Aunque esté ubicada en el rubro comedia –al menos así consta en las fichas–, esta película no es muy propicia para las risas. Las situaciones, y las constataciones que el espectador puede agregar, más bien rumbean para la amargura. Lo que le pasa a Diego (Diego Peretti) no es nada gracioso, ni al comienzo, ni en el desarrollo, ni en el desenlace, por más que sea Peretti y uno siempre espera que alguna vez te haga reír y por más que algunos apuntes se inscriban en un humor cínico. El hombre es despedido de la empresa de organización de eventos donde trabaja, trata de no perder el status –club exclusivo, colegio privado para la hija, etcétera– del que hasta entonces había disfrutado, pero al fin debe renunciar y mudarse a una finca en el Tigre que le presta un tío (Roberto Catarineu), el mismo que le proporciona el trabajo de vendedor en un edificio en construcción en Palermo. Diego debe trabajar sobre los sueños de los clasemedieros porteños para que éstos se hagan uno con el showroom del título, esto es, un departamento aparentemente terminado y decorado; no es el tipo de espacio que admite cualquier objeto, sólo se lleva bien con ese cierto minimalismo blanco y contemporáneo en el que el aparador de la abuela se vería espantoso –además, no entraría–, y así debe ser visto. (Cualquiera que ponga atención a los innumerables avisos que publicitan los nuevos edificios de “interés social” que brotan como hongos en los barrios de Montevideo encontrará muchos puntos en común.)
Vender es la consigna. Lo interesante de la película dirigida por el hasta ahora documentalista Fernando Molnar –sobre un guión firmado por él, con Sergio Bizzio y Lucía Puenzo– es que el vendedor de sueños que debe encarnar Diego al primero que le vende el sueño es a él mismo. Mientras su mujer y su hija se van adaptando a una vida casi rural y algo hippie en el Delta del Tigre, él, que debe recorrer demasiada distancia para ir desde su vivienda al trabajo, se queda cada vez más frecuentemente a pernoctar en el showroom, y le va agarrando el gustito. Empieza a querer vivir ahí. Con estos traslados y estos contrastes se va armando una película de apenas 75 minutos en los que la cara de Peretti es (casi) el único paisaje por el que van circulando los cambios que suceden a su alrededor, y delatando los que va experimentando él, con una cámara que se le pega sin descanso.
Película sobre la alienación y el desubique, sobre la especulación urbana y las desventuras laborales, es, de alguna manera, una película de denuncia sobre una situación muy extendida en las ciudades del mundo. La competencia con otro vendedor, los contrastes con los obreros de la obra, la relación con su familia, son subtramas que parecen estar apenas para sostener el conflicto central, con un desarrollo mínimo y casi sin ningún espesor en los personajes que las pueblan. La fijación en un único personaje, el protagonista, instala una cierta distancia que hace de él casi un sujeto a observar como bicho raro, como rata de laboratorio sometida a un experimento que podría titularse: “Cómo se puede perder la cabeza por un engaño sobre cuya naturaleza se es perfectamente consciente”. Los puntos fuertes están en la concisión del planteo y en el claro absurdo y cinismo de algunos de los resortes que apuntalan una cultura de ascenso social, y algunos de sus costos.