones sí primaban. Se trataba de dar pautas a una sociedad aluvional, integrada por múltiples culturas. Era una manera de hacer del hijo del italiano un uruguayo. No un oriental. Mi padre, que era turco, me dijo: “Yo no puedo votar a Herrera, porque Herrera se dirige a los orientales, en cambio Batlle se dirige a los uruguayos y mi carta de ciudadanía dice que ahora yo soy uruguayo”. En la época, que la carta se diera con sólo tres años de residencia se consideraba una maniobra de Batlle para que los inmigrantes lo votaran. Algo de eso podría haber. Pero en una sociedad en formación, con aquellas enormes oleadas inmigratorias, no era fácil unificar, transmitir un orgullo que no era ese nacionalismo cerrado, sino una satisfacción moral porque ser uruguayo estaba identificado con criterios democráticos, con emparejamiento de las diferencias sociales y económicas porque votaba el millonario y votaba el vendedor de baratijas. Era una política dirigida específicamente a eso, a crear una nación. No fue la obra de un hombre o una ideología, pero bueno, se hizo.
[notice]Sobre las empresas públicas
—Gran parte de su trabajo historiográfico de las últimas dos décadas se enfocó en las empresas públicas. ¿Por qué?
—Porque me importa mucho por qué se fundaron, para qué se fundaron y para que la sociedad uruguaya cuestione hoy el funcionamiento de esas empresas. Lamentablemente, noto que ha habido un deslizamiento de los funcionarios de la empresa pública hacia una postura de que ellos son el ente que integran y de que lo pueden manejar. ¿Para qué se crearon estas empresas? Lo que dicen los documentos es que fue para proporcionar a los necesitados aquellos servicios a los que sólo podían acceder los más adinerados. ¿Cuál era la función de la Ute? Expandir su servicio al menor precio posible y realmente hubo tiempos en que ese precio llegó a ser el más barato de toda América Latina.
—Suele contestarse a este tipo de apreciaciones sosteniendo que son parte de un discurso privatizador.
—Al contrario. Soy partidario de las empresas públicas porque creo que sigue vigente el postulado que las hizo nacer. Lo que me gustaría es que la gente que hoy las integra conozca y respete ese postulado.
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