Primero corresponde aclarar que este cronista falló una vez intentando ver esta película.1 Una legión de niños se adelantó en las boleterías, agotando las entradas un domingo a la tarde. Como precaución, la segunda tentativa fue durante un día de semana, en los horarios más tempranos. Lo llamativo es que, sólo en ese complejo de cines (Movie Montevideo Shopping), la película gozó de siete exhibiciones diarias; muchísimo más que cualquier otra uruguaya estrenada en los últimos tiempos. Niños y fútbol, al parecer, son una combinación inmensamente popular. La sorpresa fue mayor cuando, al comenzar los créditos finales, la concurrida sala estalló en aplausos de aprobación.
Porque es difícil encontrarle algo meritorio a Mi mundial. Adaptación del bestseller homónimo de Daniel Baldi, la historia es extremadamente simple: Tito, un crack de fútbol de 13 años, despierta el interés de un mánager que le ofrece un jugoso contrato, capaz de sacarlos a él y a su familia de la pobreza. De ahí el muchacho pasa a ser el sostén económico familiar, debatiéndose entre dedicarse plenamente al fútbol o terminar sus estudios de primaria.
El primer gran problema de esta película es su falta de sutileza, pero para ejemplificarlo es imperativo incurrir en algunos spoilers, por lo que el lector que no la vio debería considerar si continuar con la lectura. Cuando el padre de Tito atraviesa penurias económicas e inestabilidad laboral, a los guionistas no se les ocurre nada mejor que ponerlo a destapar un inodoro lleno de mierda; y como para subrayar que es un trabajo desagradable, el personaje pone cara de asco durante el proceso. Como pago por su labor obtiene una bolsa con alimentos básicos. A un mismo nivel de sugerencia se encuentra una escena –de las más bizarras que ha dado el cine nacional en años– en la que el adolescente es “obligado” a beber seis shots de vodka en una fiesta organizada por el mismo equipo en el que juega, y como recompensa obtiene una moto y el beso de una muchacha mayor. Además de que se trata de una ilegalidad por donde se mire, ningún club de fútbol cometería la imprudencia de que su gallina de los huevos de oro se fuese manejando una moto borracho, de lo cual además sería directamente responsable. Como sea, la oveja descarriada ni siquiera tiene la oportunidad de disfrutar un poco, ya que inmediatamente después de los seis shots y de una refriega con su padre en la que lo empuja e insulta, el guión le impone un Deus ex machina, un accidente que le impide seguir jugando, y pierde así todos sus privilegios.
Las incoherencias insisten: una fractura múltiple será luego tratada por un “curandero” que le indica al niño ejercicios de estiramiento para curarse definitivamente y volver a caminar sin muletas. Dicho y hecho, en un año el gurí ya estará jugando al fútbol otra vez, pero no sin antes haber aprendido las lecciones de la vida.
Porque lo más rechinante es la constante bajada de línea a la que se recurre. Pocas películas caen con tanta frecuencia en la lección moral explícita, verbalizada por diferentes personajes que se le aparecen al protagonista: desde la maestra que le explica que nunca va a terminar la escuela por pedido de sus padres sino por convencimiento propio, el curandero que le cuenta que festejó su gol a pesar de pertenecer a otro cuadro, porque lo importante es que todos pertenecen al mismo pueblo y que “no hay que olvidar las raíces”, hasta el capitán Diego Lugano, quien en una carta le explica que lo más importante es estudiar, además de resumir en breves líneas todo lo que la película ya había dejado más que claro. A esto se suman las lecciones de vida: que corresponde hacer caso a los padres, que el camino rápido al éxito está lleno de mala vida, sustancias, mujeres y accidentes, y que es más importante el juego en equipo que la jugada en solitario. Poco cine y una avalancha de moralina.