Graciela Berro siente la necesidad de explicarse a través de las palabras de un chico que estuvo preso en los noventa. Busca entre libros y recortes de diarios con los que estudia minuciosamente el devenir de los centros de privación de libertad para adolescentes. Lleva menos de una década jubilada, pero el impacto vivido durante los tres años que estuvo al frente de uno de los juzgados de adolescentes de Montevideo está todavía fresco. Encuentra lo que busca. Es el diario de un gurí al que ella encarceló, que le hizo llegar su abogada defensora. Lee: “Para la doctora, que aunque me haya privado de mi libertad no le guardo rencor y le hago entrega de este libro con cariño y respeto”. La historia que el adolescente le cuenta la hizo replantearse su decisión de quitarle la libertad, y la hace cuestionar a todo el sistema penal adolescente.
A comienzos de la década de 2000, Berro era una de los dos jueces que actuaban en causas penales que involucraban a adolescentes. Tenían turnos de 15 días, por lo que, aunque breve, la experiencia fue intensa. “Ante una detención te llamaban en cualquier momento. La Policía te comunica por teléfono y te da su versión del hecho. Sobre esa versión tenés que decidir si llevar o no al chico detenido al juzgado. Si era un hecho leve, tratabas de que lo dejaran en libertad; eso lo recoge el Código de la Niñez y la Adolescencia, que dice que debe procurarse la desjudicialización de los chicos, ¿pero cómo juzgás el hecho a través de la versión policial?”
El Código de la Niñez y la Adolescencia (Cna), sancionado en Uruguay en 2004, tiene como antecedente la Convención de los Derechos del Niño, de 1989, de las Naciones Unidas. “Cuando actué aún no estaba vigente el Cna, pero hubo una acordada de la Suprema Corte de Justicia que nos autorizaba, en el interregno, a aplicar directamente la convención. Ese período fue de gran fermentación y discusión, porque se iba a pasar de un régimen a otro. Se cuestionaban los fallos, se discutía de teoría y criminología. Mientras, en paralelo, el Parlamento discutía el Cna.” La magistrada explica que en el sistema anterior “los menores eran considerados incapaces, inimputables. Eso no significaba que no se tomara ninguna medida. Se tomaban, pero no había ninguna garantía: no había proceso, presunción de inocencia, abogados, nada. En criminología hay distintos sistemas que tratan de justificar la pena, y ese era un sistema basado en el principio de defensa social, que sostenía que a los chicos que infringían la ley había que excluirlos durante un período determinado, lo que era totalmente discrecional del juez, porque no había código”. Frente a ese principio, la convención de la Onu inauguró el de la protección integral del niño y el adolescente, que trajo consigo las doctrinas de la rehabilitación, la reinserción en la sociedad, la reeducación. “Esa es la doctrina en que se funda el Cna, pero igual se filtran algunas disposiciones de la doctrina de la defensa social, creando un sistema mixto. Por ejemplo, el famoso artículo 91 establece que en caso de peligrosidad manifiesta se adopten medidas compatibles con la seguridad de la población. Esto es el principio de defensa social.”
La experiencia la llevó a ir elaborando una visión crítica sobre el quehacer de los jueces y a afinar la vista respecto de los puntos más cuestionables del funcionamiento del sistema penal. En ese terreno es que ubica la noción de peligrosidad: “El derecho penal es un derecho del acto, del delito. No de la persona, del delincuente. ¿A qué atiende la peligrosidad? A la proclividad que tiene una persona a delinquir en el futuro, y la personalidad del delincuente no tiene por qué ser objeto de juzgamiento. En el caso de los adolescentes, que están en edad de formación de la personalidad, no podés ponerles encima una especie de lápida que diga ‘peligroso de por vida’. La idea de peligrosidad y las medidas de seguridad implican encarcelamiento. Y todos sabemos en qué condiciones eso sucede. Las teorías criminológicas tratan de buscar el fundamento de la pena, pero con el tiempo llegás a la conclusión de que por debajo de todo el palabrerío de los teóricos hay una sola verdad: la privación de libertad es castigo”.
LO HUMANO. Fue la experiencia pero también fue el contacto. “Leyendo lo que el chico contaba en el diario se me empezaron a generar una serie de problemas, sobre todo con la privación de libertad.” Berro tiene algunas frases subrayadas: “La gente de afuera no sabe lo que pasamos acá adentro, por eso les cuento lo que estoy pasando. Si puedo guiarlos hasta el mundo en donde estoy, verán que se sufre, que es feo que te quiten la libertad”. Otra: “Estoy podrido de estar acá. Ninguno es compañero. Todos quieren ser más que uno. Y si uno es bueno, se piensan que sos un gil y te quieren pasar por arriba”. “No aguanto más, cada día que pasa se me hace más difícil. Te ponen reglas y reglas y trabas, y cada día es más difícil. Quiero y espero salir pronto de acá. Extraño a mi gente. Extraño mi libertad”. Berro resguarda ese diario, lo valora por las condiciones en que surgió, por la potencia liberadora de la palabra. Ese fue su cimbronazo. “Me golpea cuando me doy cuenta de que estuvo privado de libertad por mí, la carga de sentir que vos podés privar de libertad a alguien es muy grande.”
