Su disco no se parece a nada. Empezando por la tímbrica: sobre la base de guitarra, contrabajo y batería (casi siempre con escobillas) está el oboe de Urioste más un chelo, trombón, melódica y guitarra eléctrica, y la muy bella voz de Victoria Zotalis. Hay una sola canción con letra. La voz, la mayoría de las veces, mezclada en forma clara pero no predominante, es un instrumento más. Sólo que, claro está, la voz nunca es “un instrumento más”, porque toda nuestra percepción está programada para conferirle centralidad y aguardar información verbal. Y la cantante muchas veces hace de cuenta que dice palabras, pero en idiomas inexistentes. En “Lemon paisano” puede sonar, yo qué sé, vietnamita. (Es una idea condicionada por la tapa, una foto sacada por el propio Urioste. Leí con agradable sorpresa en una entrevista que el paisaje de la foto es acá nomás, en Villa García.)
Todas las composiciones son de Urioste o de Álvaro Herrera (que toca la melódica). En tren de buscar referentes para orientar a algunos lectores (y desorientar a otros), esa música tiene elementos de jazz (el estilo de solear de Urioste me parece tributario de John Coltrane). La presencia del oboe en un contexto de música popular instrumental siempre trae a colación a Paul McCandless (del grupo Oregon). La voz femenina casi verbal en medio de música instrumental puede recordar a Hermeto Pascoal. Pero nada de eso es realmente notorio, ni general, y todo está salpicado de pasajes que tienen que ver con música árabe, klezmer, una milonga y un vals, improvisaciones libres, pop instrumental de los sesenta y, sobre todo, inventos. Ya que esos elementos muy distintos en ningún momento aparecen como “la cosa misma”, sino que son alusiones, el todo no suena a un collage de estilos. El disco tiene una fuerte personalidad global, con su variedad interna basada, entre muchas otras cosas, en la multiplicidad de referentes.
No hay propiamente vanguardia, tan sólo una cierta exigencia que puede alejar a los oyentes que sientan necesidad de que la música esté encasillada, o que la pretendan usar para alguna función muy específica (agitar, relajar, bailar, servir de fondo), o que no estén entrenados a escuchar algo medianamente complejo. Es música para oír y apreciar. Emotivamente algunas cosas pueden parecer más apartadas o ambiguas, pero aquí y allá hay momentos que abrazan una afectividad codificada. Como no son muchos lugares y todo está siempre muy bien construido con imaginación y refinamiento, esos momentos más fáciles son como un regalo especial en el disco. Me resulta especialmente tierno “Groovy farm”: su guitarra eléctrica tremolada, la armonía refinada pero asimilable hacen pensar en el easy listening de los sesenta. La música tiene una ambigüedad preciosa en el pulso: la melodía, la progresión armónica y el backbeat sugieren un tempo lento; pero en mucho de lo que tocan la batería y el bajo van como si la subdivisión del pulso fuera el pulso, y eso crea una sensación de velocidad. Entonces uno escucha algo que es a un tiempo somnoliento y activo. Por si fuera poco hay un extenso interludio central que nos lleva a un lugar totalmente distinto (los instrumentos flotan en forma aparentemente libre).
La música no es virtuosística de tocar. Los instrumentistas son todos muy solventes y tocan con evidente entrega. Me suena como si los músicos hubieran tocado todos juntos, porque hay mucho entendimiento mutuo e interacción, especialmente notorios en los climas que parecen obedecer a consignas generales, pero sin estar arreglados nota a nota. Las microdesprolijidades no están censuradas en la posproducción: suena así, humano (amén de que todo suena en forma clara, de sonido y de intención).
La presentación gráfica es preciosa, como todas las del Club del Disco.
Así que una gran sorpresa, que recomiendo con entusiasmo. Se encuentra a la venta en unos pocos locales de Montevideo, y se puede escuchar en línea.
- Últimos soles del verano, Club del Disco, Argentina, sin número, sin fecha (2015).
https://gastonurioste.bandcamp.com/releases