Demencia. Eso argumentó la defensa para pedir la absolución de Dios. En cambio la fiscalía arremetió con una avalancha de pruebas en su contra. Bastaba con mirar el mundo, o el barrio, para darse cuenta de que era culpable de asuntos de lesa humanidad.
Un hombre con aspecto de profesor amable fue el encargado de llevar adelante el proceso. Calvo y con barba de candado, algo más alto que Lenin, en todo caso más erguido en esas fotos que los muestran juntos. Su historia, la de Anatoli Lunacharski, es conocida en esta parte del mundo, principalmente porque la narró Eduardo Galeano en una de las pastillas de Los hijos de los días. Era 1918. Si alguien dudaba de que la revolución bolchevique iba en serio, debe de haberse quitado las dudas cuando el pelotón de fusilamiento apuntó al cielo y ejecutó la sentencia. Dios no había muerto, como postulaban los nihilistas. Dios había sido ajusticiado por orden de un tribunal revolucionario.
No es raro que el mismo Lunacharski haya sido el impulsor de Proletkultur, esa usina de las vanguardias artísticas rusas. Este dramaturgo poco talentoso, y que a pesar del sonado proceso parece haber tenido poca madera para el comisariato político, sí sabía que una revolución, para consolidarse, debía ganar la guerra cultural.
No usaba la palabra “hegemonía”. Ni él ni su jefe, Lenin. De hecho ni siquiera el creador del término, Antonio Gramsci, la usaba “en sentido gramsciano” en sus primeros escritos. Menos ha de extrañar entonces que Lenin, focalizado en las cosechas, la electrificación de lo inconmensurable, la industrialización incipiente, y en echar un ojo a Trotsky en su guerra de rojos contra blancos, haya dejado fuera de su radio de acción aspectos tan poco palpables.
Pero cuando se toman los escritos de Gramsci, un par de décadas después de las andanzas de Lunacharski, y se lee al atormentado turinés nacido en Cerdeña decir que todo ser humano es un intelectual, no sería malo recordar que aquella Proletkultur del dramaturgo poco talentoso montó una estructura de más de 80 mil personas haciendo arte en un país que hasta ese momento había reservado el lado izquierdo del cerebro para aristócratas y elegidos. Tal vez estaban construyendo una contrahegemonía al esquema autocrático que se había derrocado. Eso parece haber entendido Stalin, que terminó con las vanguardias y usó el zarismo como montura. Eso entendió Gramsci, que escribió a los dirigentes soviéticos una carta sobre el error que implicaba abandonar ese camino. La carta nunca fue entregada.
CURTINA. En el siglo XXI, en las antípodas de octubre, la primavera egipcia no fusiló a su divinidad terrena, Hosni Mubarak, que llevaba tres décadas en el poder. En su lugar, poco tiempo después y varias vueltas de tuerca más tarde, siguió enquistado el mismo estamento militar que sostenía a Mubarak. Ese fracaso no responde la pregunta del comienzo, pero ayuda a desmitificar la falacia de las “revoluciones Twitter”.
Más cerca en el tiempo y el mapa, en la primera mitad del siglo pasado, una leyenda cuenta algo que habría ocurrido en la localidad tacuaremboense de Curtina. No había smart phones, pero sí redes sociales. Un grupo de jóvenes decidió crear la República Socialista Soviética de Curtina. Para eso emborracharon a los dos policías del lugar, tarde en la noche convocaron al pueblo en la plaza, e izaron la bandera roja. Y no pasó más nada. Al día siguiente alguien abrió la celda antes de que los policías despertaran, alguien bajó la bandera, y pocos preguntaron qué había sido de aquella flashmob que había producido un cambio tan profundo en las estructuras de poder como el que ocurrirá en la primavera egipcia.
Diferente fue Túnez. Ahí el Cuarteto del Diálogo Nacional, reciente ganador del premio Nobel de la paz 2015, construyó una base de cultura democrática, gramsciana, y apuntaló las movilizaciones ciudadanas con un cimiento mucho más sólido y un resultado que, por el momento y a pesar del desafío yihadista, está siendo mucho más duradero.