Los jueces, explica, tienen como parte de su función visitar los centros de detención cada tres meses y hacer inspecciones cada vez que lo consideren oportuno, además de dejar constancia en los expedientes de lo que son testigos. “Podés hacer sugerencias, pero tenés que dar cuenta a la Suprema Corte de cualquier irregularidad que se constate. Eso también te ata de manos.” Berro visitó varias veces la Colonia homónima. “Las visitas debían ser avisadas de antemano y eras acompañado por alguien, por lo que había menos posibilidades de constatar las irregularidades de forma directa.” Pero pese a que “hay montado un escenario para tu visita, ese día fue brutal. Era algo casi de campo de concentración. Nunca había visto una cosa similar”. Estaba roto todo el sistema de cañerías y la celda colectiva, que era una especie de jaula, se había inundado. Los chicos estaban trepados a las rejas. “Pedí para hablar con alguna autoridad, pero en ese momento no había nadie.” La ex magistrada relata que en su período de actuación, a comienzos de este milenio, ya se sabía que además de lo edilicio el problema estaba en la falta de formación de los funcionarios y en las formas de ingreso de éstos a la función pública. “En los hechos, lo que les ofrecen a los funcionarios es un oficio policial, aunque se les llame educadores, son guardias de seguridad.”
LA MADRE DE LAS VIOLACIONES. “El encarcelamiento de por sí significa una privación de derechos humanos esenciales, y el primero de todos es la libertad. Pensar que se lo puede recuperar por medio de su exclusión es un disparate completo.” Berro se para en la autocrítica, pero además de reconocer la cuota parte que los jueces tienen en la crisis actual del sistema penal adolescente, insiste en que la responsabilidad es conjunta. Señala que la ley 19.055, aprobada en 2013, estableció que los adolescentes mayores de 15 años que participen en delitos graves deben ser enviados a prisión, lo que redundó en el último engorde de las cárceles de menores. Y habla de cómo esto se apoya en una opinión pública favorable a la represión: “No podemos olvidar que a la baja de la edad de imputabilidad la votó casi el 48 por ciento de la población”. Señala también la parte que le cabe a las anteriores administraciones penales de la era progresista, que hicieron bandera con el “cero fuga”, eslogan que en la práctica se tradujo en un aumento de la violencia institucional. “Que te engrillen a una reja, que te aten las manos a los pies, es como una ordalía del Medioevo. Me pregunto en qué época histórica estoy viviendo. Me hace llegar a una conclusión muy negativa del ser humano, porque la capacidad de crueldad es brutal. A veces pienso en los uruguayos del Novecientos que reclamaban en contra de la pena de muerte, ¿que dirían del reclamo por más represión en 2015?” En esa línea, Berro comparte el pedido fiscal de Adriana Umpiérrez y el auto de procesamiento del juez Gustavo Iribarren, en los que se establece que los 26 funcionarios del Sirpa cometieron el delito de tortura. Nuevamente se acerca a su biblioteca, toma un libro y lee: “la Convención contra la Tortura dice que es ‘todo acto por el cual se inflija intencionadamente a una persona dolores o sufrimientos graves, ya sean físicos o mentales, con el fin de obtener de ella o de un tercero información o una confesión, de castigarla por un acto que haya cometido, o se sospeche que ha cometido, o de intimidar o coaccionar a esa persona o a otras, o por cualquier razón basada en cualquier tipo de discriminación, cuando dichos dolores o sufrimientos sean infligidos por un funcionario público u otra persona en el ejercicio de funciones públicas, a instigación suya, o con su consentimiento o aquiescencia’. Me parece claro que la diferencia entre maltrato y tortura está en la participación del funcionario público”.
El asunto es crítico, histórico, sistemático. El sistema que hoy está en jaque reclama una discusión profunda: “Se habla del aumento de la violencia en la modernidad, pero la represión es violencia institucionalizada, violencia querida, no la que surge azarosamente. Lo que se está haciendo es promover voluntariamente la represión desde el Estado. Si hay algo en lo que los catedráticos están todos de acuerdo es en que ha habido un aumento de la política represiva”.