Entre el gesto y la verdadera garantía de derechos – Semanario Brecha
Fortalezas y debilidades de la propuesta que crea un Comisionado para la Infancia

Entre el gesto y la verdadera garantía de derechos

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En el Parlamento se ha presentado una propuesta para crear un comisionado para la infancia. El núcleo del proyecto es noble: crear un órgano autónomo para defender los derechos de la infancia y la adolescencia en Uruguay, algo similar a lo que se conoce, en la experiencia comparada, como un ombudsperson de infancia.

Tal herramienta para la defensa y la promoción de derechos está avanzando en el mundo, con variados ejemplos. Algunos son recogidos en la exposición de motivos del proyecto presentado por un grupo de legisladores. Los casos más cercanos son la defensoría de la niñez de Argentina y de Chile. Ambos constituyen referencias valiosas para orientar el diseño normativo de una figura como la del Comisionado en Uruguay; marcan una pauta de cómo garantizar que este tipo de organismos cumplan con los requisitos establecidos para instituciones similares, y su desarrollo ofrece aprendizajes sobre cómo dotar a esta nueva institucionalidad de autonomía, legitimidad y capacidad operativa.

Es cierto que Uruguay necesita contar con una institución autónoma que defienda activamente los derechos de niñas, niños y adolescentes (NNA). Sin embargo, esta necesidad no puede pensarse de forma aislada, sino en diálogo estrecho con la trama efectiva de las políticas públicas dirigidas a la infancia y la adolescencia. Hoy asistimos a un ecosistema institucional fragmentado, en el que múltiples programas, servicios y dispositivos operan con escasa articulación, lo que crea vacíos de atención y, en muchos casos, superposición de intervenciones sobre las propias familias. Esta lógica redunda en prácticas burocratizadas que, lejos de garantizar derechos, tienden a reproducir circuitos de control con bajo impacto en la mejora de las condiciones de vida.

En este escenario, la creación de una defensoría específica para la infancia puede constituir una herramienta institucional relevante, pero su potencia dependerá de su capacidad para incidir en los dispositivos existentes y en los enfoques que organizan la acción profesional.

Es impostergable avanzar en el fortalecimiento de políticas públicas que mejoren efectivamente el acceso a la educación, la salud, la cultura y la protección social, al tiempo que contribuyan a reducir la pobreza infantil y adolescente. No alcanza con sumar instancias de supervisión si no se transforman las prácticas que, desde una mirada adultocéntrica o moralizante, desdibujan el vínculo entre los sujetos y los recursos disponibles para el ejercicio pleno de sus derechos.

Una defensoría con vocación transformadora debe ser, por tanto, parte de una estrategia más amplia que articule lo simbólico y lo material, lo institucional y lo cotidiano, para dignificar las trayectorias de vida de las nuevas generaciones. Pensar un defensor para la infancia exige, entonces, mucho más que crear un cargo: implica revisar críticamente el modo en que concebimos, financiamos y coordinamos las políticas públicas que deberían garantizar derechos en la vida cotidiana.

La propuesta de creación de un comisionado para la infancia debe ir acompañada de un diseño normativo robusto que evite repetir errores del pasado y supere la lógica de crear estructuras sin respaldo operativo ni autonomía suficiente. La experiencia internacional, así como la Observación General n.º 2 del Comité de Derechos del Niño, ofrece lineamientos claros sobre el rol, las funciones y los requisitos de estas instituciones. El desafío no radica únicamente en crear una nueva figura, sino en garantizar que pueda incidir efectivamente en la vida de quienes busca proteger.

Desde una lectura técnica del proyecto, surgen varios elementos que requieren revisión. Uno de los más relevantes es la definición del rol del Comisionado. El artículo 1 lo define como un asesor del Parlamento, lo que limita su autonomía y podría entrar en contradicción con otras funciones asignadas, como la de monitorear situaciones de violaciones de derechos. Para cumplir los estándares internacionales, es indispensable asegurar su independencia y autonomía operativa y funcional, en línea con los Principios de París.

