El Che muere en Bolivia y su peripecia recorre el mundo, despertando emoción, admiración o rechazo, nunca indiferencia. Sus partidarios lo consideraron un modelo de integridad y audacia, capaz de renunciar a intereses particulares, privilegios y poder para contribuir a la emancipación de los oprimidos. No desde la cómoda tribuna de gobiernos y organismos internacionales, o desde el comando militar ejercido a prudente distancia del teatro de guerra, sino en las más duras condiciones de riesgo y supervivencia. Sus detractores, por el contrario, lo consideraron un instrumento del imperialismo soviético, que intentaba exportar su régimen opresor —la dictadura comunista— al planeta entero.
Así, su imagen fue el centro de visiones antagónicas e inconciliables, reflejo del enfrentamiento bipolar de la Guerra Fría, de la maniquea oposición que se expresaba en los campos más diversos: desde las reuniones cumbre de las potencias para la regulación del armamento nuclear, hasta las opiniones políticas del ciudadano común. Sólo el transcurso del tiempo permitió matizar la rigidez de las posturas ideologizadas, definir ambigüedades y decantar permanencias.
Las derechas latinoamericanas, desprovistas de líderes de tanta ascendencia, se han preguntado por décadas la razón del carisma del Che. A partir de 1967, marxistas y cristianos, intelectuales y campesinos, pacifistas y guerrilleros lo adoptaron como norte y guía de su quehacer político. Su figura fortaleció a las izquierdas, promovió amplias alianzas políticas nacionalistas, reformistas o revolucionarias, impulsó la movilización de multitudes. Sembró focos guerrilleros desde el Río Bravo hasta el Estrecho de Magallanes, y fue venerado por partidos y coaliciones como la Unidad Popular de Chile, que impulsaban políticas no violentas, reformistas, para alcanzar el socialismo.
En un continente doblegado por la pobreza, el despotismo de las dictaduras, el saqueo de sus recursos y la injerencia del imperialismo estadounidense, el Che Guevara interpretó las aspiraciones de millones de latinoamericanos. Indicó una causa por la que valía la pena luchar e incluso arriesgar la vida: la edificación de una sociedad libre, justa, fraterna y soberana.
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En los años sesenta la Unión Soviética y Estados Unidos intentaban acercarse a los estados neutrales de Oriente Medio, Asia y África con el propósito de atraerlos a su esfera de influencia. El proceso de descolonización y el auge de las posturas antioccidentales en los países en vías de desarrollo crearon un marco propicio para que el Estado soviético se vinculara estrechamente con dirigentes de movimientos insurgentes y gobernantes de nuevas naciones.
De esta forma, en plena détente, la desintegración del colonialismo ofreció oportunidades para que la Urss acrecentara su poder en las relaciones de fuerza mundial, en detrimento de Estados Unidos y Europa occidental. En pocos años logró establecer una amplia red de relaciones políticas, militares y económicas. En el plano militar, por ejemplo, entre 1960 y 1975 recibieron ayuda y asesoramiento soviético países emergentes como Yemen del Sur, Argelia, Benín, Irak, Libia, Siria, Egipto, India, Bangladesh, Afganistán, Vietnam y Mozambique.
En el continente americano, la radicalización de la revolución cubana, su enfrentamiento con Estados Unidos, el entusiasmo que suscitó en amplios sectores sociales, fueron de buen auspicio para los intereses soviéticos. Los dirigentes cubanos y del Este europeo que colaboraron con Guevara en la instalación del grupo guerrillero en Bolivia confiaban provocar, en una región de indiscutible hegemonía estadounidense, conflictos políticos y sociales, inestabilidad, insurrecciones y guerra de guerrillas. Todo ello confluiría con la actividad desplegada por los partidos comunistas y los movimientos sociales antimperialistas que actuaban en la legalidad.
Se trataba de tácticas y procedimientos idénticos a los que Estados Unidos empleaba en las regiones del mundo donde imperaba la hegemonía soviética, o en los países abiertos a la influencia y apoyo de la Urss. A través de sus apoderados, protegidos o aliados, Washington también financiaba y contribuía a provocar guerras irregulares y convencionales, sostenía económicamente partidos y movimientos opositores, promovía golpes de Estado y homicidios de gobernantes o dirigentes políticos. Desarrollaba, en suma, una amplia gama de iniciativas desestabilizantes, abiertas o encubiertas, que complementaba con acciones de influencia política, psicológica y cultural.
