El acuerdo firmado entre Kim Jong-un y el presidente surcoreano Moon Jae-in que acabó con la Guerra de Corea tiene un significado invalorable. Quienes lo descartan como ridículo o cuestionan cínicamente los motivos de Pyongyang para firmarlo no comprenden el hecho. Representa entre otras cosas un esfuerzo conjunto de las dos Corea por asegurarse que el desbocado presidente estadounidense que amenaza con “aniquilar” a Corea del Norte no tenga pretexto alguno para hacerlo.
Comentaristas de la Cnn afirmaban la semana pasada que Trump se merecía cierto mérito por el acuerdo. Se referían a que las amenazas del presidente estadounidense en respuesta a los ensayos de misiles balísticos del año pasado habrían obligado a Kim a hacer concesiones.
Los medios progresistas aclamaron a Trump cuando tiró la Moab (la “madre de todas las bombas”) en Afganistán y dos veces cuando ordenó bombardear Siria. Ahora lo felicitan como el virtual autor del acuerdo coreano. Pero esto es una interpretación confusa de la causalidad histórica.
En los años noventa del siglo pasado el gobierno de Clinton participó en conversaciones con Corea del Norte sobre su programa nuclear. La secretaria de Estado Madeleine Albright se encontró con Kim Jong-il en Pyongyang y una delegación de jerarcas norcoreanos visitó Washington. Se firmó un acuerdo por el cual Corea del Norte clausuraría sus reactores y aceptaría que Estados Unidos y Corea del Sur le construyeran y financiaran en su lugar reactores de agua ligera. Pero el Congreso estadounidense se negó a aceptar el acuerdo, y más tarde el gobierno Bush-Cheney terminó torpedeándolo. George W Bush incluyó de manera ridícula a Corea del Norte en un imaginario “eje del mal” junto con Irak e Irán. Y cuando en el Departamento de Estado John Bolton abogó abiertamente por un cambio de régimen en Pyongyang, la reacción de Corea del Norte fue extender su programa nuclear y salirse, en 2003, del Tratado de No Proliferación Nuclear.
La meta de Corea del Norte siempre fue evitar el cambio de régimen. Algo que desde una perspectiva limitada se puede interpretar como un instinto de supervivencia del clan Kim (es la visión de la mayoría de los analistas). Pero esta interpretación desconoce algo más importante: el instinto de supervivencia del pueblo norcoreano. Alrededor de una quinta parte de la población de Corea del Norte murió en la guerra de 1950-1953. El país fue arrasado. Sin embargo se recuperó, sorprendentemente, y pudo sostener un nivel de vida más alto que el de su vecino sureño durante los años sesenta y setenta. Las catástrofes naturales de los años noventa que siguieron al fin de la ayuda soviética generaron miseria y cientos de miles de muertes por inanición. Pero el régimen prosiguió con su programa de armas nucleares como su mejor defensa contra ataques externos.
La invasión estadounidense a Irak, que estuvo basada en mentiras y tenía como objetivo imponer un cambio de régimen en 2003, y la destrucción de Libia en 2011 (también liderada por Estados Unidos), luego de que Gaddafi hubiera entregado sus armas de destrucción masiva, seguramente agregaron cierta urgencia al esfuerzo norcoreano. Durante 2017 Corea del Norte llevó a cabo nada menos que 16 ensayos de misiles, algo que provocó consternación y amenazas de Occidente. Pero el país prosiguió tranquilamente, asumiendo, sin duda, que el rol histórico de China como protector de Corea, y el endeudamiento de Estados Unidos con China, descartaría un “ataque preventivo” estadounidense a instalaciones norcoreanas.
