Riggan (Michael Keaton) es un actor maduro que supo llegar a la gran popularidad encarnando al superhéroe Birdman en taquilleras películas para todo público. Ahora Riggan está empeñado en ser un hombre de teatro “serio”, llevando a escena y protagonizando en un teatro de Broadway una adaptación propia de “De qué hablamos cuando hablamos de amor”, de Raymond Carver. Uno de los conflictos es que el emplumado superhéroe de su pasado no deja de perseguirlo para increparlo por su nuevo camino, instándolo a volver al que tanto éxito les deparó. Los otros “conflictos” merodean por ahí: una hija rebeldona (Emma Stone), una primera actriz (Naomi Watts) con serios problemas de autoaprecio –o su falta–, una ex esposa que aparece cuando se le canta, otra actriz con la que al parecer –no se muestra ninguna instancia al respecto en la película– tuvo un romance y cree estar embarazada, un actor supuestamente genial (Edward Norton), pero altanero, cínico y con cero escrúpulos, frente a toda la compañía y frente al mundo. Agreguemos una crítica de teatro que es definida como todopoderosa para levantar o hundir espectáculos, y que está decidida a destrozar la obra aun sin verla porque ese malcriado hollywoodense “no debe estar ahí”.
Tales los presupuestos narrativos de esta película1 dirigida por el mexicano Alejandro González Iñárritu –también coguionista, junto a Nicolás Giacobone, Alexander Dinelaris y Armando Bo–, que inquietó tanto a Hollywood como para ser postulada en nueve categorías en el próximo premio Oscar. En Birdman, el director de Babel y 21 gramos se lo permite todo: Riggan-Birdman puede mover objetos a voluntad, vuela, habla con su álter ego, resuelve por decreto de guión que una pieza teatral de modesta factura –bueno, es lo que se ve– se convierta en un exitazo después de que el primer actor queda afuera del teatro y en calzoncillos por un cierre impensado de puertas y luego de caminar humillantemente entre una multitud que lo reconoce, entre a la sala por la platea, vociferando su parlamento. También se permite crear la ilusión de que toda la película está rodada en un único plano secuencia –el fotógrafo es Emmanuel Lubezki, que ganó un Oscar por Gravedad–. La razón de esta vistosa opción no se explica, como no sea para impresionar, porque con todos los cortes del mundo las cosas no cambiarían demasiado.
Cuando más arriba se dice “se lo permite” todo, alguien podría deducir que se trata de una película que respira un incomparable aire de libertad. Bien, nada más lejano. Lo que Birdman respira es un insoportable aire de petulancia, de alguien que mira impiadosamente a sus personajes, llevándolos al estereotipo –lo de la crítica teatral realmente parece un chiste, pero no se salva nadie–, como lleva al estereotipo su mirada sobre el cine de superhéroes, y sobre su público. El filme suma situaciones sin que muchas de ellas se enhebren unas con otras, y lo que es más grave, sin que siquiera se justifiquen. Algunos ejemplos: así como el supuesto embarazo de la supuesta amante de Riggan aparece y desaparece sin jugar ningún rol en la historia, hay un beso entre dos mujeres sin que ni antes ni después se insinuara siquiera una atracción o cualquier forma de relación especial, y la capacidad de Riggan para mover objetos con la mente tampoco se sabe para qué está, a los efectos del relato. Lo más curioso es que la película tenga una sucesión de finales, como si al director le costase elegir cómo concluirla. Y así como sobran finales, sobran varias cosas que alargan innecesariamente una película que hace alarde de demasiadas cosas: de las “grandes actuaciones” masculinas –tanto Michael Keaton como Norton están muy bien, pero dentro de ese tono exagerado que González Iñárritu le imprime a todo el asunto–, de la crítica al cine mainstream, de la habilidad para pasearse con sus benditos planos secuencia por los pasillos del teatro, hasta de la –infantil– asociación de Birdman con el Batman que supo interpretar Keaton en las películas dirigidas por Tim Burton.
En algunos países Birdman se anuncia con un título que agrega “la inesperada virtud de la ignorancia”, el que la malvada crítica teatral le puso a su, al final, encomiosa columna. Curioso subrayado para una película que parece señalar a cada paso cuánto sabe de todo y de todos el que tiene su timón.
1. Estados Unidos, 2014.