Desde un pequeño territorio ubicado en el corazón de América, con el apoyo de Cuba y el aval implícito de la Unión Soviética, Guevara buscaba ser el inspirador de una insurgencia continental. Si el foco boliviano lograba perdurar podría irradiarse al territorio argentino. Aunque la lucha fuera prolongada y la victoria incierta, su mera presencia en Bolivia desafiaba a Estados Unidos, corroía su prestigio continental, lo obligaba a distraer recursos y hombres de otras latitudes. Tal vez, incluso, lograría atenuar el inflexible hostigamiento estadounidense contra Cuba.
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Derrotado en Bolivia, el proyecto del Che fue reproducido con mayor éxito unos años después en el escenario africano. Soldados cubanos adiestrados y pertrechados por la Unión Soviética participaron en las luchas anticoloniales de Angola, Guinea Bissau, Cabo Verde y Mozambique. A partir de 1975 sostuvieron militarmente al gobierno angoleño de Agostinho Neto, atacado por Sudáfrica y Zaire y por guerrillas anticomunistas financiadas por Estados Unidos. Entre 1987 y 1988 una nueva invasión sudafricana fue derrotada en la batalla de Cuito Cuanavale, en la que Cuba participó con 55 mil efectivos, aviación y blindados. En 1977 el gobierno cubano se involucró junto a la Urss en la guerra de Etiopía contra Somalia y la secesionista Eritrea. Cuando la victoria etíope puso provisoriamente fin a la contienda, 20 mil cubanos que habían luchado bajo la bandera del internacionalismo de Guevara regresaron a su país.
A fines de la década de 1970, implantadas en el sur americano las dictaduras de seguridad nacional, el epicentro de los movimientos armados de impronta guevarista se trasladó a América Central. En 1979 el Frente Sandinista derrocó a la dictadura de Anastasio Somoza, al tiempo que las guerrillas salvadoreña y guatemalteca, apoyadas por Cuba, adquirieron una fuerza considerable. Junto al gobierno progresista de Granada y los movimientos guerrilleros de Venezuela y Colombia, Estados Unidos creyó percibir un nuevo arco de crisis cercano a sus fronteras. En Chile, entretanto, se intensificaba la lucha armada contra la dictadura de Pinochet, protagonizada por jóvenes formados en el ejemplo del Che, pertenecientes al Mir y al comunista Frente Patriótico Manuel Rodríguez.
Los ochenta estuvieron marcados por la contrainsurgencia desplegada por Estados Unidos en América Central. La región se volvió el campo de pruebas del gobierno de Ronald Reagan en su intento de sofocar los regímenes progresistas o los procesos revolucionarios. No obstante, en 1986, mientras Reagan promovía nuevas intervenciones de la Cia en Nicaragua para desestabilizar y derrotar al “peón soviético”, el 27º Congreso del Partido Comunista de la Urss abandonaba casi por completo el marxismo leninismo y el presidente Gorbachov rechazaba la lucha de clases, postulaba la coexistencia pacífica y la cooperación internacional entre capitalismo y comunismo.
Fue el mismo Gorbachov quien en la segunda mitad de los ochenta convenció a los dirigentes nicaragüenses y salvadoreños de involucrarse decididamente en los procesos de paz, y a los guerrilleros comunistas de Chile de deponer las armas. La Urss se hallaba exhausta económicamente por la carrera armamentista, la sangría de la guerra de Afganistán, el retraso tecnológico con relación a Estados Unidos —en particular en el campo de la informática, esencial para el funcionamiento del armamento espacial— y la erosión del consenso en los países del este europeo.
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A 50 años de su muerte ¿qué ha dejado en herencia el Che Guevara a los ciudadanos del tercer milenio? En primer término, la vigencia de la causa por la que luchó, aún distante. Por ella también perdió la vida otro gran líder de la izquierda americana, Salvador Allende. Los dos desafiaron al Leviatán y fueron derrotados. Los dos fueron forjadores de esperanza. Aunque indicaron distintos caminos para la acción política y social —la lucha armada o el gradualismo reformista—, al mismo tiempo, en un plano más elevado, señalaron la vía maestra para obtener los cambios anhelados por la izquierda: la militancia firme, perseverante, desinteresada y valiente. En ella reside la significación de su legado.
Clara Aldrighi. Historiadora. Autora, entre otros libros, de La izquierda armada. Ideología, ética e identidad en el Mln-Tupamaros y Memorias de insurgencia. Historias de vida y militancia en el Mln-Tupamaros. 1965-1975.