Otro aspecto crítico es la segmentación que el proyecto realiza entre niñez y adolescencia, que se aparta del marco normativo vigente en el Código de la Niñez y la Adolescencia (CNA). La definición de niñez y adolescencia se aleja de lo establecido en el CNA, pues el proyecto se inclina por establecer la niñez hasta los 12 años y la adolescencia desde esa edad hasta los 18. Aquí el proyecto instala una contradicción innecesaria que va contra la armonía del marco normativo existente. Esta decisión introduce inconsistencias y puede dificultar la articulación con otras políticas y dispositivos. Además, el diseño actual presenta debilidades en relación con la participación, la opinión y las propuestas de niños y adolescentes en su estructura.

En este sentido, el Comité de los Derechos del Niño de Naciones Unidas exige que los NNA sean consultados en el diseño, el monitoreo y la evaluación de estas instituciones. El proyecto uruguayo ni siquiera menciona crear un consejo asesor de niños. Esto es una contradicción importante, porque la propia ley reconoce que los NNA son «un colectivo sin voz ni voto», lo que nos recuerda que estamos frente a una práctica histórica y fuertemente resistida por la institucionalidad, ejemplo de ello son los consejos de participación que debieron crearse en todos los centros educativos, sobre los que, luego de 17 años de vigencia de la Ley General de Educación, no hay casi noticias al respecto.

El proyecto también enfatiza un enfoque predominantemente reactivo, centrado en la investigación de vulneraciones de derechos, pero deja de lado funciones proactivas indispensables. Un comisionado con verdadero impacto debe estar habilitado para incidir en las políticas públicas, identificar prácticas inadecuadas que requieren corrección inmediata y recomendar, con fundamento técnico, formas más efectivas de intervención que las actualmente desarrolladas por las instituciones. La posibilidad de realizar auditorías, emitir recomendaciones, darles seguimiento, evaluar y calificar el grado de cumplimiento por parte de los organismos involucrados resulta clave. En ese sentido, la ausencia de carácter vinculante en las recomendaciones, como establece el artículo 6, debilita el rol del Comisionado e impide consolidar mejoras sostenidas en las prácticas institucionales.

El proyecto presenta otras omisiones que debilitan su alcance: no contempla mecanismos de accesibilidad para NNA con discapacidad ni incorpora enfoques de género o atención prioritaria a poblaciones especialmente vulneradas. Además, prevé la incorporación de personal mediante pases en comisión, una práctica que limita la profesionalización, afecta la estabilidad técnica y genera dependencia política, como ya se ha visto en otras instituciones.

El artículo 10, al exigir denuncias escritas y fundadas, revela un enfoque adultocéntrico que puede obstaculizar el acceso a la Justicia. Es indispensable que los canales de contacto con el Comisionado sean accesibles, flexibles y adaptados a distintas edades. A esto se suma un presupuesto simbólico que, lejos de garantizar presencia nacional y capacidad técnica, condena a la institución a un funcionamiento meramente testimonial.

La experiencia institucional uruguaya deja aprendizajes importantes. El conflicto entre el Comisionado Parlamentario para el Sistema Penitenciario y el Mecanismo Nacional de Prevención de la Tortura mostró cómo la superposición de funciones puede producir tensiones, duplicar esfuerzos y debilitar la legitimidad de ambas figuras. Este antecedente debería advertirnos sobre la importancia de definir con claridad el rol del nuevo Comisionado para la Infancia, evitando solapamientos y apostando por una coordinación que fortalezca el sistema de protección de derechos. No se trata solo de ajustar competencias: está en juego la eficacia y la credibilidad de las respuestas del Estado.

De no corregirse estos aspectos, la propuesta corre el riesgo de repetir tres errores comunes: la autocomplacencia –creer que basta con crear la figura–, el tutelarismo –decidir por los niños y los adolescentes sin incluir su voz– y la precariedad –asignar recursos mínimos a una tarea estratégica.

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