TAHRIR. La historia de la fallida primavera egipcia la está contando el periodista Jon Lee Anderson (el nuevo Kapuscinski, como se ha dicho) ante un auditorio relativamente reducido, en el Centro Histórico de México, a fines de este mes de octubre, 98 años después de la otra revolución, la que fusiló a Dios.
Dice que había algo de performance en esas multitudes convocadas por las redes sociales en la plaza Tahrir de Egipto para escenificar el derrocamiento. Menciona al pasar al ciberejecutivo que desde uno de los estrados prometía el mundo de la libertad. Ya nadie recuerda su nombre. Pero era un ejecutivo de Google, así que puede googlearse su nombre: Wael Ghonim.
¿Dónde estaba Gramsci entonces? ¿No debería haberse producido una “guerra de posiciones”, con aspectos centrales a la hegemonía cultural de la sociedad egipcia –la educación, la religión, los medios– siendo tomados uno por uno, como casamatas de un territorio enemigo?
El ejecutivo de Google. No importa que Google y Facebook sean enemigos. El imaginario occidental necesitaba esa escena. Como necesitaba la foto trucada del egipcio con la caja de cartón donde estaba escrito Facebook en letras árabes y caracteres latinos. Era la revolución de las redes sociales. Con un teléfono inteligente en lugar de un fusil (aunque en las siguientes, en Libia, por ejemplo, habría de ambos). Smart phones. ¿Los amplificadores del vacío podían ser también un arma democrática? El areópago griego parecía reencarnar en Tahrir. Todos somos griegos, decía Percy Shelley en el siglo XIX. La performance de la militancia tecnológica puede ponerle al comienzo un signo de numeral y transformar esa frase en hashtag, etiqueta para unir todas las conversaciones solitarias, y al unirlas tomar la primavera árabe, o la defensa de los leones africanos contra los dentistas de safari, y volverlas causa del día o la semana. El trending topic. La tendencia.
TEHERÁN. La primavera árabe –exceptuando la excepción tunecina– tuvo su amarga cuota de desilusión. Pero Occidente todavía tenía a Irán. Jon Lee Anderson, aunque no habla de Gramsci ni de hegemonía, sino de periodismo, pone ese ejemplo como la cara y contracara de la potencialidad de esas maneras de saltearse, en unos cuantos clics, años de acumulación de fuerzas y toma de casamatas.
Los iraníes vieron que las redes sociales eran un maravilloso canal para dejar de pensar en el control estatal de los medios de comunicación y convocarse por sí mismos. Pero también lo entendieron los cuerpos represivos. Así que monitorearon las redes y los propios manifestantes les dijeron no sólo la hora y el lugar, sino también por qué ruta irían desde tal o cual barrio. Y los esperaron. Hubo algunos muertos. Otros fueron encarcelados. Se pasó de la opacidad total –cuenta Anderson– a una inusual apertura informativa para reconocer, de parte de las autoridades, que sí, había habido abusos en las comisarías, que sí, tal o cual joven había sido violado en la celda. Los manifestantes, indignados, twitearon y reprodujeron esas informaciones. Las autoridades contaban con eso. En una semana los mismos manifestantes, desde sus redes sociales, habían sido el canal para propagar el miedo que los servicios de seguridad quisieron propagar.
No eran eslabones de una cadena que la adversidad podría galvanizar. Eran frágiles hilos de una tela de araña que ni siquiera adhería bien. Y sin embargo por debajo, lejos de las pantallas, y tal vez ayudada por los smart phones pero no sólo con los smart phones, ha de estarse construyendo la lenta contrahegemonía cultural iraní.
Estarán sus casamatas y sus intelectuales orgánicos. Algunos del tipo tradicional que conoció Gramsci y por lo tanto pudo conceptualizar. Otros serán twiteros a sueldo (¿quién paga las cuentas de Yoani Sánchez, la twitera cubana?) o entusiastas perfiles de Facebook (¿son espontáneos todos los cíberK en Argentina?). Nuevos exponentes de una vieja capa, intermediadora, entre el ciudadano y el mensaje. También en ese terreno se juega la gramsciana guerra de posiciones. Pero no solamente.