El domingo pasado la parcialidad de Nacional copó el estadio Domingo Burgueño Miguel, de Maldonado, motivando que la Auf haya tenido que habilitar el mecanismo de devolución del importe de las entradas a quienes –teniéndolas en mano– no fueron capaces de ingresar a uno de los estadios más grandes y bonitos del fútbol uruguayo. Si bien sabido es que los equipos grandes tienen partidarios en todo el país, resulta claro que muchos de esos más de 15 mil hinchas tricolores que llegaron al viejo campus viajaron desde Montevideo.
Dicho de otra forma: los mismos hinchas de Nacional que desde que se reinauguró el Gran Parque Central apenas si van al Estadio Centenario (salvo en clásicos y partidos internacionales), no tienen ningún problema en viajar cien quilómetros para ver un encuentro no definitorio ante un equipo humilde, un domingo de tarde.
Lo que nos lleva a inferir que el hincha de Nacional tiene cierta reticencia a concurrir al Estadio Centenario. De alguna manera lo siente ajeno, sin que haya fundamentos históricos en tal sentimiento, tal como intentaremos ver.
Un poco de historia. Buena parte de los mayores hitos de la historia tricolor tuvieron al viejo estadio de la calle Ricaldoni como testigo. Allí Nacional ganó dos Copa Libertadores (1980 y 1988) y una Intercontinental (la de 1971). Clásicos como el del 6 a 0, el de los cuatro goles de Atilio, el de los nueve contra 11, el del gol de Maristán, todos ellos ocurrieron en el Centenario. De hecho, hasta la reinauguración del Parque Central en marzo de 2005 (probablemente el hecho más destacado en el último cuarto de siglo de historia tricolor), los hinchas de Nacional concurrían al coloso de cemento sin ofrecer ninguna resistencia. Aun después de la reinauguración de la vieja Quinta de la Paraguaya, varias voces se alzaron promoviendo el retorno al Centenario tras un par de resultados negativos: “El Parque da mala suerte”, dijeron algunos. Cuando en realidad lo que daba mala suerte era poner al Pájaro Márquez de titular y dejar a Luis Suárez en el banco.
Pero con los años el Parque fue creciendo, el hincha se fue aquerenciando y ahora a nadie se le ocurriría sugerir trasladar la localía los 1.190 metros que según Google Maps separan a ambos estadios. Ese proceso fue acompañado por la asunción de una cierta ajenidad con respecto al escenario del Parque Batlle, que pasó a verse como “el estadio de Peñarol”. De esta forma, Nacional –que hasta 2004 solía jugar aproximadamente el 90 por ciento (27 de 30) de sus partidos en el Centenario– pasó a ver cómo sus hinchas llenan el Parque, concurren masivamente a las canchas chicas que le toca visitar, pero rarísima vez superan las 10 mil entradas cuando le toca jugar en el Centenario.
¿Por qué? No será una cuestión de comodidad: cualquiera que haya ido al Centenario podrá afirmar que, una vez superado el inconveniente de verse obligado a limpiar la butaca, pasa a ser el estadio más cómodo y con mejor vista del país. Tampoco hay una traba económica: si bien es cierto que la gran mayoría de los hinchas tricolores que concurren habitualmente a los encuentros son socios, y que por ende entran gratis al Parque Central, el domingo pasado nos demuestra que el dinero no es una traba insalvable, pues sólo de nafta y peajes o de pasajes los hinchas montevideanos pagaron mucho más que lo que cuesta una entrada a la tribuna América.
En todas las canchas. Hay un punto que evidentemente fortaleció la sensación de que el Centenario es el estadio de Peñarol: la distribución de las cabeceras. Quienes peinamos canas llegamos a asistir a los tiempos en que las cuatro tribunas del Centenario eran compartidas. Resulta curioso ver imágenes de clásicos de aquellas épocas, y ver cómo cuando anotaba un gol Peñarol parecía levantarse todo el estadio, y que cuando anotaba un gol Nacional ocurría otro tanto.
