Decía Proust que se nos va mudando el corazón lo mismo que se producen ciertos fenómenos de la naturaleza, es decir, con tal lentitud, que aunque podamos darnos cuenta de cada uno de sus distintos estados, se nos escapa la sensación misma de la mudanza. Lo recordé ayer en el ómnibus, cuando la estridencia de dos cantores que amenazaron romperme los oídos con una milonga de Zitarrosa me obligaron a abandonar la lectura y mirar a la gente que caminaba por la calle con un celular en la mano. También los hábitos cambian subrepticiamente y, acaso porque nos dan la ilusión de que nunca vivimos de otro modo, con su historia se nos escapa también lo que significan en nuestras vidas.
Me lo estuve pensando con la esperanza de encontrar un estado anterior a la aceptación de los perfiles de historieta y los escenarios de ciencia ficción del mundo en que vivimos, profusamente anticipados por películas, novelas y fanzines, con sus héroes y villanos, sus asesinatos masivos (inolvidable Brazil, de Terry Gilliam), las pantallas, sus espionajes comerciales y políticos, sus sistemas de control y los lenguajes de lógica invertida, narrados por Orwell en su famosa novela 1984.
A falta de una referencia más legítima, fui a mi juventud con un lente de aumento en la mano y vi a una multitud de muchachos coreando el estribillo de una canción del grupo Vox Dei, que cantaba en el escenario: “Vivir el presente/ el presente y nada más”. Notable asunto. Cuando en los años sesenta la juventud comenzó a exaltar el deseo, el sexo y el rock and roll, la mayor parte de la sociedad lo recibió como un balde de agua fría. Entonces unos todavía reconstruían los destrozos de la guerra y otros le entregaban la vida al esfuerzo moral del progreso en un mundo bipolar amenazado por la novedad de las armas atómicas. Ya había dicho William Faulkner al recibir el premio Nobel: “Actualmente nuestra tragedia es haber experimentado por tanto tiempo un miedo físico, universal y generalizado que apenas nos es dable soportar. Ahora ya no existen problemas del espíritu y la única pregunta que se plantea es: ¿En qué momento voy a desaparecer?”. Depositarios de esa pregunta, rechazábamos hipotecar la vida para conquistar un futuro incierto que, en su mejor versión, prometía televisores, autos y licuadoras. Un futuro nada atractivo para una generación que conocía la infelicidad de los hogares patriarcales y los crímenes cometidos en nombre de las sanas costumbres.
Del otro lado, muchos se preguntaban qué pretendía con sus gritos y desbordes esa raza de malnacidos. Hay que recordarlo, antes que las razzias por motivos políticos, conocimos las razzias por el largo de los pelos, por el largo de las faldas, por el largo de lo que fuera. Una importante porción de la juventud intentó cambiar el rumbo material y espiritual de la historia, y fue el último intento, hace ya casi sesenta años. Pero, antes que las botas militares quebraran esas pretensiones, no les llevó mucho tiempo comprender, en primer lugar a los publicistas, que el deseo era bueno para las empresas, porque es infinito y nunca encuentra su límite, que la juventud era un prometedor nicho de mercado (ahora manipulan hasta el consumo de los niños), que el sexo y el rock and roll podían ser nuevas industrias, y el aliento a vivir el presente, un estímulo formidable para el consumo sobre la base del crédito, en vez del viejo ahorro genuino.
¿Quieren blue jeans? Acá los tienen. ¿Quieren cumplir con sus deseos? Pide lo que quieras, muchacho, te ayudaremos. ¿Quieren rock? Les prometemos más de cincuenta años de rock. ¿Quieren drogarse? Les daremos todas las drogas imaginables. La mayoría de las demandas concebidas como un grito de libertad contra la restricción de las religiones, los dogmas y la moral fueron tan paulatina y masivamente negociadas que hoy forman parte de nuestra vida cotidiana. Vivimos en una sociedad laica, sin ideologías y sin moral, ni otro objetivo, falso o verdadero, que satisfacer las necesidades de consumo de la mayor cantidad de personas. Al lado de las generaciones que levantaron culturas, imperios, incluso las grandes catedrales para alabar a Dios, nuestros sueños, nunca tan alentados a realizarse, cobran una dimensión un tanto mezquina. Desde que abrimos un ojo hasta que lo cerramos, en las radios, los televisores, las calles, los cines, los ómnibus, las pantallas de las computadoras y de los celulares, nos incitan a cumplir con ellos. Nada filantrópicos a decir verdad; una sueña con porcelanatos en el baño, otro con un auto de alta gama y aquel con sus vacaciones en Tailandia. “Hágalo ya”, “Limpiamos su crédito”, “Tú te lo mereces”. Libérenme de más ejemplos. La incitación es sostenida. No una vez cada tanto. Durante todo el tiempo de nuestra vigilia. Se diría que la vieja pregunta de Faulkner, “¿En qué momento voy a desaparecer?”, ha sido sustituida por “¿Qué quiero hacer antes de morir?, ¿y si me inscribo en un curso?, ¿y si me compro un perro?”.
Es paradójico que los centros oficiales del poder hagan campañas contra las adicciones y las drogas, cuando buena parte de la estructura económica que los sostiene está montada sobre el estímulo a la adicción de las personas. Deseo y consumo se han dado un abrazo milenario. Y tanto o más asombroso es que nos hayamos habituado a convivir sin sobresaltos con discursos que nos obligan a cambiar la lógica manifiesta por la lógica negada. Una suerte de ejercicio perpetuo, de inevitables consecuencias paranoicas, porque cuando una publicidad dice que una empresa trabaja para mí, que cuida de mi familia, que se preocupa por mi seguridad, si no captura mi estupidez, hay que entender que lo que pretende es que nuestro dinero trabaje para ella. Naturalmente, aprendimos a cerrar un circuito neuronal que nos permite percibir las propagandas como un ruido, y a saltar las redes como peces de un cardumen en el mar de las ofertas. Unas veces lo conseguimos, y a veces nos ganan por cansancio.
Me dijo un publicista que ese juego es el espacio de una negociación de hegemonías entre los mensajes y las masas, como aprendieron a decir los comunicólogos de la excitada puerilidad de la televisión. Si es cierto, estaríamos delante de un fastuoso espejo que refleja el estado de la humanidad. Si no es cierto, estamos delante de un perverso sistema de dominio que infantiliza a las multitudes en contra de todas las aspiraciones de la educación, la inteligencia y la pregonada recuperación de los valores. De una u otra forma, muestran el estado reducido y deportivamente nihilista de nuestra realidad.