Hubo una época en que escuchar tres palabras –cien metros llanos– provocaba en mí el mismo efecto que el resultado de un partido de críquet. No me sugería nada. Ni la métrica, ni la llanura. Una herejía radical para quienes veneran al atletismo como la expresión más bella y adrenalínica de los Juegos Olímpicos.
Hubo un día en que alguien insistió, y se me dio por curiosear. Y la sensación fue similar a la provocada por una expresión artística, una suerte de incorporación espiritual capaz de desarmarla a una en pedacitos y rearmarla en breves segundos. O centésimas de segundo. Desde ese momento, que no puedo identificar con precisión (¿habrá sido con “el hijo del viento”, el espigado Carl Lewis?), la prueba reina es para mí una de las imágenes más poderosas con que la espectacularidad moderna o la cultura pop pueden representar a la fugacidad. Una estética de lo efímero aderezada con los músculos tensos (tallados desde la genética ancestral de una negritud intrusa, capaz de humillar a todos los clásicos), las zancadas extraterrestres y una concentración zen previa a la largada (ahora también mediatizada en la ceremonia olímpica), que no alcanza a intuir lo que debe pasar por la cabeza de un organismo que será exigido hasta límites insospechados, durante ingratos segundos destinados a extinguirse al igual que un parpadeo.
Pero todo se hizo una vez demoledor y festivo con la aparición de Usain Bolt, otro hijo de Jamaica (estudiada como la “isla de los sprinters”), que –según sus biografías– lleva en su partida de nacimiento ese apellido que lo predestina a ser quien es: Lightning Bolt, el rayo que debe acompañar a toda tormenta que se precie como tal. El fulgurante relámpago que parece haber sido disparado por el cetro de Zeus, como para probar que todavía existe alguna conexión entre los dioses y los hombres. En realidad no se sabe bien qué misterios de la genética y de la sabana se combinaron para parir a esta mezcla de hombre y de galgo que hace un par de semanas volvió a instalarse en la retina de los viles mortales, al quebrar otro récord. Uno menos prestigioso y alejado de sus inconmensurables marcas, pero otro al fin. Ya se sabe que Usain es el único en ganar tres medallas de oro (en los 100 metros, los 200 metros y los cuatro por 100) en dos Juegos Olímpicos sucesivos (Pekín 2008 y Londres 2012), y el hombre más rápido de la historia (9,58 segundos en los cien metros del Mundial de Berlín 2009 y 9,63 en los juegos de Londres). Esas plusmarcas que llevan a preguntarse por los límites orgánicos que estos atletas de elite, ayudados por los genes, la inversión en ciencia y tecnología pero también por una disciplina innegable (por más que a Bolt no le gustaba entrenar de adolescente y está bastante alejado de la clausura monacal), son capaces de romper.
El 23 de agosto, Usain –que nació con una escoliosis en su columna– batió el récord en los cien metros corridos en pista cubierta (o indoor). En el estadio de Varsovia “apenas” llegó a los 9,98 segundos, suficientes para destronar la marca de Frank Frederiks (10,05) y para que este atleta galáctico, capaz de relegar –dicen las encuestas jamaiquinas– a Bob Marley en el podio de las celebrities de la isla antillana, condenase a sus rivales a contemplar, fatalmente retrasados, su estela de Flash negro. Usain acababa de cumplir 28 años hacía una semana. Las leyes de la biología y de la lógica porfían y sugieren que será muy difícil que en Brasil 2016 pueda vencerse a sí mismo en los cien metros. Pero con los semidioses nunca se sabe