Incluso ambas barras se ubicaban en la tribuna Ámsterdam: la de Nacional contra la Olímpica, la de Peñarol contra la América, acaso por aquello de que Nacional es un cuadro de clase media y Peñarol tiene más arraigo en las clases más altas así como en las más bajas. Pero desde el 6 de enero de 1987, y luego de algunos incidentes generados en la tribuna holandesa (generalmente la barra del equipo perdedor cruzaba la tribuna en busca de la barra rival, tarea que muchas veces cumplía por afuera del estadio, para generar el factor sorpresa), las autoridades de la Auf de la época (alguno de los 15 ejecutivos provisorios que comandaron los destinos del fútbol celeste durante ese año) decidieron que en los clásicos el local ocuparía la Ámsterdam, y el visitante la Colombes.
Pero unos 20 años más tarde el Ministerio del Interior decidió que Nacional siempre ocuparía la Colombes, fuera local o visitante, debido a que eso facilitaba evitar el cruce de los hinchas (los de Nacional, que se reúnen en la sede tricolor, y los de Peñarol, que lo hacen en el ombú de Ramón Anador). Hubo una “idea muy piola” de pedirles a los muchachos que se reunieran en otro lado (por ejemplo en Bella Unión) pero no prosperó.
La decisión tuvo apenas un peso simbólico, ya que las tribunas son estructuralmente idénticas (hay una diferencia de nueve asientos entre una y otra), y la siempre mencionada ventaja de la Ámsterdam relativa a que es “la tribuna del sol” se desvanece cuando estás en febrero y hay 52 grados o te da el sol de frente y no sos capaz de distinguir al Chengue Morales de Pablo Islas. Incluso podemos afirmar que la consagración de Colombes (para muchos la más importante en la historia del fútbol uruguayo) contó con nulo aporte peñarolense, lo que tornaría esperable que fueran los hinchas tricolores los encargados de llenar sus gradas.
Sin embargo, presionados por un sector de la hinchada nacionalófila, las dirigencias comandadas por Ache y Alarcón buscaron torcer la decisión policial, amenazaron con jugar sin hinchas de Peñarol, quisieron incluso mudar los bancos de suplentes (para que los suplentes carboneros no puedan incidir sobre las decisiones del árbitro asistente que corre pegadito a la tribuna América).
Pero todo quedó en nada, y los hinchas de Nacional se acostumbraron a la Colombes. Tanto que cuando les toca jugar en el Centenario por una copa internacional ante un rival extranjero, la Ámsterdam es la tribuna menos concurrida. El destierro de la capital holandesa fue equivalente a aceptar la condición de visitantes eternos en un estadio al que sintieron propio hasta hace una década.
Futuro incierto. ¿Qué va a pasar cuando Peñarol tenga su estadio? ¿Los hinchas aurinegros adoptarán un patrón de comportamiento semejante y emprenderán ruidosas excursiones a Jacksonville pero optarán por ver los partidos del Centenario por televisión pese a los comentarios de Juan Carlos? ¿Llegará el día en que el Monumento Histórico del Fútbol Mundial sea el reducto inexpugnable de los cuadros chicos que llevarán allí a los grandes aprovechando la incomodidad que les generarán a nuestras instituciones señeras? ¿Llegaremos a ver banderas denominadas “Barra Ámsterdam” en la hinchada de Danubio, o “La banda del balcón del segundo anillo de la Olímpica contra la Colombes” en la hinchada de Rentistas?
Afortunadamente, Peñarol es un equipo mucho más afecto a los factores metafísicos y extrasensoriales que Nacional. Vale mencionar conceptos tales como el de “mística”, o la recordada presencia de “la bruja de Los Aromos”, que como no le pagaron en fecha metió un conjuro para convertirse en entrenadora de arqueros.
Por eso no me extrañaría que al segundo resultado negativo en el flamante estadio a alguien se le ocurra decir “este estadio da mala suerte, volvamos al Centenario”, y que en efecto vuelvan, dejando a los hinchas con las butacas doble quinquenio bajo el brazo.
Si ese es el precio para que el Centenario no desaparezca, estamos dispuesto a pagarlo.