Mientras Trump no paraba de expresar su belicosidad, el “amado líder” levantó el teléfono y dispuso la participación de Corea del Norte en los Juegos Olímpicos de Pieonchang. Luego se organizó una visita al norte de más de cien músicos surcoreanos, y otra de altos funcionarios surcoreanos a Pyongyang que resultó en la entrega a Trump de la invitación personal de Kim a una cumbre, que Trump aceptó espontáneamente (algo que alivió y alegró a los surcoreanos). Todo esto permitió la reunión cumbre relámpago en la zona desmilitarizada entre las dos Corea, la firma de la declaración del fin del estado de guerra entre los dos países, y la intención de desnuclearizar la península a través de negociaciones con China y Estados Unidos.
No sólo los norcoreanos, sino los coreanos en general le están diciendo a Trump: aléjese, deje que nosotros nos encarguemos, aquí somos familia, le tememos a usted y a sus amenazas de aniquilación. Se sabe que Estados Unidos quiere mantener 23 mil soldados en el sur, y Kim ha señalado su voluntad de aceptarlo, si se reducen los ejercicios militares.
Mientras tanto China y Rusia han propuesto un trueque: un congelamiento de la actividad nuclear a cambio de la suspensión de los ejercicios militares. En Corea del Sur esta solución es apoyada por la población.
“Ahora comienza una nueva historia”, escribió Kim en el libro de visitas de Panmunjom (donde se desarrollan las negociaciones). El analista coreano de la Cnn Gordan Chang calificó esta declaración de “imponente”. Otros destacados analistas afirman que Trump está “construyendo su legado”, como si estos hechos hubieran sido motivados principalmente por sus disparatadas expresiones belicosas, cuya eficacia sería posible apreciar tan sólo ahora, una vez realizada la cumbre coreana.
Si todo sale bien, dicen, Trump se merece el premio Nobel de la paz. Esa es la interpretación reinante. El presidente estadounidense habría asumido la carga del hombre blanco y, con amenazas, obligado a Corea del Norte a negociar con el sur, alcanzándose así este acuerdo para terminar con el estado de guerra. El mérito se le atribuye al sheriff montado en un caballo blanco.
Son más bien Kim y Moon quienes se merecen un premio por haber manejado habilidosamente la crisis generada por un presidente estadounidense imprevisible, quien expresó ante la Asamblea General de la Onu su criminal voluntad de “aniquilar” a Corea del Norte.
Ahora Trump afirma que él logró resolver lo que sus antecesores no pudieron: el problema coreano. Es poco probable que Trump comprenda algo, aunque sea mínimo, de la historia coreana, o que su Departamento de Estado tenga un plan para Corea.
Lo que generó esta coyuntura fue el aumento de las sanciones contra Pyongyang implementadas por China en acuerdo con Washington, las amenazas desequilibradas del presidente estadounidense, y el miedo de los surcoreanos a que Trump fuese a hacer algo disparatado. Y, particularmente, el exitoso programa nuclear de Corea del Norte.
Atribuirle al presidente estadounidense este gran avance e imputarle una sabiduría inaudita significa validar la idea de que su retórica bruta y amenazadora le haya dado ímpetu a este positivo cambio histórico. Pero no fue Trump quien lo generó. Fue un producto de los coreanos unidos por el miedo que él supone para ellos.
Ojalá que este cambio conlleve el retiro de las tropas estadounidenses de Corea del Sur, que debería haberse efectuado hace mucho tiempo (fue planificado por Jimmy Carter pero saboteado por el Pentágono en 1977), que resulte en la creación de una confederación libre entre los dos estados, en relaciones comerciales y de inversiones mutuamente benéficas. Y ojalá que dé lugar también a una cooperación coordinada entre las dos Corea con los poderes vecinos, mientras que la influencia de Trump en el mundo se desvanece, las políticas estadounidenses avanzan sin rumbo y, afortunadamente, sigue emergiendo un mundo multipolar, debido a o pese a este payaso.
* Catedrático de historia de la Universidad Tufts.
(Tomado de Counterpunch.org por convenio, Brecha reproduce fragmentos.)